Usted está aquí: jueves 24 de febrero de 2005 Opinión Suprema Corte: regalo de impunidad

Editorial

Suprema Corte: regalo de impunidad

El fallo emitido ayer por la primera sala de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN), en el que se resta autoridad y vigencia a la Convención sobre la Imprescriptibilidad de los Crímenes de Guerra y de los Crímenes de Lesa Humanidad ­adoptada por la Asamblea General de la ONU el 26 de noviembre de 1968, suscrita por México un año después y ratificada por el Senado de la República el 10 de diciembre de 2001­, constituye un severo golpe a la larga y ardua lucha por el esclarecimiento y el castigo a los crímenes perpetrados desde el poder público entre 1968 y 1982. Por lo que hace a la decena de acusados del delito de genocidio por la Fiscalía Especial para Movimientos Sociales y Políticos del Pasado (Femospp), cuya lista encabeza el ex presidente Luis Echeverría Alvarez, la decisión del máximo tribunal del país significa, en los hechos, un pasaporte a la impunidad; y en cuanto a la propia Femospp, el fallo pone en evidencia la ineficacia burocrática y la indolencia de esa instancia, la cual no ha logrado más que unas cuantas consignaciones, y cuyo trabajo de procuración de justicia para los excesos represivos gubernamentales en el periodo citado queda reducido a una más de las promesas incumplidas del foxismo.

Más allá de los vericuetos legales que fundamentaron los votos de cuatro de cinco de los ministros de la primera sala para desechar la aplicación de la convención sobre la imprescriptibilidad contra Echeverría y el resto de los coacusados, e independientemente de las diligencias legales que aún se realicen en torno al caso, la resolución constituye un mensaje ético y político claro e inequívoco para el país y para el mundo: no existe, en las instituciones mexicanas, la voluntad para establecer la verdad en torno a los asesinatos, las desapariciones forzadas, las torturas y demás atrocidades perpetradas por los regímenes de Gustavo Díaz Ordaz, el propio Echeverría y José López Portillo, ni la determinación para sancionar tales crímenes.

Se establece, de esa manera, un grave obstáculo para la continuación de una transición democrática que sólo ha culminado en el imaginario del grupo en el poder y que, por el contrario, enfrenta aún numerosas y difíciles tareas pendientes. Si la primera de ellas, la más obvia, es establecer la necesaria rendición de cuentas a la nación por los gobernantes del pasado reciente, y si el fallo de la SCJN dificulta en grado extremo la concreción de esa premisa, cabe preguntarse en qué forma los gobernantes actuales y futuros podrán sentirse plenamente responsables de sus acciones.

Desde otra perspectiva, la resolución de ayer permitirá al actual Ejecutivo federal lavarse las manos, como ha hecho desde sus inicios en cada ocasión en que ha fallado o que ha sido descubierto en maquinaciones indebidas, depositando en terceros la responsabilidad del fracaso. Así lo hizo cuando envió al Congreso de la Unión, sin un trabajo político previo e indispensable, la iniciativa de reformas legales en materia de derechos y cultura indígenas, y así lo hace ahora que ha echado a andar ­por mano de la Procuraduría General de la República­ un proceso de desafuero a todas luces injusto, faccioso y disparatado contra el jefe del Gobierno capitalino, Andrés Manuel López Obrador. En esos casos, el gobierno federal no ha tenido empacho en afirmar que son asuntos decididos por el Legislativo; ahora, ante el fracaso de su fiscalía especial a cargo de Ignacio Carrillo Prieto, puede decir que fue el Judicial el que extendió un certificado de impunidad contra los acusados de genocidio.

Esto, en rigor, es cierto sólo de manera parcial, habida cuenta de que la PGR presentó causas mal estructuradas y, en el colmo de la ineptitud, ofreció, como pruebas de que la prescripción no tenía lugar, copias fotostáticas no certificadas de las indagaciones realizadas por esa dependencia en 1971 y 1982 en torno a la masacre del 10 de junio de 1971, documentos que fueron desechados por el juez César Flores, quien en primera instancia se negó a juzgar a los genocidas de hace 30 años con el argumento de que los delitos ya habían prescrito.

En suma, el fallo de la SCJN, que ratifica los actos del juez Flores, permitirá que individuos acusados de delitos de lesa humanidad sigan paseándose tranquila e impunemente por las calles mientras sus víctimas vivas y muertas siguen a la espera de que se haga justicia. La persistencia de tal situación es un agravio de primer orden para el estado de derecho, para la ética y para la posteridad. Es imperativo que el máximo tribunal del país corrija con prontitud, en los pasos siguientes del proceso, un fallo de consecuencias tan nefastas y vergonzosas.

 
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