Usted está aquí: jueves 2 de junio de 2005 Opinión ANTROBIOTICA

ANTROBIOTICA

Alonso Ruvalcaba

Oaxaca: flores para los muertos

Ampliar la imagen Eclipse total de sol, visto desde Monte Alb� el 11 de julio de 1991 FOTO Fabrizio Le�

1. HAY UN DIA en el futuro en que voy a estar desangrándome en el último callejón del mundo, voy a voltear a ver mis manos rojas, y mi cara será de extrañeza: morir me parecerá sencillo, un poco inútil; hay un día en que un paramédico me presionará el pecho, soplará en mi boca, la sirena de la ambulancia se irá perdiendo junto con los destellos giratorios de la ventana; hay una noche en que, con demasiadas drogas en la sangre, el brazo izquierdo se tensará y el sistema va a detenerse (yo no voy a darme cuenta: antes me habré quedado dormido); hay, finalmente, una tarde dentro de muchos años: la familia alrededor de mi cama, contándome los latidos, con paciencia, casi con esperanza: habrá tiempo de despedirse. ¿Qué quiero comer el último día, qué quiero que me sirvan en la última cena? Nadie pide el menú degustación de Alain Passard en L'Arpège o el tapeo de ultravanguardia de Ferran Adrià: queremos algo que nos apapache, que nos reconforte, que nos mande acompañados al olvido: queremos la comida perfecta. Yo, modestamente, fui a Oaxaca a pedirle esa última cena.

2. PERO NO LA primera vez. A la primera Oaxaca fuimos tal vez para pavimentar el camino de la separación de mis padres. (Nunca les he pedido perdón por todo aquello, por pedir que mi padre se quedara en casa en mi cumpleaños, por llorar. Ni modo.) ¿Existirá de veras esa Oaxaca de mi recuerdo, fechado hacia 1984? La ciudad era chaparrita y ondulada, creo que ese diciembre no se sentía muy frío -probablemente no lo era- y la iluminación de Navidad se nos reflejaba en los ojos llenos de lucecitas. La catedral resplandecía con su cantera amarilla (nosotros estábamos acostumbrados al tezontle rojo oscuro, como empapado de sangre), y las pequeñas iglesias alrededor también. Comía todo: moles multicolores; lleno de terror, insectos que se me escapaban de la boca; deshilachaba pequeñas bolas de quesillo mañana, tarde y noche, probaba asiento con el dedo, el chocolate se inflaba de espuma, aire vuelto dulce, el tasajo era una golosina, la cecina un entremés y los gusanos postrecitos... (Ya nadie se acuerda si me enfermé o no después del platón oaxaqueño del Bichi Pobre , un local que todavía existe.) Quién sabe: tal vez la Oaxaca de la primera vez no existe: en un típico ejercicio de nostalgia, esa enfermedad que me corrompe como un cáncer, estoy inventándome un recuerdo. Aquella Oaxaca es acaso una nota que me envié hoy desde el pasado.

3. ESTOY ACERCANDOME A la cena perfecta. A la salida del Buda (dios mío: ¿no queda una ciudad sin un Buda Bar?), quién sabe qué hora de la madrugada, en Libres, tlayudas que una mayora sonriente, decididamente feliz, voltea sin parar sobre el carbón: asiento, frijoles, salsa, una rebanada de tasajo, que comparto mitad y mitad con una perrita bóxer callejera. (Ya ni me acuerdo de la impresionante comida en Casa Oaxaca : sopa de frijolón y queso fresco, taquitos de jícama rellenos de chapulines, queso de cabra y huitlacoche.) "Camino por lo noche de Oaxaca, inmensa y verdinegra como un árbol, hablando solo como el viento loco", y de regreso al hotel, donde no van a reconocerme los espejos, una familia de polvo, huesos y mugre, duerme en la calle, inmóvil e inútil como un montón de piedras.

4. EN EL MERCADO 20 de Noviembre hay una fila de carnicerías: tasajo, bistec, tripas de res, chorizo, y junto a cada una un anafre: del mostrador al carbón y de ahí a la boca. Es fácil ser feliz aquí: el olor a chamuscado te alza de la nariz, las tortillas enormes, aéreas, se abren como piernas para recibir una rebanada de tasajo, un chile de agua, guacamole, pico de gallo (salsa güevona le dicen en Oaxaca), el limón: el humo empaña los lentes, les da realidad a los rayos de sol que se cuelan por el techo: el plato es una canasta y un trozo de cartón: en el acto de morder estallan todos los sentidos, la boca siente la caricia de mil manos diminutas. Una anciana se aproxima a vender comales, suplica: "para su mamacita"; otra anciana: "cómpreme chapulines, pepitas, salecita de gusano". La última anciana ya no vende nada: simplemente se para junto a mí. Debe tener mil años: emite sonidos desde el fondo de un pozo donde yace un niño muerto, la piel se le rompe como lodo seco, si tiene ojos (no creo) yo no alcanzo a vérselos: Dios se los hundió de un golpe en el cerebro, y de súbito el mejor taco de la historia se me regresa a la garganta:¿qué carajos estoy haciendo aquí? Ridículo y arrogante, vine a Oaxaca a que me arrulle mis recuerdos, a pedirle, si no es mucha molestia, la comida perfecta. Quiero regresarme a México, donde soy parte de la mierda cotidiana, y quiero que ésta sea la comida que me sirvan la última noche, y que esta anciana, cifra de jodidez, se suba a mi última ambulancia, o mire sobre el hombro de alguien que cuente mis últimos latidos. Que me tienda su mano hecha de huesos, podrida, para que yo entre feliz en el olvido.

 
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