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México D.F. Domingo 7 de marzo de 2004

Néstor de Buen

šAdiós a la cosa juzgada!

De momento pareció que había pasado inadvertida la reforma al Código de Procedimientos Civiles del Distrito Federal. Pero ya empiezan las protestas, más que justificadas, por la absurda, antijurídica, decisión de la Asamblea Legislativa del Distrito Federal, que ha destruido uno de los principios fundamentales del derecho: la definitividad de las resoluciones judiciales, mejor conocida como el principio de la cosa juzgada.

En la Gaceta del Distrito Federal 2004, del 27 de enero pasadito, se ha publicado la más hermosa de las aberraciones que podrían imaginarse en un código procesal.

Uno de los juristas que más admiro es Gustavo Radbruch, un profesor alemán, con historia dramática, de formación social, cuya contribución al estudio del derecho fue fundamental durante la primera mitad del siglo XX. El Fondo de Cultura Económica, en uno de sus maravillosos breviarios, publicó hace años, y hoy debe tener muchas ediciones, su Introducción a la filosofía del derecho. En ese trabajo Radbruch sostiene que el derecho debe realizar tres fines que le son esenciales: la justicia, el bien común y la seguridad jurídica.

Contra lo que muchos afirman, la justicia no es tarea de los jueces sino de los legisladores. Consiste en dictar normas que, siendo generales, dispongan de la misma manera, sin excepción alguna, sobre determinadas conductas. Para ello el legislador deberá cumplir con la forma de la norma: su generalidad. Y habrá que recordar cómo la Revolución francesa acabó -o intentó acabar- con los privilegios de los diferentes estratos de la sociedad. Los jueces, en cambio, no aplican la justicia sino la legalidad: deben dictar sus resoluciones conforme a derecho.

El contenido de las normas está determinado por la moral. Puede ser individual, colectiva o transpersonal. La primera caracteriza al liberalismo decimonónico, cuyo principal exponente sería el Código Civil francés de 1804, mejor conocido como Código Napoleón. La moral colectiva, que antepone el interés de la mayoría sobre el interés individual, expresa un sentimiento social. José Castán Tobeñas, el insigne profesor español, dijo alguna vez que nuestro Código Civil de 1928 era un código privado social. La concepción de la propiedad con sentido de responsabilidad, y no con una versión egoísta, que nuestro código adoptó, fundaba esa calificación.

La moral transpersonal es evidentemente peligrosa. Puede intentar justificar los valores raciales, las ideas dominantes en una sociedad conservadora: es el caso del nazismo y del fascismo, en general, sacrificando a cada uno de los hombres o a cada grupo en beneficio de la idea de una raza superior. Hoy regresamos a esas tesis con el canto a la libertad como instrumento de explotación.

Pero el derecho, además, persigue otro fin: el saber a qué atenerse, que se satisfaga la certeza, la seguridad jurídica. No es posible vivir en la incertidumbre. Eso justifica las instituciones de la prescripción y de la cosa juzgada. Quizá ello atente contra la justicia, porque rompe con la generalidad de las normas (que el propietario lo siga siendo y no le afecte la posesión de un tercero, o que las deudas sean eternas), pero en ese caso el legislador deberá medir el alcance de cada solución e inclinarse por la que cause menos daño.

Es factible que en la sentencia haya habido errores, mala fe del que juzga, engaños, dolos o lo que ustedes quieran. Pero la necesidad de certeza tiene que pasar por encima de todo.

No lo ha entendido así la señora Asamblea Legislativa del DF y ha reformado el código procesal civil dejando a un lado la cosa juzgada y generando la más arbitraria de las soluciones. Hoy, de acuerdo con la reforma, un juez de primera instancia puede declarar nula una sentencia si estima que existió dolo de una parte; si no se falló con base en pruebas que obren en el expediente; si aparecen después de la sentencia documentos no conocidos o que la parte afectada no pudo presentar por fuerza mayor; si el juzgador incurrió en errores al apreciar los hechos, como resultado de los documentos presentados en el juicio; si la resolución es producto del dolo del juez o cuando exista colusión "u otra maniobra fraudulenta de las partes litigantes..."

El drama, porque lo es, deriva en que en nuevo juicio, un juez de primera instancia queda facultado para anular una sentencia de un tribunal de amparo, lo que es otra de las barbaridades mayores de esta decisión intolerable.

No hay espacio aquí para entrar en mayores detalles. Pero ciertamente asistimos a la más arbitraria y antijurídica de las decisiones legislativas. Con toda razón, un grupo de diputados del PAN y del PRI, y una diputada independiente de la Asamblea Legislativa, están presentando una acción de inconstitucionalidad en contra de la reforma.

Lo que no puede disimularse es el aroma a "Paraje San Juan" de esta barbaridad. Claro está que la ley no podrá aplicarse retroactivamente. En mi concepto, tampoco sería necesario. En aquel juicio, el no haber llamado a los terceros interesados ha impedido anular lo absurdo de aquella resolución. Para los terceros, no hay cosa juzgada. Pero lo que es intolerable es acabar con ese principio.

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