Ojarasca 78  octubre 2003

CONVERTIREMOS LA TIERRA EN PÓLVORA
 
 

Marceal Méndez Pérez

(tzeltal de Chiapas)




Que por matar al ingeniero que catastraba los solares en Petalcingo, estoy hundido en la fría soledad de esta celda. Recuerdo que al tumbarle a patadas la puerta de su casa el comisario y yo, de la azotea de un caxlán provino la bala que penetró su sien. No es novedoso purgar el delito de un mestizo, por eso estoy aquí, envuelto en una angustia abominable. Los días llenos de desesperación se han amontonado en estos seis años. Es doloroso vivir como ausente. Nadie me había visitado hasta la mañana que vi junto a la reja a mi mujer y un niño de doce años, mi hijo. Les pregunté entristecido por qué no vinieron antes.

-Venimos a San Cristóbal, pero no pudimos verte por la falta de papeles. Es gracias al padre Loren que estamos aquí. Él siempre nos ha ayudado --dice ella con voz temblorosa.

Mi hijo sonríe. De sus ojos inocentes brota la alegría que me invade.

Acaricio su pelo y le pregunto qué cuenta de él.

-Ya voy a terminar la primaria, papá. El padre Loren es mi padrino y dijo que me ayudará en mis otros estudios.

Siento una pena profunda, un nudo en la garganta me conmueve al llanto. Pero contengo las lágrimas.

-De no estar en esta prisión, hijo, yo trabajaría día y noche para ti.

-Vas a salir, papá --dice con voz enérgica y mirada triunfal--ya lo verás.

-Nomás no vaya a ser en un cajón, hijito --le contesto irónicamente y le peino con mis dedos su cabello negro.

Los guardias llegan por ellos, la angustia del corazón oprimido se dibuja en nuestras caras. Después vuelvo a mi nueva rutina de seguir encalleciendo mis manos al barrer los angostos pasillos de la cárcel, restregando el piso de los sanitarios o mirando calaveras pintadas en las paredes de la desollada celda.
 
 

Los días se acumulan en la piel, los meses en un deseo que no termina; los años moldean las arrugas y emblanquecen el cabello que me absorbe las últimas fuerzas. Mis labios enmudecidos callan desde mi mente una nostalgia delirante. Una pesadilla me despierta en el sopor de las noches. A veces un presagio lejano me consuela, pero la condena no disminuye. Encerrado en esta tristeza, siento en el alma el clamor de la gente allá en el pueblo. Su lucha contra la voluntad ambiciosa de los caxlanes siembra en el vacío de mi pecho herido la semilla del odio incontenible. Estamos solos, el gobierno apoya a quien le conviene, siempre ha sido así.

Llega diciembre con su aire de entusiasmo y sabor amargo de melancolía. Al arrimarme a la cama, un suspiro de alivio hace que me siente. "Un año menos... Faltan seis...".

Nos inunda un olor a pólvora quemada que despide el año. Los guardias van y vienen con botellas de licor en la mano, y nosotros, trémulos de impaciencia, sentimos disipar nuestra esperanza. Y mientras murmuro como loco, escucho estruendosos disparos en la cancha de la cárcel. Enmudezco temeroso. Es madrugada, por ahí de las dos. Resuenan gritos de júbilo ahogando estallidos. Un tumultuoso tropel se acerca. Rechinan las rejas como si alguien las abriera con vehemencia.

El miedo se apodera de mí al ver a cinco hombres con pasamontañas frente a la celda. Uno de ellos, nerviosamente, abre el candado que anuda los extremos de una gruesa cadena, en tanto dos guardaespaldas están a cada lado con armas en mano, mirando a su alrededor. Nadie dice nada. Luego pasan a la reja siguiente, apresurados.

Bajo el tiroteo corremos policías y reos, tropezando con heridos y muertos que yacen en el piso. En el portón nos esperan hombres armados cuyas caras se cubren con paliacates rojos. Ordenan que abordemos los camiones estacionados en la carretera. Muchos huyen al ocotal sin que nadie los detenga. A ellos los sigo, pero un hombre vigoroso de traje negro me agarra del brazo. Dice con voz enérgica de triunfo:

-Súmese a nosotros. La lucha apenas comienza. Hemos aprendido a exigir las cosas que jamás nos han dado. Pero si el gobierno se vuelve contra nosotros, convertiremos la tierra en pólvora si es necesario. Está usted libre, y dé gracias al señor del cielo que no salió encajonado de la cárcel, donde ha purgado un delito que no cometió, alejándolo de la familia en que yo crecí. En la orfandad me preparé para esto: cumplir la promesa que le hice a usted delante de los ojos de mi difunta madre.
 
 

Pierdo la desesperación. Rejuvenezco en el grito de un pueblo en el que lucha potente la primera gota de mi descendencia pura.
 

 
Marceal Méndez Pérez es de Peltalcingo, Tila. El presente relato, titulado originalmente "Xba jsujtestik ta bak' tujk te lume", fue seleccionado para abrir el quinto y más reciente volumen de la serie de antologías de la narrativa oral Y el Bolom dice... (Centro Estatal de Lenguas, Arte y Literatura Indígenas, Chiapas, 2002).
 
ojos
Taquile, la isla encantada. Foto: Marcelo Alfonso Salinas (Chile)


regresa a portada