.
Primera y Contraportada
Editorial
Opinión
El Correo Ilustrado
Política
Economía
Mundo
Estados
Migración
Capital
Sociedad y Justicia
Cultura
Espectáculos
Deportes
Fotografía
Cartones
CineGuía
Suplementos
Perfiles
La Jornada en tu PALM
La Jornada sin Fronteras
La Jornada de Oriente
La Jornada Morelos
Librería
Correo electrónico
Búsquedas
Suscripciones
C O N T R A P O R T A D A
..

México D.F. Domingo 25 de enero de 2004

MAR DE HISTORIAS

Hoja en blanco

Cristina Pacheco

Un jardinero me guió hasta aquí. Me dijo que soy la única visitante del panteón. Me alegró: si se me antoja, podré hablarte tan fuerte como me dé la gana sin despertar sospechas ni inquietud. El día que te trajimos aquí no pude refrenarme y te hablé para contrarrestar tu silencio. Aunque era imposible que me oyeses, te dije: "Perdóname. No pude evitarlo". Eugenia, tu prima, me oyó. Disfrazó su curiosidad de gentileza: "ƑTe sientes mal?" Negué, pero ella insistió: "Si estás cansada y prefieres irte en el autobús, hay lugar".

Agité el brazo, como si quisiera espantarme un moscardón. Te horrorizaban. Ofendida, Eugenia apresuró el paso. Pudo haber hecho lo contrario: disminuir la velocidad y dejar que me adelantara por el camino. Me dio rabia que, por su culpa, el polvo me provocara uno de mis accesos de estornudos que tanto te irritaban. Lo advertía por la forma en que te apartabas el mechón de la frente.

Esa crencha rebelde era un sello de familia. ƑCuántos más llevabas a cuestas?: los ojos rasgados, la barbilla ligeramente prógnata, la nariz grande. En tus reuniones familiares me divertía ver cómo iban llegando personas distintas pero al mismo tiempo idénticas. Era como estar en la Casa de los Espejos o ante la clásica escena de La dama de Shanghai.

Alcanzaste a saber que la Ciudad Sagrada está hundiéndose bajo el peso de los rascacielos. Fue una de las últimas noticias que te leí. En ese aspecto estoy satisfecha: pronuncié cada palabra sin titubear, con énfasis, como si estuviera muy interesada en el destino de Shanghai y no en la tos que te desgarraba el pecho. También hiciste un buen papel: me preguntaste algo acerca de los elevadores y la falta de oxígeno en las alturas.

ƑTe diste cuenta de que me inquieté? Ahora puedo decirte la razón: temí que recobraras el miedo de volver a tu pueblo. No sé cuándo empezaste a odiarlo -ahora entiendo que era un presentimiento- y a referirte a él como un lugar sombrío y asfixiante. Nunca creíste lo mucho que te envidiaba por haber nacido en un lugar con límites tan precisos y no en esta ciudad interminable, sin bordes. A veces tengo la impresión de que, sin darme cuenta, voy a rodar al vacío.

Ese pensamiento me asaltó por primera vez una mañana en que mi profesora de tercer año nos dijo que la Tierra era redonda y giraba. Desde entonces, y durante mucho tiempo, temía pisar la curva -no sé cuál- y resbalarme hacia el infinito. De muchas pesadillas despertaba, según decía mi madre, gritando: "šDeténganme, deténganme!" Ignoro si fue eso lo que dijiste en tu hora final.

Anhelabas su llegada. Lo entiendo: querías liberarte del dolor, huir del círculo oscuro en que te aisló la enfermedad, dejar de mirarlo todo desde abajo. Me refiero a los médicos, las enfermeras, tus hermanos, tus amigos. Todos nos inclinábamos para preguntarte: "ƑCómo te sientes?" "ƑComiste mejor que ayer?"

También nos sesgábamos sobre tu cama para mentirte: "Te ves muy bien. Pronto estarás como nueva". Sólo al terminar las horas de visita, cuando nos reuníamos en los pasillos o junto al elevador todos con la boleta del estacionamiento en la mano, éramos sinceros: "Se ve muy mal", "Sufre", "Está delgadísima". Durante aquellos conciliábulos tu hermano Anselmo repetía lo mismo: "Su tos no me gusta nada". A él no le inquietaban los otros signos: las manchas en la piel, el color de las uñas, la blancura de tus labios.

Una noche en que insistió demasiado en la tos me impacienté con él: "A ti te disgusta eso pero a ella le desagrada el olor de la loción con que te bañas. Le provoca náuseas y aumenta su dolor de estómago". La mirada que me lanzó era un reproche y un recordatorio de que nuestra amistad, aunque fuese de toda la vida, me confería derechos muy limitados frente su condición de hermano.

II

Tardé más de un año en decidirme a visitar tu sepulcro. El jardinero me preguntó si necesitaré de sus servicios. Cuando remueva la tierra aprovecharé para hundir la hoja de papel que conservo desde tu último día. Sigue en blanco. Ahora es mi bandera de paz: quiero que me perdones por no haber impedido que te trajeran aquí.

ƑPor qué, en vez de rezar, pienso en esto? Ah, sí, porque recordé tu inexplicable odio hacia tu pueblo. Lo mencionaste con más encono la mañana en que te leí la noticia acerca de Shanghai. Hablamos del oxígeno y eso te llevó a repetir lo que en las últimas semanas me habías contado muchas veces: "Es tan árido que cuando me llevaban allá de vacaciones, amanecía llorando, temerosa de que me dejaran para siempre en un sitio tan sofocante".

Luego me contaste algo muy hermoso: "Cuando al fin regresábamos a la ciudad, realizaba una ceremonia secreta: con los brazos en alto aspiraba lo más posible, feliz de saber que aquí nunca me asfixiaría, que estaba salvada para siempre".

Quizá por eso me rebelé contra tu médico cuando nos dijo: "Lo que me temía: sus pulmones están infestados. Pronto ya no podrá respirar". Me puse tan mal que tu hermano Anselmo me sacó del cuarto y me llevó a la cafetería. Pensó que en ese lugar decorado con paisajes primaverales iba a calmarme.

No hablamos ni una palabra. Bebí el café a toda prisa, ansiosa por volver junto a ti y ofrecerte mi mano en el momento en que gritaras: "šDeténganme!" No usaste esa expresión, pero me dijiste algo equivalente.

Fue tu última tarde en el hospital. El doctor sugirió que tu familia se fuera a descansar. Me ofrecí a cuidarte. En cuanto nos quedamos solas pediste que me acercara a tu cama. Me sorprendió el vigor con que te aferraste a mi brazo: "Conozco a mi hermano. Va a querer sepultarme allá". Hiciste una pausa y tus facciones se descompusieron en una sonrisa larga, inútil: "ƑTe das cuenta? No podré respirar".

Te pedí que no hicieras ese tipo de bromas. Cerraste los ojos unos segundos, pero enseguida volviste a mirarme: "Ve a buscar un papel. Voy a dictarte mi última voluntad. Mi familia tendrá que respetarla: quiero que me dejen aquí".

Llegué al módulo de control en el momento en que la jefa de enfermeras decía al teléfono: "Sentí curiosidad morbosa por saber a quién iba dirigido el consejo y me quedé escuchando". La enfermera levantó un muro con su cuerpo y no logré oír más. Cuando terminó su conversación, me preguntó qué deseaba. "Algo en qué escribir".

Regresé al cuarto, dichosa por haber conseguido la hoja. Desde el umbral, tuve un presentimiento. "Compermiso", me dijo un practicante. Se acercó a tu cama y colocó el estetoscopio sobre tu pecho. Seguí resistiéndome a la verdad: "Está muy frío. ƑNo le hará daño?" El me sugirió llamar a la familia. En ese momento apareció Anselmo.

Fuera de sí, me preguntó cómo había sucedido. Le dije la verdad: "No sé. Cuando regresé ya estaba muerta". Vi en sus ojos un terrible reproche y seguí hablando: "Me pidió que fuera a traerle una hoja de papel. Iba a dictarme..." Anselmo se olvidó de mí cuando llegó el resto de la familia. Llorando, se abrazaron. Tu hermano dijo que sería necesario embalsamarte. Tus sospechas eran justificadas: estaba decidido a sepultarte en el pueblo. No pude evitarlo, pero al menos te acompañé hasta acá.

Cuando regresé a mi casa vi sobre la mesa la hoja. No me atreví a rasgarla y la guardé con la esperanza de perderla entre los muchos papeles que conservo. Inútil: aparecía con frecuencia. Su desnudez me planteaba una pregunta: "De no haberme entretenido escuchando a la enfermera, Ƒhabría llegado a tiempo para escribir la última voluntad de Celia?"

Este domingo encontré de nuevo la hoja. Al verla recordé las palabras de la enfermera: "Debes entender que un día todos volamos para siempre". Me dio un inmenso consuelo y tuve valor para llegar hasta aquí. El cementerio está en la falda de una loma. Abajo se tiende el pueblo: hermoso, blanco, igual que una bandera de paz.

Números Anteriores (Disponibles desde el 29 de marzo de 1996)
Día Mes Año
La Jornada
en tu palm
La Jornada
Coordinación de Sistemas
Av. Cuauhtémoc 1236
Col. Santa Cruz Atoyac
delegación Benito Juárez
México D.F. C.P. 03310
Teléfonos (55) 91 83 03 00 y 91 83 04 00
Email
La Jornada
Coordinación de Publicidad
Av. Cuauhtémoc 1236 Col. Santa Cruz Atoyac
México D.F. C.P. 03310

Informes y Ventas:
Teléfonos (55) 91 83 03 00 y 91 83 04 00
Extensiones 4329 y 4110
Email