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Obituario   - NUEVO -

E S P E C T A C U L O S
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México D.F. Domingo 1 de agosto de 2004

Carlos Bonfil

Ararat

A partir de una foto familiar tomada en 1912, imagen de una madre y su hijo, inspirada en una antigua representación religiosa, el artista armenio Arshile Gorky pinta un cuadro en su exilio en Nueva York muchos años después. El óleo representa un duelo personal por la pérdida de su madre, por la pérdida también de un millón de compatriotas exterminados en 1915 en sus asentamientos al oriente de Turquía. Hasta la fecha el gobierno turco no ha reconocido la existencia de ese genocidio. Ararat, de Atom Egoyan, realizador egipcio de origen armenio, radicado en Canadá, es una compleja red narrativa que habla de este hecho histórico y de sus efectos sobre la vida emocional de varios personajes.

La trama se concentra en la experiencia de un joven de 20 años, Raffi (David Alpey), hijo de Ani, una historiadora de arte (Arsinee Khanjian), quien decide partir de Toronto a Turquía para indagar, con cámara en mano, lo que sucedió realmente en aquellos años de terror. Su madre padece en tanto el asedio de su hijastra quien la acusa de haber propiciado la muerte de su padre, y para complicar el asunto, esta joven vive una relación amorosa con Raffi, su hermanastro. Paralelamente, un director de cine de origen armenio, Edward Saroyan (Charles Aznavour), inicia la filmación de Ararat, con base en las investigaciones de Ani y el relato de un médico, Clarence Ussher, testigo de las masacres.

Lo interesante en esta nueva realización del autor de Exótica y Dulce porvenir es su aguda reflexión moral sobre la responsabilidad histórica y el poder perturbador del olvido. "No hay memoria real de lo sucedido -exclama un personaje-, nada prueba que hubo ahí un genocidio". En esta peligrosa negación de la historia, los hechos se vuelven ficción, y pronto invención pura; el proceso de escamoteo permite que se puedan repetir hechos parecidos, nuevas matanzas -en Bosnia, por ejemplo. "En un mundo lleno de mentiras, Ƒquién dice la verdad?". La cinta de Egoyan escenifica la filmación de otra cinta, la de Saroyan, y los lenguajes de ambas cintas se entrecruzan continuamente: recreación histórica deliberadamente artificiosa en la segunda; acuciosa reflexión moral en la primera, con personajes que transitan de una historia a otra, algunos en calidad de actores (Elias Koteas, como villano turco), otros como espectadores del drama vivido por sus antepasados. Cuando Raffi regresa a Toronto y es detenido en la aduana por sospecharse que sus latas de cine contienen cocaína, su largo diálogo con el agente aduanal (Christopher Plummer) a punto de jubilarse, hay aquí material suficiente para toda otra cinta, con su reflexión sobre la culpa, la mentira y las mil posibilidades de redención para una generación nueva.

Detrás de su trama laberíntica, Ararat multiplica sus propuestas e interrogantes morales. Nunca sabrá el joven Raffi si su padre, muerto 15 años atrás al atentar contra un diplomático turco, fue un héroe o un simple terrorista, o si la muerte que se achaca a su madre fue revancha deliberada o un mero accidente. El director cultiva la ambigüedad y ofrece un mosaico narrativo complejo, jamás confuso, que dirige primordialmente a un espectador atento a la reflexión moral y al desentrañamiento de la historia. Sólo así es posible entender el desasosiego del realizador Saroyan (alter ego del propio Egoyan) cuando al hablar de los victimarios turcos medita: "No es la gente que perdimos, ni la tierra, lo que nos inquieta, sino el sabernos tan odiados. ƑCómo pueden negar su odio sólo para poder odiarnos todavía más?"

Se puede objetar que la ambición del realizador de Partes habladas, deseoso de elaborar todo un fresco histórico, con una gran variedad de personajes y tramas paralelas, llegue a mermar la claridad del relato o el interés general por el hecho histórico. Egoyan suele ser más contenido, menos grandilocuente, y más sobrio en la reflexión moral, sustrato de todo su cine. Ararat conserva sin embargo, por encima de sus limitaciones formales, una cualidad primordial: su vigorosa negativa a permitir que a aberraciones históricas como el genocidio las justifique un olvido colectivo.

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