Usted está aquí: domingo 26 de junio de 2005 Opinión Arena Coliseo

Angeles González Gamio

Arena Coliseo

Barrio de comercio desde la época prehispánica es la Lagunilla, que recibe ese nombre porque existió en ese sitio un pequeño laguillo que albergó un desembarcadero. Su cercanía al mercado de Tlatelolco definió su vocación comercial.

Al paso de los siglos la lagunilla se fue desecando, pero se conservó el nombre del barrio y su actividad de mercadeo, que, entre otras, se expresa en el famoso mercado de chácharas de los domingos, donde de repente puede encontrar una buena antigüedad, libros valiosos, la lámpara para el estudio, que poniéndole pantalla nueva, le va recordar la que tenía el abuelo; el tapón de la licorera de cristal de bohemia, que hace 20 años tiene guardada, y cuanta cosa se le ocurra.

Además existen en el rumbo un conjunto de mercados, que originalmente se construyeron para atender las necesidades de dos nuevas colonias: la Guerrero y Santa María la Ribera, para lo cual en 1912 se edificaron un par de mercados anexos al antiquísimo de Santa Catarina, que se ubicaba en la bella plaza que aún existe, con su iglesia que la bautiza. Años más tarde se construyeron en la misma zona otros dos mercados y se modernizaron los existentes.

En este añejo y populoso barrio existe un templo para los aficionados a la lucha libre: la Arena Coliseo. Situada en la calle de Perú, de trazo ondulante debido a que fue hasta el siglo XIX una acequia que cruzaba el barrio y seguramente desembocaba en el embarcadero de la lagunilla, fue construida en los años cuarenta del pasado siglo y aún conserva su sabor y ambiente: pequeña, redonda, con las butacas que llegan prácticamente a unos pasos del ring, lo que lleva a que continuamente los luchadores caigan a los pies de los espectadores de las primeras filas. Verdad o ficción, es un espectáculo catártico, que lleva las emociones al límite: carcajadas, gritos, palabrotas, abucheos, llanto, todo acompañado por las cornetas y tambores de las porras, el tema musical que acompaña la salida de los luchadores -cada uno tiene el suyo- y la voz del elegante maestro de ceremonias, que busca hacerse oír entre el bullicio.

Durante el evento se pueden beber cervezas heladas o refrescos que le llevan a su lugar, acompañados de cueritos con limón, palomitas, o y si el hambre arrecia una suculenta torta. Los infantes y más de un adulto se emocionan cuando salen sus ídolos, con sus vistosos y coloridos atuendos, muchos con sus máscaras plateadas, doradas, negras y rojas, pintura facial y toda una parafernalia teatral.

Rudos contra técnicos; sus respectivas porras compiten en estruendo. Aparecen Los Infernales con sus trajes morados y luciendo sus enormes cinturones de campeones mundiales. Por el otro lado surge el hijo del Perro Aguayo y El Rey Bucanero, con atavío de pirata. Comienzan las peleas y salen a relucir las distintas llaves, que manejan con maestría y que nos explica la historiadora Evangelina Villarreal, fanática de este singular ¿deporte? El rehilete, el tirabuzón, la quebradora, cruceta con castigo y aquellos vuelos por el aire y esas caídas espectaculares, acompañadas por los alaridos del público en el límite de la pasión y... Se acabó, la gente se queda picada y seguro va a estar el siguiente martes o domingo, para otro desfogue de su emociones en este divertidísimo, económico y sano espectáculo.

Por aquí han pasado los luchadores más famosos de los últimos 60 años: Blue Demon, Atlantis, el Santo, Médico Asesino, Black Shadow, Cien Caras, Brazo de Plata; aquí fue el adiós al célebre Cavernario Galindo, quien en una ocasión un aficionado arrojó al centro del ring una víbora; el Cavernario la agarró, le dio una mordida y se la aventó al público de ring side.

Muchas personas llevan años asistiendo semanalmente, como don Walter y su esposa, doña Elodia, que son asiduos desde hace un cuarto de siglo, a lo largo del cual el señor ha tomado fotos a su mujer con prácticamente todos los luchadores que han pasado por la Arena Coliseo, juntando una colección de cerca de 90 imágenes.

Hay todo un mundo girando alrededor de las luchas; en la Coliseo, como le dicen familiarmente los aficionados, las personas que venden las tortas, cervezas, golosinas, máscaras, muñecos de luchadores, los acomodadores, el corta cabelleras, llevan años y a veces generaciones trabajando en el lugar, al que sienten suyo y comparten afecto y camaradería entre ellos, con los luchadores y con las personas que han convertido en parte de su vida, con la asistencia frecuente a este legendario templo de las luchas.

Y con esto concluimos, pues hoy ya cenamos una rica torta con una chela bien fría, mientras aclamábamos al hijo del Perro Aguayo en su combate feroz contra Los Infernales.

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