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México D.F. Miércoles 18 de febrero de 2004

Arnoldo Kraus

Sorprenderse: una visión nostálgica

Tener la capacidad de sorprenderse es un acto inconsciente que suele ser más común en los niños y en los jóvenes que en los adultos. Sorprenderse es una cualidad más frecuente en los seres humanos que en los animales: hasta George Bush se asombró de que sus ejércitos no hayan encontrado armas de destrucción masiva en Irak. Sorprender, dice el Diccionario de la lengua española, es, "conmover, suspender o maravillar con algo imprevisto, raro o incomprensible". En estos tiempos, lo imprevisto es poco frecuente -salvo las malas noticias-, lo raro se ha convertido en común y lo incomprensible es parte de la vida diaria.

No quiero decir, por supuesto, que la definición sea errónea. Lo que quiero decir es que el hombre unidimensional o enajenado al que aludían los pensadores del siglo pasado es un hombremujer que se adapta cada vez más a una sociedad donde la sorpresa y la capacidad de sorprenderse casi han desaparecido. Lo grave no sólo es el cambio que supone esta pérdida en la arquitectura de las personas -es una especie de amputación de alguno de los fragmentos del alma-, sino sus consecuencias. Quienes no se sorprenden se incomodan menos, protestan menos, se irritan menos, a pesar de todo lo que ven y saben, y se acostumbran, poco a poco, a la mayoría de las dilapidaciones en la comunidad, sean contra otros seres humanos o contra la Tierra.

A las mermas anteriores agrego otras heridas que modifican la esencia del ser humano.

En las personas incapaces de sorprenderse, cualidades como el asombro, el enamoramiento o la sed de protesta se deterioran. Hace muchos años me permití "inventar" un término que encaja bien con el ser humano yermo de sorpresa. Hablaba de individuos que viajan por la vida envueltos en un esmog mental que cubre y congela buena parte de las actitudes de una persona normal. Ese esmog mental -Televisa, publicidad por doquier, tecnología avasalladora, ruido interminable- se concatena bien con el ser humano sinsorpresa.

Los seres humanos de antaño se sorprendían con mucho mayor facilidad que los actuales. La modernidad y sus ruidos han restado imaginación e inocencia a las personas. La modernidad es un movimiento antisorpresa. Es un estatus que ha aniquilado paulatinamente esa cualidad. Es una empresa que entre más crea aparatos, más aleja al ser humano de sus porciones íntimas y más lo distancia de la naturaleza y del resto de la sociedad.

Vivimos en un mundo donde la imposibilidad de sorprenderse crece sin coto y donde la televisión y otros nefandos apéndices ofrecen una vida "a la carta". La modernidad no ceja en su afán de crear aparejos: entre más cables y más tecnología, mejor. Entre más enchufada esté el alma, mejor. Entre menos espacio para la reflexión y la Palabra -con mayúscula-, mejor.

Los identificadores de llamadas, las pantallas de los teléfonos celulares y los correos electrónicos matan en el recipiente toda capacidad de pasmo. Los ultrasonidos fetales adelantan el sexo del bebé. Las famosas agendas palm sustituyeron lápiz y gomas, e incluso las vidas dependientes de ese aparatito ya tienen programadas -šoh sorpresa!- la hora y el lugar de las relaciones sexuales; las más modernas seleccionan a la pareja y otras hasta el tiempo del orgasmo.

Podría decirse que la modernidad y su parafernalia han restado humanidad al ser humano. El cúmulo de información -no de conocimiento ni mucho menos de sabiduría-, que muchas veces no sirve para nada, camina parejo con el deterioro en la mayoría de los renglones de la Tierra y de las personas. Ni la clonación ni las sondas espaciales son suficientes para contarrestar el peso de esa información que desinforma y de esa vida a la carta que proponen los dueños del poder y que se ha apoderado del destino de incontables seres humanos, sobre todo en Occidente y, preponderantemente, en los integrantes de las clases adineradas de los países ricos.

No sé si exagero, pero hay otras amenazas en esta sociedad antisorpresa. Los padres no saben cómo transmitir a sus vástagos el sabor y la importancia de ese bien, de ese rincón humano. Al sorprenderse uno admira o se enoja, se pregunta y crece, se aterra y denuncia, se angustia y reclama o se asombra y busca. Cuando uno se sorprende hace que lo imprevisto lo despierte, lo raro lo sacuda y lo incomprensible lo incomode. Esa ausencia de sorpresa ha semipetrificado al ser humano y ha restado presencia a las voces inconformes y a los grupos disidentes. No hay duda de que los dueños del poder triunfaron. Idearon una campaña para que la sorpresa desapareciera. Tampoco hay duda de que el ser humano sumido en el conformismo y en la mediocridad ha sido corresponsable de crear y habitar esa sociedad antisorpresa.

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