Usted está aquí: viernes 19 de agosto de 2005 Opinión Un falso dilema

Gustavo Iruegas

Un falso dilema

Sin considerar las opiniones de quienes verían cumplidos sus más caros anhelos con la anexión de México a Estados Unidos ni la de quienes sentimos franca repulsión ante la simple discusión del tema, podemos asegurar que la integración de América del Norte en un solo Estado no se hará presente en el futuro previsible, vale decir, en las próximas dos o tres generaciones.

Esta aseveración, que se podría considerar temeraria, tiene fundamento en el hecho de que la integración de dos o más estados, en el sentido cabal del término, implica la amalgama de sus componentes clásicos, nación, territorio y gobierno: nación implica sociedad, economía y cultura; el gobierno es el sistema jurídico y el aparato administrativo; el territorio es el elemento vulnerable porque puede perderse -nuestra historia nos lo enseña- por la fuerza, por lucro o por descuido.

La integración es un proceso de largo plazo que requiere de cuando menos cuatro factores de los cuales dos son requisitos: que las sociedades sean homogéneas y que exista la voluntad política. Los dos restantes son tareas; edificios que se deben construir sobre los cimientos de los requisitos: la conjunción de las economías y la armonización del derecho. Con los cuatro factores cumplidos se puede proceder a la unificación de los gobiernos, a la creación de un solo Estado. La afinidad cultural y los orígenes históricos comunes son prescindibles.

Lo anterior se ilustra -y demuestra- con la experiencia europea. Como se sabe, la Unión Europea, sobreponiéndose al rencor histórico y las diferencias culturales, es una congregación de sociedades de clase media, que no son exactamente iguales, pero que sus extremos (Alemania y ¿Grecia?) dejan el subdesarrollo al margen de la institución. Esto fue confirmado por la facilidad con que la Unión admitió a los antiguos estados socialistas que, si bien pobres, tenían sociedades de clase media y por la renuencia a admitir a Turquía que, no obstante su persistente colaboración militar, aún porta la etiqueta de subdesarrollada.

El 80 por ciento de los mexicanos no calificamos para integrarnos a la sociedad más desarrollada del mundo y por lo tanto la opción de la integración de México a Estados Unidos no existe. Sin embargo, a esta situación concurre la circunstancia de que México sí está comprometido en un proceso de asociación creciente con Estados Unidos. De hecho, México tiene de siempre en Estados Unidos el factor determinante de su política exterior, pero desde que firmó el Tratado de Libre Comercio le ha dado a esta relación el carácter de estratégica, porque la vinculó al objetivo nacional del desarrollo. Se trata de una estrategia trunca y finalmente inoperante porque carece de la parte correspondiente al desarrollo interior, pero el compromiso existe y es ahora un proceso difícilmente reversible.

El proceso de asociación sin integración en el horizonte es una contradicción obvia que, sin embargo, no es invalidante. Significa simplemente que la relación tiene límites. La asociación no implica ni adopción ni entrega total. A contrapelo de las quiméricas expectativas anunciadas, Estados Unidos ha puesto -como ha puesto siempre- sus límites en la migración.

¿Cuáles podrán ser los límites por la parte mexicana? La Unión Europea crece, se fortalece y se consolida por sí misma, pero su seguridad está vinculada, a veces a su pesar, a Estados Unidos. La solución mexicana es la inversa: México procura su desarrollo en la vinculación a la parte civilizatoria de Estados Unidos, pero debe evitar el talante belicoso de su gobierno. En eso debe estribar su límite, el que ha de materializarse en el ámbito de la seguridad internacional. México debe proclamar su condición de país amante de la paz y consecuentemente no debe participar en aventuras militares; ser un promotor de la vigencia y el progreso del derecho internacional; y reservarse la determinación de sus prioridades de seguridad. En administrar la contradicción entre seguridad y desarrollo está la solución de continuidad de las relaciones de México con Estados Unidos.

El otro requisito de la integración, la voluntad política, es expresada por los gobiernos, pero se genera en las sociedades y sus economías. La primera opción de integración de México debiera ser América Latina. En ella tendríamos que encontrar la voluntad política.

La integración de la América Latina está en el imaginario latinoamericano como si lo hubiera estado en los proyectos o siquiera las intenciones de los próceres regionales. No fue así. La convocatoria del Libertador fue a conformar una confederación de carácter defensivo, pero nunca integrador. El panamericanismo de la OEA es una fórmula de control político de los países latinoamericanos y es por definición excluyente de una Latinoamérica integrada.

Los integracionistas latinoamericanos han sugerido el libre comercio como motor de la integración regional. Sin embargo, la principal falla de los acuerdos firmados entre los latinoamericanos reside en que abarcan solamente el comercio que realizan entre sí y éste es sólo una parte menor del que realizan con los grandes mercados del mundo. El libre comercio latinoamericano no ha sido ni eficiente ni suficiente como impulsor de la economía regional. Los gobiernos latinoamericanos no están dispuestos a privilegiar el comercio con sus pares subdesarrollados y pobres; las sociedades no lo exigen. La voluntad política de alcanzar la integración no existe.

Esto deja a México sin opción de integración ni al norte ni al sur y, por lo mismo, y a contrapelo de lo que se dice, no se enfrenta fatalmente a la disyuntiva de la integración. Puede seguir siendo, simple y auténticamente, México. Ciertamente no debe aislarse, pero tampoco conformarse con la globalización elástica con los ricos y rígida con los pobres que se presenta como ineludible. Necesita en cambio, encontrar la vía para el desarrollo que ha sido insuficiente con la asociación comercial a Estados Unidos y no ha encontrado alternativa en América Latina.

Antes de que México tenga que pronunciarse sobre su integración a Estados Unidos, deberá haber creado condiciones de interlocución más favorables en la región. América Latina tendría que desarrollar el espacio cultural que es hoy y convertirse en una contraparte políticamente equiparable a Estados Unidos; en una entidad política capaz de tutelar sus propios intereses y sustituir el monólogo norteño que hoy no puede sino escuchar, en un diálogo positivo, constructivo y fructífero.

 
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