Usted está aquí: viernes 11 de febrero de 2005 Opinión A paso militar

Javier Wimer

A paso militar

El número y la osadía de las acciones criminales perpetradas por el narcotráfico muestran la debilidad y la descomposición de nuestros sistemas de seguridad. Los asaltos a mano armada, los secuestros y asesinatos colectivos, las fugas de los penales no solamente prueban que el Estado ha perdido su famoso monopolio de la violencia, sino que, en libre concurso de aptitudes, ha cedido terreno a la competencia.

La crisis que se abrió con motivo del linchamiento de Milpa Alta es apenas el antecedente de otra mayor donde el crimen organizado ocupa el centro de la escena. Frente a su desafío, el Presidente de la República adoptó tres decisiones: confirmar como secretario de Seguridad Pública al principal responsable del desbarajuste, nombrar subsecretario de la misma dependencia a uno de los políticos más desacreditados del antiguo régimen y confiar al Ejército la custodia de los penales de alta seguridad. Las tres decisiones son infortunadas porque ninguna se propone solucionar el problema de fondo, sino impresionar al gran público.

El secretario Huerta ha probado su inexperiencia en la tarea que se le ha encomendado, pero compensa este inconveniente con la entrañable confianza que le dispensa el jefe del Ejecutivo federal. También con el dominio de un gesto agrio e incluso amenazante.

Muchos acusan al subsecretario Yunes de ser experto en artificios electorales, pero ninguno, que yo sepa, de haberse especializado en materia penal o penitenciaria. No importa, pues si de asustar se trata, basta que tenga todos los merecimientos viriles que requiere un buen fiscal y que sintetiza ese fino estilista que es el diputado Barrio diciendo que es hombre que no se arruga.

La idea de incorporar el Ejército a quehaceres de seguridad no es ni original ni novedosa. De hecho nos llevó varios decenios -desde Carranza hasta Alemán- separar las dos esferas de poder y no conviene volverlas a mezclar, no conviene imponer a la sociedad un doble régimen de autoridad ni someter a la institución armada a las tentaciones del poder y del dinero.

Decía López Velarde que "la patria es impecable y diamantina", pero no que lo sean todos y cada uno de sus hijos. Del mismo modo se puede afirmar que el ejército es incorruptible, pero no que lo sean todos y cada uno de sus oficiales y de sus soldados. Es legítimo acudir a la institución armada en una emergencia, pero no es legal ni sensato atribuirle funciones que son propias de los cuerpos policiacos.

El pragmatismo irreflexivo del gobierno parece dirigido a convencernos de que el país está involucrado en una guerra convencional. La idea es absurda pero funciona como mecanismo para exacerbar el miedo de la gente, para cohesionar a la horda frente al enemigo y para gobernar por encima de la ley.

Estamos lejos todavía de un régimen de corte militar; sin embargo, debemos tener presente que este tipo de sistemas no se instauran solamente por la fuerza sino también, de poquito en poquito, dándole nuevos encargos al ejército o colocando a oficiales de alto rango en posiciones claves de la administración.

Las operaciones militares de los últimos días constituyen una especie de sicodrama para engañarnos sobre la naturaleza del conflicto y para reforzar la ilusión que la violencia del hampa sólo puede enfrentarse con la violencia oficial. Muchos de los que celebran este costoso espectáculo exigen la vigencia del estado de derecho y, al mismo tiempo, lo niegan cuando claman por una política de mano dura que quiere decir, en confianza, supresión de las garantías constitucionales, cambios legislativos para extender el ámbito de la pena de muerte y ancha tolerancia para las ejecuciones extrajudiciales, como en los buenos tiempos de Arturo Durazo.

Es necesario, por supuesto, que las autoridades actúen con rigor extremo y en el marco de una estrategia definida y coherente. Pero ceder a la tentación de asignar al Ejército un papel ajeno a sus funciones no resuelve ningún problema, pone en riesgo la integridad de la institución castrense y enturbia el rumbo de nuestra vida política.

 
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