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México D.F. Lunes 6 de octubre de 2003

Hermann Bellinghausen

Cien años no es nada

¿Qué más un sueño, el pasado o el futuro? ¿Cuál más imaginario en el eléctrico rumor de los corderos del encanto? Un cordero, estampa de la inocencia, es la víctima propiciatoria, El Sinónimo de las religiones, mas lo que nace mito termina en barbacoa, cincuenta centímetros bajo tierra. En cuanto a la inocencia, ha de ser bonita, lástima. Una trampa como quiera. Ningún croquis o atlas está de más para librarse de ella.

La azotea, un punto gris y alambrado en el mosaico veneciano del caos. Una antena, un tinaco. Desde las ventanillas de un avión volando piporrescamente bajo no se disciernen los lazos del tendedero ni las facciones humanas. La ciudad como un océano rebasa la curvatura del globo terráqueo, cubre cerros y agujeros con un arduo telar de calles y casas aquejado de horror vacui. Echar mano a la brújula, no hay necesidad. Las coordenadas se traen dentro. En la palabra "raíz", o su equivalente.

La cabecita que asoma al pretil. El niño, menor que un grano de maíz. Ya lo joderán en la escuela por sus pelos de elote, cuando crezca otro poco. Desde que aprendió a caminar, en cuanto puede tira a la azotea como la cabra al monte. Allá siempre es de día. Hasta en la noche. El sol en cualquier parte, para todo da luz.

Ese día, tal vez ese año, no han degollado a Pietro, el blanco gallo, pollito de kermés que se logró y convirtió en mascota, que algún día imprevisto la madre condenará a muerte, interpósita mano de Trino, quien no guardará la identidad del pollo en el caldo más allá de la merienda. Su horrorosísimo crimen.

Pietro, aún sin asesinar, pasea en la jaula, sabiéndose guapo, un poco ridículo como todos los gallináceos. Llaman de abajo al niño. Pero antes, la ceremonia de la foto anual de cumpleaños. Ponte allí en la torre de la chimenea y mira la cámara. No hagas gestos.

Como fondo la columna de cemento incoloro, y en los flancos, girones azulgrana del valle de México. Despeinado, típicamente la camisa nueva de su 'cuelga' la trae desfajada. Los ojos puestos en la cámara miran a otra parte.

-Apúrate, Flaco, ya te mandó llamar tu Tito -aprieta un trapo de cocina con las manos húmedas una Arcángela más joven que el recuerdo al pie de la escalera. El niño baja en una estampida de realidades y fantasías, cruza el desayunador esquivando las sillas, salta al jardín hasta la puerta de hierro que conduce a la huerta del abuelo y corre a la cocina, que da lo mismo al huerto y el comedor, y del plato a la boca.

En el umbral, formales como foto antigua, lo esperan sonrientes el Tito y la Tita. Algo humea en la mesa puesta. Debe ser lo suculento: gulash, borrego almendrado, ganso en ciruela negra. Agua de jamaica imita el vino. El abuelo sabe que ese instante celebra el encuentro de dos siglos: el suyo y el que no verá. El niño no sabe, pero entiende que algo está pactándose, un secreto innombrable (quizá porque carece de nombre).

Los presentes tratan de estar a la altura de la circunstancia. Entonces y ahora. Del desembarco en Veracruz al momento de ser escritas estas líneas sólo han transcurrido cien años, la ceremonia en el medio. Una improbabilidad matemática de tres siglos, apenas una partícula de polvo en el pulido ventanal del tiempo. No hay otros testigos. Un sorbo de cerveza deja un bigote de espuma en la cara del niño de cuatro años, que ríe. De postre, y a petición suya, chongos zamoranos, que serían empalagosos e ingenuos si unas gotas de vino blanco pervierten deliciosamente.

Ese es el juego. Ese es el pacto. Esos los años. El abuelo toma un grueso habano por los cuernos, lo decapita y le pone fuego. Su panza deja espacio en el regazo para que el niño se haga caballito en las piernas. Habla del mar como si supiera, como si todavía recordara lo que cincuenta años atrás era navegar. La narración de su ronca voz se deleita imitando el tambor de las olas. Las olas. Las olas.

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