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México D.F. Sábado 3 de enero de 2004

Iián Semo

El desierto y el laberinto

Sobre el ironico amor que los musulmanes profesan a la vida y a los laberintos abundan ejemplos. Para demostrarlo Borges alentó, en El Aleph, una lectura interesada del Corán que parodia esa obstrucción que los antropólogos llaman hoy insistentemente los límites de la legibilidad. En la guerra, escribe Ibn Jalúd, el más indispensable de los historiadores árabes, el otro (el adversario o el aliado, se infiere) no plantea preguntas. Impone opciones. No hay tiempo para interpretar sólo para optar. Por eso hay que admitirlo tal como es. Las armas conllevan, por así decirlo, su propia democracia filosófica. El pasaje del rey Alcabaj resume esa disyuntiva. Transcribo esa segunda versión con las omisiones y traiciones que implica toda redición.

Tiempo después de culminada la ciudad de Babilonia, hubo un poderoso rey árabe que mandó construir un laberinto. Convocó a sus matemáticos y consejeros para que lo imaginaran tan vasto y sutil, que aquellos que se aventuraran a entrar se perdieran durante varias horas antes de encontrar una salida; y quienes no la encontraran, se perdieran para siempre. Los matemáticos repusieron que era una petición inabarcable. El enigma y la claridad son operaciones que, conjugadas, sólo pueden pertenecer al infinito; es decir, una metáfora. Los consejeros, más solícitos y menos dubitativos, se dieron a la tarea de edificarlo.

Años después el mandatario árabe recibió la visita del rey de Babilonia. Le explicó la paradoja del laberinto y le propuso que probara suerte entre sus muros. El ardid del árabe fue clausurar la primera salida. El visitante se perdió en los corredores amurallados hasta que, humillado y envilecido, se le permitió la salida. Miró al monarca árabe, y sin la menor señal de indignación en el rostro lo invitó a visitar el laberinto que existía en Babilonia. Como el rey árabe no respondía, los babilonios, menos numerosos y más débiles que los árabes, decidieron atacar en una escaramuza la frontera que los separaba. La respuesta fue violenta y atroz. Los árabes devastaron Babilonia, pero su rey logró escapar al desierto. Deambuló meses en sus incógnitos parajes. El Corán informa que el rey árabe murió persiguiéndolo de hambre y sed en aquella soledad. Y concluye como de costumbre: "La gloria sea con aquel que no muere". Que es otra refutación, así sea literaria, de la vocación innata para el martirio que se suele atribuir recientemente al Islam.

La repetición incesante de una máxima puede datar una historia, y la historia militar abunda en estos "desiertos". La campaña de Napoleón contra Rusia fue precedida por una ola de advertencias en París. Nadie había osado incursionar en el territorio del gigante militar del siglo XIX. Napoleón calculaba que los pueblos sojuzgados por el zar se levantarían, a su paso hacia Moscú, contra el monarca. El ingreso a suelo ruso fue más fácil de lo que los franceses calculaban. Pero al llegar a Moscú lo que encontraron fueron llamas, una ciudad ardiendo. No había nada que conquistar. Antes que entregarla, los moscovitas habían incendiado y abandonado su preciada capital. Napoleón llegó, por decirlo así, al desierto, y en él encontró a las tropas de la retaguardia rusa. Fue una derrota ominosa y un costo (para los rusos) incalculable, al menos desde la perspectiva de la mentalidad occidental.

En el doceavo año de la guerra de Irak, si suponemos que su inicio se remonta a 1991, el laberinto de Ascabaj exaspera a las tropas estadunidenses. La diferencia es que se trata de un desierto infringido, autoinfringido. Diez años de bombardeos continuos deben haber convertido a Irak en el territorio más inhóspito del cercano Oriente. Le siguieron el bloqueo económico y alimentario. No obstante, quienes repelen militarmente la invasión de Estados Unidos se dedican a hacer estallar en el aire a hombres y mujeres iraquíes, edificios, drenajes, ductos y todo lo que puede servir a las tropas extranjeras a establecer una alianza mínima con alguien, con alguna fuerza, en Irak.

Las batallas en el desierto suelen ser un cálculo regresivo. Se lucha contra la soledad. La detención del "Señor de los piojos", Saddam Hussein, según Vargas Llosa, resultó también desalentadora. Un tirano enloquecido y abandonado sirvió para justificar la muerte de cientos de soldados estadunidenses. El otro enemigo, el enemigo real, es el laberinto, esa silenciosa maquinaria religiosa y popular que no teme, por lo visto, convertir su ya raído páramo en un desierto a secas.

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