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México D.F. Sábado 31 de enero de 2004

Samuel I. del Villar /VI

Centralismo judicial

La Constitución expresa la "voluntad del pueblo mexicano de constituirse en una república federal" (artículo 40), en la que "los jueces de cada Estado se arreglarán a dicha Constitución, leyes y tratados (conforme a la misma), a pesar de las disposiciones en contrario que pueda haber en las constituciones o leyes de los Estados" (artículo 133). El juicio de amparo neutraliza el federalismo judicial y la obligación directa de los jueces de las entidades federativas de impedir la aplicación de disposiciones violatorias de la Constitución y de ser garantes del orden constitucional en sus jurisdicciones.

El centralismo judicial ha sido baluarte del centralismo político y se complementa con el fiscal. Difícilmente hay algo más nocivo para incapacitar a los jueces no sólo locales, sino federales, como garantes del régimen de derecho en México. En la base del problema está una redacción y una interpretación desafortunadas del texto constitucional de la llamada garantía de legalidad de los artículos 14 y 16 constitucionales como medio totalitario del Poder Judicial federal para suspender y dejar sin efecto en casos particulares prácticamente cualquier acto de autoridad no sólo federal, sino también estatal y municipal.

En su génesis concurren una pluralidad de desatinos. Parte de una alteración inconsciente al texto aprobado por el Congreso Constituyente de 1857. El interés de litigantes, especialmente de la ciudad de México con acceso privilegiado a la Suprema Corte, capitaliza el centralismo para lucrar con la confusión del amparo con el recurso colonial de casación heredado por el centralismo de la Constitución de Cadiz y que propiciaba hasta seis instancias litigiosas en un solo juicio. Estos intereses se apoyan en la arrogancia de la judicatura federal al pretenderse, con el mononopolio de la honestidad, la independencia y el profesionalismo, mientras descalifica irremediablemente a las judicaturas de las entidades federativas a la corrupción, el servilismo y la ineptitud en la aplicación de sus leyes. La miopía de la judicatura federal de presumir que el control burocrático y casuístico sobre todo acto de autoridad local es la fuente de su poder también juega un papel importante. El Porfiriato, apoyado en el talento de Ignacio Vallarta, aprovecha todo ello para consolidar el centralismo judicial, en su Ley de Amparo de 1882 como pieza importante de la dictadura constitucional que caracterizó Emilio Rabasa. En el fondo estaba, como sigue estando, la ignorancia y desinterés por establecer y desarrollar los requirimientos constitucionales de una función pública judicial, tanto en el ámbito federal como local, fundada en la excelencia ética y profesional.

El historiador de la Suprema Corte de Justicia, don Lucio Cabrera, sintetiza el origen ajeno al Congreso Constituyente del llamado amparo legalidad en que se funda el centralismo judicial:

La interpretación que desde los primeros años de su vigencia comenzaron a hacer los litigantes del artículo 14 de la Constitución de 1857 reinició el proceso de centralización de la justicia por los tribunales federales, pues al admitir -primero la jurisprudencia y luego el texto legal- la procedencia del amparo en negocios judiciales, los tribunales federales devinieron superiores de los locales, interpretaron las leyes comunes y la Suprema Corte amplió sus funciones convirtiéndose en una especie de tribunal de última instancia.1

La llamada garantía de legalidad dio pie a interpretar que los jueces federales tienen la atribución constitucional para suspender y suplantar casuísticamente las actuaciones de todas las autoridades que provoquen controversias legislativas, administrativas y judiciales, no sólo federales, sino también locales. Esta atribución ni siquiera se discutió en el Congreso Constituyente de 1857. Surgió de una redacción enteramente involuntaria para establecer el centralismo judicial a raíz de una modificación en el texto ocasionado por un debate sobre la pena de muerte. Una vez restaurada la República, durante el gobierno del presidente Benito Juárez, la Ley de Amparo de 1869, en su artículo octavo, estipuló que "no es admisible el amparo en régimen judicial", buscando cerrar la puerta a la suplantación central de las autoridades locales. Pero la Suprema Corte de Justicia declaró que el artículo que contiene la prohibición legislativa "es notoriamente contrario al artículo 101 de la Constitución", porque "éste manda que sea oída en juicio toda queja por violación de garantías individuales que cometa toda autoridad". 2

Emilio Rabasa, en su magistral análisis del artículo 14 constitucional, puso de manifiesto, desde 1906, las deficiencias y disfunciones del amparo legalidad, para la estructuración de un orden jurídico constitucional. En particular formuló una crítica contundente al control de los jueces federales, vía el amparo, sobre la legalidad de las resoluciones de los jueces comunes. Documentó que su "origen y su estilo" obedecen a una "precipitación irreflexiva", y que el control sobre las resoluciones judiciales comunes no era voluntad del Congreso Constituyente.3 Es en medio del Porfiriato cuando, en términos de Rabasa, se consolidó el "estilo y origen espurio" del artículo 14 que "desnaturaliza" el amparo, en buena medida por obra del secretario de Relaciones Exteriores y presidente de la Suprema Corte de Díaz, Ignacio L. Vallarta. Según Rabasa, "la Ley de 1882 -formulada por Vallarta- y el Código de Procedimientos Federales han ido desnaturalizando el juicio de amparo, para acercarse al procedimiento de los juicios comunes".

Hay que reiterar la claridad de don Venustiano Carranza para reflejar la "desnaturalización" centralista del amparo, "para acabar con la soberanía de los estados, pues de hecho quedaron sujetos de la revisión de la Suprema Corte hasta los actos más insignificantes de las autoridades de aquellos". El razonamiento del voto particular de los diputados constituyentes Heriberto Jara e Hilario Medina en contra del proyecto de reglamentación del artículo 107 precisa los efectos tan perniciosos del amparo legalidad para la efectividad de la justicia en las entidades federativas, porque "nulifica completamente la administración de justicia de los Estados (...) produciendo el desprestigio de ésta(...)", y

de ahí ha venido la poca confianza que se tiene a la justicia local, el poco respeto que litigantes de mala fe tienen para ella y la falta bien sentida de tribunales regionales prestigiados. Y, en efecto, en el más alto tribunal de un Estado nunca hay sentencia como definitiva, y así los juicios en realidad tienen cuatro instancias: la primera, la segunda, la súplica y el amparo. 4

El dictamen y el Congreso Constituyente de 1917 rechazaron el voto que hubiese abierto las puertas al desarrollo del federalismo judicial en el régimen de la Revolución. El dictamen mayoritario alegó de hecho que el centralismo colonial del amparo "forma parte de la conciencia jurídica de nuestro país, y que suprimirlo por viejos escrúpulos es privar al pueblo de un elemento de justicia", y que el voto particular en contra debía haberse presentado en el dictamen del artículo 14 de cuya comisión no formaban parte los diputados Jara y Medina.5 Con base en este equívoco, el régimen de la Revolución hizo suyo el centralismo judicial heredado de la Colonia y consolidado por el Porfiriato.

Es imposible visualizar cómo la República federal mexicana podrá evolucionar en un régimen de derecho en el siglo XXI a partir de la presunción centralista absoluta del amparo legalidad de que los jueces y tribunales de las entidades federativas son necesariamente dependientes de los gobernadores, parciales, incompetentes y corruptos, y que los jueces y tribunales federales de amparo necesariamente están a salvo de esos vicios, por lo que deben poder controlar cada una y todas las actuaciones de los primeros. Este curso equivocado ha llevado a que "la poca confianza que se tiene en la justicia local", que referían los diputados constituyentes Jara y Medina a principios del siglo XX, se haya convertido en que las dos terceras partes de la población desconfían tanto de la justicia local como de la federal, a principios del Siglo XXI de acuerdo con las investigaciones del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM.

El curso para la confianza no está en garantías demagógicas, sino en garantías reales y transparentes a la independencia, estabilidad, excelencia ética y profesional en las condiciones de formación, admisión, promoción, remuneración, exclusión y responsabilización de la función publica judicial, tanto a escala local como federal. En lugar de los atavismos centralistas coloniales encubiertos en el amparo legalidad, lo que hay que implantar en la Constitución y desarrollar en la legislación y administración son esas garantías que sustenten realmente la confiabilidad de los jueces para administrar justicia.

Mantener el curso equivocado cancela cualquier posibilidad realista de que el Poder Judicial en México sea una institución confiable, salvo para una minoría de priviligiados que disfruta de la administración de injusticia que genera el descontrol de la legalidad por el amparo que la pervierte.

Notas:

1 Lucio Cabrera Acevedo, "La Revolución de 1910 y el Poder Judicial Federal" en La Suprema Corte de Justicia y el Pensamiento Jurídico, México, DF, 1985, p. 190.

2 Amparo de Miguel Vega de 17 de mayo de 1869. Libro de actas del Tribunal Pleno 1869, no. 69, Véase Lucio Cabrera Acevedo, La Suprema Corte de Justicia de la Nación durante la Intervención y el Imperio, SCJN, 1988, pp. 199 y 200.

3 Emilio Rabasa, El Artículo 14 Constitucional, Editorial Porrúa, México, DF, 2000, pp. 26-34.

4 Voto particular de los CC. Heriberto Jara e Hilario Medina, sobre el artículo 107 del proyecto de reforma de 19 de enero de 1917, que se presentó el 20 de enero. Véase: Congreso Constituyente 1916-1917, Diario de los Debates, T. II, pp. 692-693.

5 Dictamen del 19 de enero de 1917 que presenta el 20 de enero la 2Ű. Comisión de Constitución sobre los artículos 103 a 107. Congreso Constituyente 1916-1917, Diario de los Debates, T. II, pp. 689-692.

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