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México D.F. Domingo 8 de agosto de 2004

Angeles González Gamio

Valioso patrimonio

México es poseedor de un rico legado cultural que lo distingue del resto de los países, en el que la comida ocupa un lugar preponderante. La variedad de sus ingredientes, la riqueza de las técnicas culinarias, su originalidad y estrecha relación con el ritual y la tradición, le imprimen un valor único, que ha llevado a que se solicite a la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO), encargada de proteger los tesoros culturales del mundo, tangibles e intangibles, una declaratoria para que la cocina mexicana sea considerada Patrimonio Cultural de la Humanidad.

La idea surgió durante el Congreso Latinoamericano de Gastronomía y Turismo, que se realizó en Puebla hace dos años. La dinámica Gloria López Morales, coordinadora de Patrimonio Cultural y Turismo del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, organizadora del encuentro, ha promovido la idea, que el próximo 30 de septiembre se pondrá a consideración de la UNESCO, avalada en un completo expediente que ha preparado la querida Cristina Barrios, colega de estas páginas y experta en el tema.

La importancia de la comida y sus rituales como elemento de identidad, data de la época prehispánica y se ha conservado con gran vigor hasta nuestros días. Es de llamar la atención cómo continúa vigente la preparación de alimentos específicos para ciertas fiestas y ceremonias. Las fiestas patronales de todo el país, siempre van acompañadas de un comelitón que a los mayordomos y padrinos suele costarles el ahorro de meses, y a veces años de trabajo, erogación que hacen gustosos por el reconocimiento que brinda dentro de la comunidad, y que crea fuertes lazos de solidaridad social.

Lo mismo sucede en bautizos, bodas, velorios y quince años, donde además de las viandas que se degustan en la fiesta, se suele obsequiar a los invitados un itacate, que van a saborear en sus casas. No es posible imaginar las celebraciones navideñas, de Reyes Magos, días de Muertos, Semana Santa, la Candelaria y demás festejos y conmemoraciones, sin su acompañante culinario. Resulta increíble constatar que ese apego del mexicano por esos festejos, ligados fuertemente a la gastronomía, tiene evidentes raíces prehispánicas, como lo comprobamos leyendo a los antiguos cronistas, fundamentalmente al extraordinario Fray Bernardino de Sahagún, quien recogió valiosos testimonios de informantes indígenas del más alto nivel: nobles, antiguos sacerdotes, líderes de comunidades y los ancianos más respetados, lo que nos permite conocer con fidelidad cómo celebraban sus fiestas.

Sobre los bautizos, Sahagún cuenta que a los invitados, que se sentaban según su jerarquía, se les ofrecía un tubo que contenía tabaco aromatizado con especias y flores de dulce aroma, para adornarse la cabeza, las manos y el cuello. La comida llegaba poco después en canastas con tortillas y platos hondos, con sopa preparada con pescado, carnes y chiles, seguramente parecida al actual mole de olla; también había mulli, que son los moles, frijoles y maíz tostado. Al final de la comida llegaba el chocolate para los hombres, servido en jícaras con un palito para removerlo; a las mujeres se les daban atoles. Los ancianos bebían pulque, ya que eran los únicos que lo podían beber libremente. El resto de la población únicamente en ocasiones especiales, e inclusive había una fiesta en que también se les daba a los niños, en cantidades moderadas.

Había la costumbre de que si algún invitado no quedaba conforme con la hospitalidad, abandonaba la casa quejándose. El anfitrión, al enterarse, tenía que invitarlo al día siguiente, volver a alimentarlo y conseguir su desagravio.

Los manjares mencionados y muchos más, enriquecidos con los ingredientes que trajo el contacto con otros mundos, fundamentalmente Europa y Asia, aún se pueden degustar en la gran mayoría de las casas y algunos restaurantes y fondas que no han caído en la tentación de la comida de fusión. Uno de ellos es el Cardenal, tanto en su sede de la calle de Palma 23, como en la del hotel Sheraton Alameda; una buena manera de comenzar el día es desayunando ahí. A ver si resisten la tentación: al llegar ofrecen una taza de espumoso chocolate recién batido con molinillo. De inmediato llega una charola con bizcochos calientitos, acabados de salir del horno, y un plato de natas frescas. Mientras los saborean -se vale sopear-, estudien la carta, que plantea un verdadero dilema, por la cantidad de platillos que se antojan. Nos tenemos que limitar a dos: la tortilla de flor de maguey y unos huevos ahogados en frijoles de la olla, acompañados de tortillas recién hechas y un jugo de tuna. Que almuercen aquí los jueces de la UNESCO y seguro declaran Patrimonio de la Humanidad nuestra incomparable cocina mexicana.

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