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México D.F. Jueves 12 de febrero de 2004

Adolfo Sánchez Rebolledo

A la hora de la confusión democrática

México va a necesitar algo más que competencia electoral para resolver sus problemas: se requiere un cambio en la conciencia social que solamente puede conseguirse mediante la educación, la participación ciudadana, la reforma institucional y, sobre todo, la elevación de miras de los gobernantes para introducir los cambios sociales e institucionales que el país necesita.

Los partidos políticos, indispensables para la democracia, están demasiado ensimismados en sus problemas internos, sobre todo en los asuntos del dinero, verdadero talón de Aquiles de la política moderna, al punto de que demasiado a menudo olvidan que su misión es, justamente, representar a los ciudadanos en los órganos del Estado para gobernar con ellos, dándole un sentido racional al ejercicio de la política. Pero no es así: lejos de educar a la gente para saber convivir en democracia, sus acciones contribuyen a simplificar los problemas y polarizar las diferencias, medrando con las necesidades más imperiosas, sin ofrecer a cambio una perspectiva de largo aliento, la visión del país que dé a sus simpatizantes y partidarios una brújula para orientarse.

Sin partidos políticos es imposible que la democracia funcione, pero si no cumplen con sus responsabilidades la lucha por el poder hace que ésta se convierta en una caricatura de sí misma. O, peor, abonan el terreno para las aventuras autoritarias. Y algo de eso comienza a ocurrir. No es posible que los asuntos nacionales se reduzcan a las ambiciones de la señora Sahagún, a los colchones del embajador o a debatir los chalaneos y la ineficacia del gabinete presidencial, cuando tenemos a la vista problemas inmensos de cuya solución depende el futuro de México. ƑCómo es posible que la nota de la Convención Hacendaria la dieran los alegres diputados con sus brindis a casi ocho columnas? ƑY qué decir de la confusión creada por las mismas autoridades en torno a la seguridad del Presidente? Sería ilógico suponer, como hace la clase política, que la ciudadanía no toma nota y extrae sus propias conclusiones acerca de todo esto.

Sin duda hay un abismo entre el deber ser democrático y la experiencia inmediata de la política de amplias capas de la población. Aunque en los grandes momentos electorales (si la abstención lo permite) ambos parecen coincidir, luego vuelven a separarse en la vida cotidiana, donde aún prevalecen junto a la desigualdad o la miseria valores y prácticas intolerantes, corrupción e impunidad.

De palabra nadie se opone al juego institucional democrático, pero si se pide a los ciudadanos que califiquen a los diputados, a los partidos o al ejercicio de la ley, los resultados son francamente negativos. La democracia, a los ojos de numerosos mexicanos, es un ideal confuso que vale en la medida que se identifica con sus necesidades y aspiraciones inaplazables. En consecuencia, todavía hay muchos ciudadanos dispuestos a sacrificar las libertades democráticas a "cambio de vivir sin presiones económicas", es decir, a cambio de no morir de hambre en sus propias comunidades.

Sin embargo, hay demócratas en estado puro que actúan como si la realidad se limitara a ser la simple representación del marco jurídico y se asombran, por ejemplo, ante las dificultades que periódicamente enturbian los conflictos electorales en los pueblos, como si la democracia nada tuviera que ver con las condiciones materiales de vida y desarrollo de sus habitantes. No admiten que todavía hay numerosas comunidades rurales donde el voto se ejerce por primera vez, aunque en el pasado dominara omnipresente en las urnas un solo partido exprimiendo en su beneficio los usos y costumbres, que no basta con esgrimir la legalidad para que ésta se cumpla y que los viejos poderes caciquiles se las arreglan para continuar medrando con el apoyo de "sus" partidos. Es decir, no toman en cuenta el universo real en el que se producen situaciones como las de Tlalnepantla, Morelos, donde el gobernador y el Congreso local actuaron como si se tratara de probar que la democracia sencillamente no sirve para cambiar la situación de la comunidad.

Es hora de que los partidos vuelvan a lo esencial: a convencer a la gente de que tienen ideas y programas distintos para afrontar los grandes y pequeños problemas de México. Si ellos no lo hacen, vendrán otros, así tengan que romper el muro de privilegios que hoy los consiente y estimula. ƑTendremos tiempo?

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