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México D.F. Viernes 26 de septiembre de 2003

Colaborador de La Jornada, fue reconocida voz de la causa palestina

Falleció Edward W. Said

''No me voy a morir, porque muchos me quieren muerto'', decía el escritor

ROBERT FISK THE INDEPENDENT

La última vez que vi a Edward W. Said le pedí que siguiera viviendo. Sabía que padecía leucemia. A menudo señalaba que su médico judío lo sometía a un tratamiento "de vanguardia". Pese a todos los denuestos que le lanzaban sus enemigos, siempre reconoció la generosidad y honorabilidad de sus amigos judíos, de los cuales uno de los más admirables es Daniel Barenboim. En esa ocasión Edward cenaba en un bufé en compañía de sus familiares en Beirut, frágil, pero furioso por la última rendición de Arafat en el conflicto israelí-palestino.

Respondió a mi petición como un soldado. "No me voy a morir", dijo, "porque mucha gente me quiere muerto."

Lo conocí en los primeros años de la guerra civil en Líbano. Ya había oído hablar de este hombre; este luchador intelectual, lingüista, académico y musicólogo,

pero -Dios me perdone la ignorancia que padecí en los 70- no sabía mucho de él. Me dijeron que buscara refugio en un departamento cerca de la calle Hamra de Beirut. Había tiroteos en las calles -qué fácilmente llegamos a aceptar la normalidad de la guerra-, pero cuando subí las escaleras hacia la vivienda escuché una sonata de piano de Beethoven. No, no era el Claro de luna -nada tan popular era del gusto de Edward-, y esperé 10 minutos afuera de la puerta pintada de café, hasta que la música terminó.

"Has leído mis libros, Robert, pero te apuesto que no has leído mis trabajos sobre música", me regañó una vez. Y desde luego, me apresuré a ir a la Librería Internacional, ubicada en el edificio Gefinor de Beirut, para adquirir su libro definitivo sobre musicología y añadirlo a mi colección: a sus maravillosos ensayos sobre los palestinos, con sus corrosivas críticas a la corrupción y falta de escrúpulos de Arafat, además de sus indignadas condenas a los crímenes de Ariel Sharon.

No era un hombre sin fallas. Podía ser arrogante e implacable en sus críticas. Podía ser repetitivo. A veces se enfurecía al punto del paroxismo. Pero tenía mucho de qué en-furecerse. Una tarde fui a visitarlo a la casa de su hermana Jean, en Beirut, una excelente dama cuyo recuento de la invasión israelí de 1982 a Líbano, Fragmentos de Beirut, es una obra que no desmerece en integridad junto a las de su hermano.

Edward estaba medio recostado en un so-fá. "Sólo estoy un poco cansado por el tratamiento para la leucemia", me dijo. "Pero si-go adelante, no me detengo."

Era un tipo duro, el más elocuente defensor de un pueblo sometido a ocupación y el más irascible atacante de su corrupto liderazgo. Arafat prohibió sus libros en los territorios ocupados, lo cual sólo prueba la inmensidad de Said y el empobrecimiento intelectual del líder palestino.

En nuestro primer encuentro, a fines de los 70, le pregunté sobre Arafat. "Fui a una reunión con él en Beirut el otro día", me respondió. "Le preguntaban sobre el futuro de un Estado palestino y lo único que sabía contestar era: 'Esa pregunta debería hacérsele a cada niño palestino'. Todos le aplaudían. ƑPe-ro qué quiso decir? ƑDe qué demonios hablaba? Era sólo retórica. No significa nada."

Después de que Arafat aceptó los acuerdos de Oslo, Said fue el primero en atacarlo, con toda razón. Señalaba que Arafat jamás había visto un asentamiento judío en los territorios ocupados y, además, que no hubo un solo abogado palestino presente durante las negociaciones de los acuerdos. De inmediato fue condenado -como todos los que entonces dijimos que los acuerdos de Oslo serían un error catastrófico- como "antipacifista" y, por extensión maligna, como "pro terrorista".

Said creía en la necesidad de repetir hasta el cansancio la historia palestina y de denunciar las viejas mentiras que la contaminan. Una que lo enfurecía particularmente era el mito de que en 1948 las estaciones de radio árabes llamaron a los palestinos a abandonar sus hogares dentro del nuevo Estado israelí.

Personajes anónimos lo insultaban por teléfono, alguien dejó una vez una bomba incendiaria en su oficina, muchas veces fue calumniado por judíos estadunidenses que detestaban que él, un profesor de literatura en la Universidad de Columbia, pudiera de-fender de manera tan elocuente y vigorosa a su pueblo sojuzgado.

Durante sus últimos días, unos crueles simpatizantes de Israel intentaron quitarle su empleo académico argumentando -la mentira injuriosa de siempre- que era antisemita.

Cuando el rector judío de Harvard manifestó su preocupación por el incremento del "antisemitismo" en Estados Unidos -por quienes se atreven a criticar a Israel-, Said escribió mordazmente que un académico judío que es rector de Harvard "šse queja del antisemitismo!"

Cuando su salud empeoraba, fue invitado a dar una conferencia en el norte de Inglaterra. Aún puedo escuchar a la señora que organizó el acto quejarse de que Said insistió en volar en clase ejecutiva. ƑY por qué no? ƑAcaso un hombre gravemente enfermo que lucha por su vida y por su pueblo no merece algo de comodidad al cruzar el Atlántico?

Su amistad con el brillante Barenboim y el apoyo que ambos dieron a la orquesta árabe-israelí que apenas el mes pasado tocó en Ma-rruecos era la prueba de su decencia humana. Cuando a Barenboim se le negó el permiso para tocar en Ramallah, Said intervino para que el concierto tuviera lugar. Esto provocó la furia del gobierno de Sharon, el mismo por el que Said no sentía sino desprecio.

La última vez que lo vi estaba radiante de felicidad por la próxima boda de su hijo con una hermosa joven. La vez anterior a ésa estaba furioso porque palestinos de Boston no fueron capaces de ordenar correctamente las transparencias para una conferencia que daría sobre el "derecho al retorno" de los refugiados palestinos a Palestina. Como todo académico serio, quería exactitud. Cuánto mayor fue su furia cuando uno de sus enemigos afirmó que Said nunca fue un verdadero refugiado porque estaba en El Cairo cuando los pa-lestinos fueron despojados de sus tierras.

No tenía respeto por los periodistas descuidados -basta un vistazo a su libro Reporteando el Islam, referente a la información sobre la revolución iraní- y los conductores de la televisión estadunidense lo impacientaban aún más. En una ocasión me platicó: "Cuando salimos al aire el cónsul israelí en Nueva York dijo que yo era terrorista y que quería matarlo. ƑY qué fue lo que me preguntó el conductor? 'Señor Said, Ƒpor qué quiere usted matar al cónsul israelí?' ƑCómo respondes a semejante estupidez?"

Edward era rara avis: al mismo tiempo un icono y un iconoclasta.

© The Independent

Traducción: Gabriela Fonseca

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