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México D.F. Domingo 8 de febrero de 2004

Marcos Roitman Rosenmann

Tres ingenuos bien intencionados: Bush, Blair y Aznar

Nada que objetar. Después de haber anunciado al mundo el peligro que suponía para la paz mundial el armamento de destrucción masiva propiedad del régimen iraquí de Saddam Hussein, su existencia se desvanece en el aire. Ahora resulta que los máximos agoreros de la guerra fueron embaucados por unos infames servicios de inteligencia con fines espurios. Mal intencionados y fuera de todo control político, sus directores se confabularon en la producción de informes engañosos, además de falsos. Recrearon el escenario y facilitaron pruebas amañadas a todos aquellos que se autoproclamaron cancerberos en la lucha contra Hussein, Al Qaeda y el terrorismo global.

Así, a los ojos de la opinión común se representa una obra donde los responsables de haber generado desolación y muerte en nombre de la libertad, que siguen provocándola, fueron embaucados en su buena fe por sus propios servicios de inteligencia. Ahora resultan ser unos incautos a los cuales se convenció de estar en presencia del peor tirano de la historia, el pérfido Saddam, quien tendría en mente expandir el terror haciendo uso ilegítimo de sus potentes armas químicas y biológicas, amén de su ingente cantidad de parque militar de alta tecnología.

Recordemos las palabras del presidente George W. Bush para justificar la intervención de sus tropas: Saddam tenía la intención y la capacidad para causar grandes daños. Sabemos que es un peligro. Un peligro no sólo para los ciudadanos del mundo libre, sino para su propia gente. Con estos argumentos se inicia una guerra de exterminio del maligno. Y si no fuera suficiente, otro inocentón como Bush, José María Aznar, declara el 2 de febrero de 2003 que sus servicios de inteligencia le han proporcionado informes secretos donde se confirma la existencia de armamento químico y biológico en manos de Hussein. Es decir, menos confiado que Bush, pensando en posibles amaños de la CIA, manda a sus sabuesos: Mortadelo y Filemón.

Por su parte, el otro implicado directamente, el británico socialdemócrata Tony Blair, se deja llevar por su amor a la lucha antiterrorista y traslada al escenario un destacamento de agentes cero siete, cero ocho y cero nueve, a recabar datos para tomar una decisión sin fisuras. Recordemos que Saddam era un peligro no por ser un tirano, cuestión que compartiría con actuales socios, Aznar o Bush, sino por tener armas de destrucción masiva. Tal como señala su ex ministro Cook: Saddam fue un dictador brutal, pero no fue ese el argumento del gobierno para ir a la guerra, sino la urgencia de eliminar sus armas de destrucción masiva.

En política, o mejor dicho, en altas esferas del proceso de toma de decisiones la ingenuidad no existe. Querer exculpar una actuación errónea sobre la base de pruebas amañadas resulta un insulto para la inteligencia y el sentido común. Ya no sólo son ingenuos o bobos bien intencionados los tres aludidos, sino el conjunto de sujetos que desde las instituciones cayeron en la trampa. Son ministros, consejeros políticos, militares, periodistas, académicos, artistas o intelectuales los engañados, en tanto abrazaron como fidedignas aquellas pruebas presentadas como irrefutables.

Asimismo, la cadena se extiende y atrapa al ciudadano anónimo que avaló con su silencio los ataques en esta guerra preventiva. Si se piensa sólo por instante en las consecuencias de estos argumentos, esta-ríamos en presencia de uno de los más grandes escándalos políticos de la era contemporánea. Tres servicios de inteligencia, dos de los más recatados y sofisticados y un tercero, el español, siempre sujeto a la chapuza, se han confabulado para el mal. De ser cierta esta afirmación, ¿qué esperan las máximas autoridades políticas para pedir la dimisión de todos y cada uno de implicados en el timo? Esta decisión no se ha producido. Por el contrario, lo que se solicita es un tiempo muerto para investigar cómo fue posible semejante ignominia. Para averiguarlo, Bush y Blair montan al unísono el paripé de crear comisiones, simplemente de investigación. Sus resultados no serán vinculantes en caso de dar nombres y señalar los hacedores del entuerto. Por el momento, nadie dimite ni se hace responsable. Unos se sienten estafados y otros esconden la cabeza como el avestruz. Aznar, mientras tanto, sigue mintiendo y dice que se dejó llevar por los informes presentados en Naciones Unidas y que en ningún caso solicitó a los servicios de inteligencia datos paralelos. Sólo por ello debería dimitir y avergonzarse. Pero para Aznar, al igual que para Blair y Bush el significado de las voces ética, verdad y vergüenza no figuran en su diccionario político.

Si una mentira política para ser creíble debe superar el corto plazo, desvelarla con prontitud supone el fracaso para imponerla. En este sentido, quienes trabajaron en la creación de un falso escenario de guerra biológica, química y nuclear, en relación al régimen de Irak, gobiernos y servicios de inteligencia, quedan al descubierto. Son responsables de fabricar una guerra cuyas terribles secuelas se viven en la actualidad y no sabemos por cuánto tiempo más. Pertrechados en una sarta de mentiras, el trío de la muerte desplegó sus fuerzas de combate. Babosos de sangre han hecho uso de la guadaña decapitando iraquíes con el noble fin de salvar a la población mundial amén de la estadunidense, española y británica de una invasión, ataque, desembarco o de una guerra químico-biológica. No es el momento para reivindicar el valor ético y político de aquellos que se manifestaron en todo el mundo diciendo no a la guerra. Se trata de valorar el grado de cinismo y de irresponsabilidad de quienes la favorecieron, secundaron y hoy se benefician de sus resultados.

En conclusión, no se puede eximir de responsabilidad a los máximos hacedores de la guerra contra Irak, en el entendido de haber sido engañados en su buena voluntad. Por el contrario, sus conductas son imputables de crímenes de lesa humanidad y por ello deberían dimitir y someterse a la legislación internacional. Cualquier otra estratagema de evadir responsabilidades sigue siendo una mentira más que agregar a la lista de las ya existentes. El problema es que con estas actitudes, el descrédito de la política sigue su marcha ascendente. Liberar la política de gobernantes cuyos comportamientos pueden considerarse ac-tos de prevaricación en detrimento de la libertad, la democracia y la justicia con dignidad es el gran reto para quienes asumen el valor ético del quehacer político. En esta disyuntiva estamos.

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