Usted está aquí: lunes 18 de abril de 2005 Política El corredor de fondo

Sergio Ramírez

El corredor de fondo

El recuerdo más vivo que tengo del papa Juan Pablo II es el de un atleta animoso que se siente en pleno dominio de sus fuerzas, impaciente como un corredor de fondo que se amarra los zapatos en la marca de salida. Fue la mañana del 4 de marzo de 1983 en el aeropuerto Sandino, de Managua, cuando recién había bajado del avión de Alitalia, y tras besar el piso de concreto de la pista se había alineado en la plataforma de ceremonias junto a nosotros, los miembros de la Junta de Gobierno de la revolución. Cualquiera hubiera jurado que en los aposentos del Vaticano tenía todo un gimnasio instalado, donde prepararse para sus largas jornadas a campo traviesa por el mundo.

Después que la banda de música del ejército había terminado de ejecutar los himnos de Nicaragua y del Vaticano, se volvió ligeramente hacia mí, que había quedado a su izquierda, no sé si porque era el único vestido de civil, y me dijo con una sonrisa que amparaba la rotunda seguridad del maestro severo que se propone corregir a sus alumnos díscolos y que considera perjudicial la tolerancia: "Son jóvenes ustedes, pero van a aprender, van a aprender".

Nicaragua era entonces el único laboratorio real de la teología de la liberación, bendecida en el Congreso Eucarístico de Medellín, bajo Pablo VI, y de la que había abjurado Juan Pablo II en el siguiente congreso de Puebla. La jerarquía de la iglesia, encabezada por el arzobispo Miguel Obando y Bravo, había aceptado después del triunfo revolucionario de 1979 que Gustavo Gutiérrez, el teólogo peruano, escribiera una pastoral en la que los obispos respaldaban el socialismo; pero ahora había retrocedido, y lo que existía era una confrontación abierta entre el gobierno sandinista y la iglesia.

El papa iba a Nicaragua sin duda a respaldar a sus obispos y a desautorizar a la llamada iglesia de los pobres, informado acerca de ella seguramente con exageración. La verdad es que la teología de la liberación nunca prosperó más allá de pequeños núcleos de sacerdotes y católicos, mientras el grueso de la feligresía no participaba de ningún experimento que desafiara a los obispos, y menos, que se le hubiera ocurrido a nadie provocar un cisma, organizando una iglesia paralela.

Por eso quería ir a toda costa. No me cabe duda que su mano estuvo en cada uno de los detalles de las negociaciones para su visita, que fueron difíciles porque de cada uno de los dos lados había suficiente suspicacia, e intereses encontrados, pero el viaje interesaba igualmente a ambas partes. Para el gobierno sandinista la exclusión de Nicaragua del itinerario papal era un paso hacia el aislamiento internacional, y si Juan Pablo II hacía desde Nicaragua un llamado vehemente a la paz, significaría una condena tácita a la política de Reagan de armar y financiar a la contra.

El papa cedió a todas las demandas oficiales, aun la de celebrar la misma campal en una tribuna dominada por las imágenes de los fundadores del Frente Sandinista, entre ellos Tomás Borge, y que la dirección nacional del partido, uniformada toda de verde olivo, ocupara los lugares prominentes de esa misma tribuna, una grada arriba de los sacerdotes oficiantes. Lo único que no aceptó es que Daniel Ortega lo acompañara dentro del papamóvil en el recorrido desde el aeropuerto.

Tampoco quería encontrarse con los sacerdotes que ocupaban cargos en el gobierno, y ya el canciller Miguel D'Escoto había sido enviado convenientemente lejos, a Nueva Delhi, mientras, para evitar que se hallara con el padre Ernesto Cardenal, se había suprimido el saludo a los ministros del gabinete.

No sé por qué suerte del destino, al concluir la revista militar se encaminó hacia el sitio donde se hallaban enfilados los ministros, o fue su deliberación, y entonces se produjo aquel regaño que dio la vuelta al mundo: él agitando el dedo admonitorio en la foto, y Cardenal de rodillas.

Pero aquella escena no fue más que el aviso del desastre. No sé cómo puede haber quienes, como Daniel Ortega, siendo protagonistas de aquel momento, quieren hoy corregir de manera tan burda la historia, poniendo aquella visita como una muestra de concordia y entendimiento. No hubo ni concordia ni entendimiento. Y los desgraciados acontecimientos ocurridos durante la misa campal, cuando el papa pidió silencio con voz cortante frente a los gritos de ¡queremos la paz! que surgían de entre los sandinistas presentes en la plaza, mientras un contingente de madres reclamaba una oración por sus hijos caídos, revirtieron de manera fatal en contra de la revolución, en Nicaragua y en el mundo. Todo fue visto como una trifulca provocada adrede y resultó en una batalla perdida en las pantallas de televisión.

El papa nunca olvidó. Años después, cuando regresó durante el gobierno de doña Violeta Chamorro, recordó en su homilía, en una segunda misa campal, "la noche oscura" que reinaba durante su primera visita, frase que se convertiría a partir de entonces en un eslogan electoral en contra de Daniel Ortega, en las campañas de las sucesivas elecciones que ha seguido perdiendo.

Más que la figura yacente de Juan Pablo II en el catafalco al pie del baldaquín de Bernini, la mitra en su cabeza y el cayado bajo el brazo, fue otra imagen, de las últimas suyas, la que me trajo el recuerdo de la mañana soleada de hace más de 20 años en Managua. Un contraste dramático frente a aquélla del papa animoso e impaciente, sobrado de energías, dispuesto a dar lecciones tajantes. Es cuando, tras ser acercado en silla de ruedas a la ventana de sus aposentos frente a la plaza de San Pedro, trata inútilmente de articular la voz en un gesto desesperado para dar la bendición, y al fracasar en el intento es retirado otra vez de la ventana, y alguien cierra entonces la cortina.

El corredor de fondo se esfumaba en la distancia para siempre.

Los Angeles, abril 2005.

 
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