¿La era de los alcaldes?
La semana pasada la revista Time dedicó su portada y un extenso reportaje a cinco alcaldes europeos. En años recientes cada uno (a su manera) ha robado la atención nacional no sólo porque su rating de popularidad supera por mucho a los de cualquier otro político, incluidos presidentes y primeros ministros, sino por las transformaciones que han impulsado en el hábitat de las ciudades que administran.
Quien haya paseado por el viejo continente en tiempos recientes, con un interés que supere aunque sea por accidente la simple atonía turística, habrá escuchado con seguridad de Walter Veltroni en Roma, Ken Livingstone en Londres y Bertrand Delanoë en París. Hace cuatro años Klaus Wowereit, en Berlín, fue el primer político alemán que declaró públicamente su homosexualidad, y Annita Hillstrom, acaso la menos conocida, ha emprendido algo parecido a una revolución para enfrentar el grave problema de la vivienda en Estocolmo.
Es difícil establecer las semejanzas entre todos ellos, pero es obvio que estos cinco ruidosos, excéntricos y originales alcaldes han invertido, textualmente, de la noche a la mañana, el peso tradicional (siempre disminuido) que solía tener el cargo de jefe de una ciudad con respecto a las esferas del poder nacional. Desde los años 2000-2001 los cinco ocupan incesantemente el centro de la opinión pública ("y no hay demonio que logre sacarlos de ahí", llegó a decir Berlusconi), fijan agendas nacionales, deciden gastos federales, definen coaliciones nacionales y dividen a sus sociedades en un "a favor" o "en contra" radicales.
Walter Veltroni, miembro de Izquierda Democrática, el mayor partido de oposición a la derecha italiana, aparece inclusive en la reciente novela de Ian McEwan, Sábado, cuando el protagonista trata de imaginar "un hombre civilizado que guste del jazz y con pasión por la cosa pública". Desde 2001, Veltroni dio la espalda a la política convencional de usar la alcaldía de Roma para aceitar máquinas nacionales y emprendió una reforma social y cultural en una ciudad desgastada por la falta de identidad, la caducidad de sus servicios y la ausencia casi completa de iniciativas efectivamente públicas.
En Londres, Ken Livingstone, antiguo militante de la franja laborista más extrema que admite el establishment británico, expulsado de su partido por oponerse a la segunda relección de Tony Blair, crítico de la participación inglesa en la guerra de Irak, promovió un impuesto al tráfico para los automovilistas que querían entrar a la zona central de la ciudad. Todas las noticias indican que, por primera vez en su historia, Londres ha sido recuperada para quienes prefieren caminar por sus calles. Pero el centro de la política de Livingstone ha sido la reconstitución cultural y administrativa de una comunidad que quiso ser enterrada por Margaret Thatcher. La Dama de Hierro no sólo disolvió el gobierno local durante los años de su dominio, sino llegó a vender el edificio de la municipalidad.
Los alcaldes de Berlín y París, también socialistas, han hecho fama por el eslogan de que la eficiencia económica no tiene por qué estar reñida con la calidad de vida. Si lo han logrado o no es algo que no parece importar a sus votantes, que los apoyan aun a la hora de recortes presupuestales y medidas antipopulares.
Es evidente que el nuevo papel del alcalde en las ciudades europeas va más allá del cargo mismo y la habilidad individual para ejercerlo. Los cinco son políticos de una izquierda que ha sustituido los grandes relatos, la ideología y los cantos del futuro por una administración efectiva, muy imaginativa y sobre todo social sin romper con los equilibrios generales. Todos (menos el de Berlín) se hallan en la oposición a los gobiernos federales. Y en cierta medida responden a esa nueva relación que se ha impuesto gradualmente entre los poderes locales y los nacionales: en la era de la globalización, las instancias políticas nacionales parecen haber perdido la cohesión, la identidad y la centralidad que las había caracterizado a lo largo del siglo XX.
Tal vez son el testimonio inconsciente y ruidoso de un tránsito que apenas podemos vislumbrar: el paso que va del desgaste del Estado-nación, y las estructuras políticas y simbólicas que lo emblematizaron, a una nueva entidad en que la nación es entendida no como una federación, sino como una asamblea o una comunidad de ciudades con poderosas identidades singulares. ¿La nación-mosaico? Un tránsito en el que el gobierno central ocupará cada vez más las funciones de una coordinación y la "política dura" se decidirá en la relación entre el poder de la ciudad y las fuerzas económicas y culturales de la trasnacionalización.