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México D.F. Jueves 11 de noviembre de 2004

Memoria de mis discos tristes

Pablo Espinosa

En la nueva obra del Nobel Gabriel García Márquez, Memoria de mis putas tristes, palpitan claves musicales exquisitas. Para la hermandad secreta de la melomanía, cuyos secretos son a voces, esta noveleta espléndida ofrece de la flor en su florear una música constante, un fluido sonoro que no cesa. Un manantial de maravillas.

En ese su sonar florido despliega secretos de gran conocedor del amplio y vasto territorio de la música de concierto, alumbra rincones de la musicología, dicta cátedra en el fino arte de escuchar música.

Entre los altos valores estéticos de esta obra maestra, que incluyen por supuesto una prosa que es una proeza prodigiosa, fulgura el encanto del arte total. Es un libro que pone en acción todos los sentidos del lector. Por el poderío de su poder evocativo y por las finas claves musicales que maneja, este relato magistral convierte al lector en escucha.

Abrir el libro es como encender un aparato de sonido, el más completo y poderoso que ninguna tecnología ha podido inventar todavía.

Sucede entonces el despertar de las Músicas dormidas, como ese cuadro de Rufino Tamayo que lleva gloriosamente tal nombre, y que originó a su vez una partitura de Mario Lavista, quien comparte también el placer de observar un cuadro y escuchar su música. Un cuadro de Paul Klee, uno de Kandinski o bien un dibujo de Da Vinci que describe una batalla y frente a ese cuadro el espectador ve y escucha el entrechocar de las armaduras, el sonido sordo de los cascos de los caballos sobre la arena de la playa cuando Homero -ahora hemos encendido el aparato de sonido titulado La Ilíada- nos narra una batalla y escuchamos el zumbido de las saetas que oscurecen el cielo, la música dormida que así despierta.

El placer de ver hervir el santo grial que circula a través de ese gran sistema de vasos comunicantes que conforma la hermandad de las artes es uno de los privilegios que hace felices a legiones de melómanos.

Piedras preciosas por engarzar

Conectar el arte del cine con su hermana, la música, por ejemplo, va desde la elevada exquisitez de descubrir una partitura de Arvo Part en filmes insospechados, hasta los grandes lugares comunes que han derivado en la industria del soundtrack o bien en extremos tales como el cambio de nomenclaturas de las obras: el Concierto 21 de Mozart ahora se llama Concierto Elvira Madigan, el poema sinfónico Así habló Zaratustra ahora se llama Odisea del espacio, y así por el estilo.

Conectar el arte de la escritura literaria con su hermana, la música, es un acto supremo de placer. Varias generaciones de melómanos debemos a Julio Cortázar el descubrimiento de muchos músicos y mucha música antes dormida, por igual que a don Alejo Carpentier, An-thony Burgess, Thomas Mann y muchos otros escritores gracias a quienes hemos escuchado primero en sus libros los discos que corremos a buscar a las tiendas porque en las páginas de Rayuela, Concierto Barroco, Doctor Fausto y otros clásicos descubrimos esos discos como referencias ineludibles, irresistibles. Joyas halladas dentro de las muchas botellas que lanzaron al mar esos autores.

De los libros de Gabriel García Márquez siempre hemos recibido, además del placer supremo que otorga su grandeza literaria, amplias lecciones de música.

Han sido harto festejadas sus referencias/reverencias al bolero, al son, a John Lennon, al vallenato. Pero sus lecciones de música de concierto son piedras preciosas todavía por engarzar.

Ahora que el protagonista de su más reciente obra es un cronista de conciertos, laGARCIA_MARQUEZ_GM02_ok_ok oportunidad se pinta igual que la cantante: calva.

Cuando uno, en éxtasis contemplativo mira, vive, escucha, lee Memoria de mis putas tristes, reproduce ese acto supremo de poner un disco en el tornamesa y después otro y otro más y completar sesiones deliciosas como las que acostumbran vivir La Maga, Horacio y sus amigos.

A los melómanos de la ciudad de México les ocurren situaciones afortunadas como el coincidir con Gabriel García Márquez en, di-rían los Clásicos, conocida tienda de discos del sur de la ciudad. Ver/escuchar esos discos después en sus libros es el colmo de la fortuna.

En la página 54 de Memorias de mis putas tristes: ''Al mediodía desconecté el teléfono para refugiarme en la música con un programa exquisito: la rapsodia para clarinete y orquesta de Wagner, la de saxofón de Debussy y el quinteto para cuerdas de Bruckner, que es un remanso edénico en el cataclismo de su obra".

Esa mera mención aviva el entusiasmo de la melomanía. Pocos pueden preciarse de conocer tales partituras y todavía son menos quienes ostenten en su discoteca una copia de alguna de esas grabaciones discográficas. Las huestes mahlerianas, conocedoras del árbol genealógico del autor de La canción de la Tierra, y que incluye las sinfonías demoledoras de su maestro Bruckner y los efluvios iniciáticos wagneritas, resultan altamente estimuladas mientras otros melómanos simplemente corren a buscar el disco en cuestión.

Pero no se trata de meras ostentaciones musicológicas. Como la música es el arte de compartir, el maestro García Márquez hace sonar conciertos exquisitos como uno más de los elementos orgánicos que conforman el corpus de su relato.

Suena la música de concierto en su nuevo libro de maneras prodigiosas como ésta: ''Tratando de no despertarla me senté desnudo en la cama con la vista ya acostumbrada a los engaños de la luz roja, y la revisé palmo a palmo. Deslicé la yema del índice a lo largo de su cerviz empapada y toda ella se estremeció por dentro como un acorde de arpa".

La felicidad de cantar

Nos comparte García Márquez en su nueva novela: ''Cantábamos duetos de amor de Puccini, boleros de Agustín Lara, tangos de Carlos Gardel, y comprobábamos una vez más que quienes no cantan no pueden imaginar siquiera lo que es la felicidad de cantar".

Quien lee/vive Memorias de mis putas tristes no sólo escucha. Canta.

Celebra García Márquez: ''La sangre circulaba por sus venas con la fluidez de una canción que se ramificaba hasta los ámbitos más recónditos de su cuerpo y volvía al corazón purificada por el amor".

Convida: ''Reorganicé la biblioteca, en el orden en que había leído los libros. Por último rematé la pianola como reliquia histórica con sus más de cien rollos de clásicos, y compré un tocadiscos usado pero mejor que el mío, con parlantes de alta fidelidad que engrandecieron el ámbito de la casa".

Aconseja: ''Me eché en la hamaca, tratando de serenarme con la lírica ascética de Satie".

Coincide: ''A las cuatro traté de apaciguarme con las seis suites para chelo solo de Juan Sebastián Bach, en la versión definitiva de don Pablo Casals. Las tengo como lo más sabio de toda la música (...) me adormecí con la segunda, que me parece un poco remolona, y en el sueño envolví la quejumbre del chelo con la de un buque triste que se fue".

Entreteje: ''(...) Toña la Negra cantaba en el radio una canción de malos amores. Rosa Cabarcas tomó aire: El bolero es la vida. Yo estaba de acuerdo, pero hasta hoy no me atreví a escribirlo".

Maravilla: ''A medida que la besaba aumentaba el calor de su cuerpo y exhalaba una fragancia montuna. Ella me respondió con vibraciones nuevas en cada pulgada de su piel, y en cada una encontré un calor distinto, un sabor propio, un gemido nuevo, y toda ella resonó por dentro como un arpegio y sus pezones se abrieron en flor sin tocarlos".

La música del amor

En el libro al que Gabriel García Márquez rinde homenaje con su nuevo libro y que se titula La casa de las bellas durmientes, del también Premio Nobel de Literatura Yasunari Kawabata, con prólogo de Yukio Mishima, leemos: ''...el anciano creyó sentir música en el cuerpo de la muchacha. Era la música del amor".

Y más adelante: ''(...) el don de una mujer para comunicar fuerza a toda la vida de un hombre, seguía vivo en él, a pesar de sus sesenta y siete años".

Y más adelante: ''(...) buscó con el pie los dedos del de la muchacha. Era lo único de ella que aún no había tocado. Los notó largos y flexibles. Al igual que los dedos de la mano, todas las articulaciones se doblaban y desdoblaban con facilidad, y este pequeño detalle reveló a Eguchi el atractivo del misterio que había en la muchacha. Esta, mientras dormía, pronunciaba palabras de amor con los dedos de los pies. Pero el anciano creyó oír en ellas una música infantil y confusa, aunque voluptuosa al mismo tiempo, y durante un rato se quedó escuchando".

Y más adelante: ''El bramido de las olas contra el acantilado se suavizaba al aproximarse. Su eco parecía llegar del océano como música que sonara en el cuerpo de la muchacha, y los latidos de su pecho y el pulso de la muchacha le servían de acompañamiento. Al ritmo de la música, una mariposa pura y blanca danzó frente a sus párpados cerrados".

Y así transcurre la novela del maestro Yasunari Kawabata, La casa de las bellas durmientes, ese gran haikú expandido que resuena como una mansa sinfonía, que florece en su florear, un etéreo ramillete, un árbol de cerezo en flor.

Hoy lo que suena en el mundo que habla español, mientras se realizan traducciones, es la hermosa sinfonía del maestro Gabriel García Márquez y que se titula Memoria de mis putas tristes.

Encienda usted el libro. Y escuche.

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