Usted está aquí: miércoles 16 de febrero de 2005 Opinión Linchamientos y ciudadanía democrática

Carlos Martínez García

Linchamientos y ciudadanía democrática

Preocupante, muy preocupante, es la cifra de 23 intentos de linchamiento en la capital de la República en poco más de dos meses. El número de acciones de pretendida justicia por propia mano han tenido lugar después del bárbaro linchamiento en San Juan Ixtayopan, Tláhuac, de tres elementos -dos de ellos salvajemente asesinados- de la Policía Federal Preventiva el 23 de noviembre del año pasado. El asunto es grave y una sociedad que aspira a enraizar la democracia en todos sus espacios tiene que reflexionar sobre el tema y dar pasos firmes para que cese la (in)justicia de las turbas iracundas.

El balance numérico fue dado a conocer por Bernardo Bátiz, titular de la Procuraduría General de Justicia del Distrito Federal. El funcionario reconoció, según nota de la reportera Mirna Servín Vega, "que los intentos de linchamiento que se han dado en la ciudad son un signo del deseo de la ciudadanía de que se haga justicia y es en lo que trabajan las autoridades capitalinas paulatinamente" (La Jornada, 14-02). Al respecto, es claro que el vacío dejado por sucesivos gobiernos es un factor que ha contribuido a que los ciudadanos desconfíen de las fuerzas policiales. El altísimo índice de impunidad actúa como incitador para que los delincuentes sigan perpetrando mayor número de ilícitos. La arraigada percepción ciudadana de que las autoridades de todo tipo, federales y locales, favorecen a la delincuencia, sea por incapacidad para enfrentarla o en contubernio con ella, tiene explicación en la extensa cadena de experiencias tortuosas por las que el agraviado(a) tiene que transitar para por lo menos ser atendido cuando denuncia el delito. Pero la justicia denegada no explica a cabalidad la serie de rupturas que se dan para que tenga lugar el ominoso linchamiento.

Una acción en la que un grupo decide hacer sufrir, castigar inmisericordemente, a quienes considera que le ha infligido gran mal, tiene que ser vista, también, a la luz de los elementos vivenciales que, acumulados, van forjando la conciencia de las personas que con regocijo se suman a la inicial invitación de los/las que encabezan la embestida seudojusticiera. De la misma manera que el cúmulo vivencial de los que rehúsan participar nos lleva a entender su rechazo. Ambos grupos, el que festeja la golpiza y el que se niega a desempeñar la función de verdugo, pudieron haber vivido, ya sea directa o indirectamente, un sinfín de actos de justicia denegada por las autoridades respectivas y/o agravios delincuenciales que se perdieron en las marañas burocráticas de todo tipo, pero su respuesta es distinta a la hora de ejecutar sumariamente al real o supuesto ofensor. La historia personal importa y la responsabilidad de cada uno también.

El inacabado proceso de democratización política es comentado por múltiples voces y desde variadas trincheras. La mayor transparencia electoral ganada en los años reciente pudiera sufrir retrocesos, y el cambio de partidos en el poder no asegura una mejor gestión gubernamental ni mecanismos democráticos en su ejercicio. Pero hay un hecho al que poco se apunta, pero que está presente cotidianamente en la vida de la nación. Es la frágil conciencia ciudadana para sujetarse a los límites de la legalidad. Para la inmensa mayoría, acciones que vulneran la convivencia y el derecho de los otro(a)s, son tomadas como normales y hasta recomendables para ponerlas en práctica todos los días. Las pequeñas transgresiones de millones de ciudadanos van dejando en éstos la idea y la práctica de que es posible escalar en la dimensión de lo transgredible. Pasarse un alto, ocupar un lugar designado para discapacitados en el estacionamiento cuando no se tiene derecho a ello, realizar la vuelta a la mexicana en las calles y avenidas que tienen la llamada vuelta inglesa, dejar encendido el celular y usarlo en lugares donde hay señalizaciones de que debe permanecer apagado el aparato, los miles de conductores de microbuses que son un catálogo de infracciones de tránsito a los que nadie ha podido -porque no ha querido- controlar, ingresar por la salida y salir por la entrada, la respuesta bronca a quien se atreve a pedirle compostura al transgresor, las calles como basureros porque a cualquiera se le hace fácil tirar el envase de agua o la bolsa de papitas. ¿Le seguimos?

Todas las acciones anteriores, y muchas más que el lector puede agregar, que el ciudadano común perpetra son reflejo de una personalidad antidemocrática. Quien piense que no hay relación entre esas pequeñas trangresiones y las de mayor tamaño está en craso error. Creer que son nimiedades ante problemas de mayor gravedad es no comprender que la construcción de ciudadanía democrática abarca toda la red de relaciones que entablan las personas con su entorno. Es tiempo de que pongamos la debida atención en la pedagogía de la legalidad entre ciudadanos. Posponer esta tarea implica favorecer a los menos escrupulosos, a quienes tienen la decisión y la fuerza para efectuar el ataque a la norma, y dejar en el desamparo a los atacados. Los linchamientos no surgen por generación espontánea, acontecen después de mucho tiempo de que los ciudadanos aprendieron a traspasar una y otra vez los límites sin consecuencias negativas para ellos.

 
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