Usted está aquí: domingo 26 de junio de 2005 Opinión Amor sin fronteras

Carlos Bonfil

Amor sin fronteras

Ampliar la imagen La cinta explora la vida cotidiana en Zelary

Praga 1940. Eliska, una joven enfermera, trabaja en un grupo de resistencia antinazi. Cuando esa organización es descubierta, la mayoría de sus miembros, incluido el esposo de la joven, consiguen huir al extranjero. Ella permanece desamparada, obligada a esconderse e iniciar una nueva existencia en la clandestinidad al lado de un albañil a quien le salvó la vida donándole en una transfusión su propia sangre. Joza (Gyorgy Cserhalmi), hombre robusto del campo, de 50 años y modales rudos, aunque afectivamente sensible, decide proteger a la enfermera, llevarla a un pueblo perdido en las montañas, y casarse con ella, a pesar del nulo interés que la joven citadina manifiesta hacia su persona.

Zelary es el nombre del pueblo, y también el título original de la película (transformado aquí en un convencional Amor sin fronteras). El realizador checo Ondrej Trojan participó previamente en tanto productor en una de las cintas más populares realizadas en la República Checa después de la caída de la Unión Soviética: El amor en tiempos de odio (Divided we fall), de Han Hrebejk, ambientada también durante la ocupación nazi. Lo que presenta Trojan en Zelary guarda mayor similitud con la trama de una cinta de la realizadora polaca Agnieska Holland, Cosecha amarga (Bittere Ernte), de 1985, en la que un granjero en un poblado polaco daba refugio a una joven judía perseguida, de la que naturalmente se enamoraba. Las dificultades del cautiverio, el temor constante de la represión nazi, el contraste entre la mezquindad moral y el impulso generoso, es la sustancia temática en ambas cintas. Eliska, interpretada por una estupenda Anna Geislerova, se muestra políticamente comprometida, elegante y amorosa, y muy atractiva, con un rostro diáfano que recuerda al de Cate Blanchett. Su vida en Zelary, donde adopta una nueva identidad y otro nombre (Hana), es por largo tiempo difícil. Víctima de una suspicacia general cercana a la xenofobia, y del acoso sexual de los jóvenes que no entienden su relación con Joza, hombre mucho mayor que ella, el epíteto recurrente que se le destina es el de prostituta. La cinta explora la vida cotidiana en el pueblo, las rivalidades y viejos enconos, las maledicencias y chismes de viejas, y la manera sutil y vigorosa en la que Hana (ya de cariño Hanulka), consigue desarticular la espiral del recelo colectivo. Ella misma sufre una transfiguración en su personalidad al ceder paulatinamente al cortejo discreto de su marido forzado, amante siempre derrotado que súbitamente avizora una victoria inesperada.

Tal vez sea en este retrato intimista de la pareja a la que todo separa y a la que las circunstancias unen entrañablemente, donde mejor se afina el poder de observación sicológica de este realizador checo. En el plano de la crónica social, la sutileza es menor y más gruesos los trazos de personajes secundarios. Dividida en tres periodos (1940, 43, 45), Amor sin fronteras muestra de modo somero una redada nazi, con oficiales desdibujados, y transita luego al tiempo de la liberación territorial, con soldados soviéticos muy afables que pronto degeneran en una horda de violadores ebrios. Sin duda el propósito es no sólo describir la vida cotidiana bajo la ocupación nazi, sino equiparar los rasgos de brutalidad y abuso de los dos ejércitos extranjeros y la metamorfosis final de una fuerza de liberación en una intervención de carácter totalitario.

La realización, muy correcta, no escapa sin embargo a un tono de telefilme, a ratos moroso e innecesariamente largo, pero esto se compensa generosamente con un punto de vista muy sólido. El director observa en Zelary un pueblo ajeno a la historia, recóndito y lejano, con viejas maliciosas y hurañas, partos primitivos, estupros, y una violencia instintiva, siempre latente, a la manera de un pequeño Dogville eslavo. En una escena, una niña propone remplazar las hostias insípidas por chocolates en las iglesias, pues de ese modo siempre estarán llenas. Ondrej Trojan y su guionista Petr Jarchovsky optan por la ironía en varias secuencias más y por un desenlace abierto en un relato social e intimista que jamás naufraga en el sentimentalismo. Su logro discreto no deja de ser un buen signo de la renovada vitalidad del cine checo.

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