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México D.F. Domingo 7 de marzo de 2004

LA MUESTRA

Carlos Bonfil

¡Adiós Lenin!

Crónica agridulce de los años del cambio en Alemania

¿COMO RECONSTRUIR UN país entero en un departamento de 70 metros cuadrados? Luego de la caída del muro de Berlín, el hijo de una mujer muy enferma, comunista convencida, víctima de un coma durante las semanas del gran cambio social, intenta ocultarle la nueva realidad de la reunificación política, el regreso al capitalismo, a fin de evitarle una recaída seguramente mortal. A partir de esta sencilla premisa, el realizador alemán Wolfgang Becker (La vida es una obra en construcción, 1997) elabora en ¡Adiós, Lenin! (Good bye Lenin!, 2003) una divertida farsa social sobre el despertar de las dos Alemanias al derrumbe del socialismo real.

FILMADA 13 AÑOS después del suceso histórico, aunque ambientada entre los años 1970 y 1990, la cinta tiene una perspectiva histórica suficiente para dar cuenta, siempre en tono de comedia, de la desazón y creciente desconfianza mutua que siguió al primer periodo romántico de la reunificación. Señala también el desarrollo, en una franja de la población, de una paradójica nostalgia por el hogar perdido, por los fetiches comunistas de la patria hoy apenas reconocible.

EL JOVEN ALEX (Daniel Brühl), crítico muy severo de la burocracia neoestalinista, se convierte en figura romántica de la protesta civil y en todo un modelo de lealtad filial. Es él quien narra la historia como una crónica sentimental que combina las ilusiones perdidas y los nuevos entusiasmos colectivos. El retrato del barrio, ese conjunto insípido de multifamiliares, la galería de personajes pintorescos, un fondo musical amable, y los procedimientos de acelerar la acción en algunos momentos clave, remiten a otra cinta emblemática reciente, la francesa Amélie, de Jean Pierre Jeunet. El rasgo de familiaridad entre ambas películas se acentúa con la partitura musical de Yann Tiersen, siempre notable.

SI AMELIE ERA la figura bienhechora que había de transformar las existencias grises del barrio de Montmartre, Alex es, en el Berlín del cambio, el artífice de una reconstrucción, no menos idílica, de la ilusión social que aún atesora su madre agonizante. Por ella reproduce en su habitación de enferma los ecos ficticios de una realidad desaparecida, y que él convoca mediante reconstrucciones escénicas en video, noticiarios adulterados, viejas latas de conserva ya inexistentes y laboriosamente recuperadas, vestuario opaco, triste, y melodías proletarias que entonan niños contratados. Como esas cartas falsas que alimentan la ilusión de una anciana en Unas dulces mentiras, de Julie Bertucelli, o como la contratación de alumnos indolentes para visitar a un enfermo terminal en Las invasiones bárbaras, de Denys Arcand.

UNA SECUENCIA CONCENTRA el dramatismo de la experiencia traumática que Alex intenta evitarle a su madre. Cuando un descuido de su hijo le permite salir a la calle, ella percibe un mundo en apariencia absurdo, con la invasión del consumismo occidental y el embate de la modernidad, y con una imagen surrealista, extraída de un filme de Angelopoulos (La mirada de Ulises): la parte superior de una estatua de Lenin surcando los cielos, pendiente de un helicóptero, con el brazo en alto, a modo de saludo o despedida.

DESPUES DE LA caída del Muro se han multiplicado, en el cine alemán, las evocaciones de lo que fue y dejó de ser la división de las Alemanias; el estado prisión, por un lado; y por el otro, la ciudad escaparate del consumo capitalista. El registro ha sido, a menudo, el de la crítica social, la constancia del desencanto o alguna fórmula melodramática para teleseries. La promesa (1995), de Margarethe Von Trotta, es una cinta clave, aunque no lo mejor de la directora. Pero en el plano de la comedia, sólo destaca, antes de la experiencia de Becker, Berlín está en Alemania, de Hannes Stöhr (2001), cinta inédita en México que narra las peripecias de un hombre que sale de la cárcel en 1990 y descubre un Berlín totalmente transformado.

¡ADIOS, LENIN! VA aún más lejos y recupera y juega con materiales de archivo para confundir maliciosamente ilusión y realidad, ficción y documento, en su crónica humorística y agridulce de los años del cambio.

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