Ojarasca 77 septiembre 2003

La recientes jornadas contra la Organización Mundial del Comercio confirman que ya toda lucha popular en México pasa necesariamente por las resistencias indígenas como motor, no sólo símbolo. Su participación numérica en la movilización internacional de Cancún pudo parecer marginal (los indios no van a Cancún, como no sea para emplearse de albañiles, limpiadores o recamareras); pero su presencia real estuvo al centro.

De entre los millones de mexicanos amenazados por el comercio global (y que a nivel planetario suman cientos de millones), los indígenas son los últimos de la fila. Pero su presencia en la década reciente se volvió emblemática e indispensable en cualquier lucha. No podemos olvidar que fueron los pueblos indios los que le pusieron el cascabel al gato el primero de enero de 1994. Hasta entonces, el poder no les temía; no los creía capaces de tomar decisiones de alcance nacional.

El campanazo zapatista llegó puntual al minuto en que entraba en vigor el Tratado de Libre Comerció de América del Norte. Una década después, reina a escala planetaria la amenaza globalizadora del capital sin riendas, en un extremo de avaricia ya suicida. La guerra imperial es hoy el instrumento supremo para aceitar los negocios. La guerra devino el negocio mismo.

Después de 1994, la resistencia global tuvo instrumento y ganó un discurso. Se inició un diálogo con otros discursos renovándose en el mundo. Ese diálogo no se ha interrumpido. Como probaron Seattle, Praga, Washington, Génova y Cancún, las batallas conjuntas contra los organismos globales suceden en las calles: Woodstock e Intifada, gente que reza, debate, marcha, es golpeada por la policía y contrataca. Se organiza. Alguien muere asesinado. Alguien se suicida. "Somos los muertos de siempre" dicen los zapatistas, que viven en la selva, caminan sobre lodo, trabajan milpa, hablan sus pequeñas grandes lenguas mayas, pero durante diez años han aceitado su interlocución participativa con los que andan las calles y la supercarretera electrónica en las ciudades y los países y los continentes... desde las montañas del sureste mexicano.

El Congreso Nacional Indígena (una suma de regiones: así de local como suena, así de disperso), es el actor nacional de la resistencia que estalló en 1994. Hoy que todavía resulta abismalmente más difícil comunicar un pueblo con otro en Oaxaca o Chiapas que conectar Nueva York con Madrid o San Cristóbal de las Casas.

La única manera de que otro mundo sea posible depende de que las construcciones locales se fortalezcan al agregarse a la cadena de las resistencias mundiales. Los campesinos e indios de México en marcha hacen su parte. Fortalecen su autonomía y enseñan que la resistencia es una forma de gobierno donde se manda obedeciendo, y se construye casa a los futuros sin hacer el juego del Estado vendido al imperio ni a los planes de desarrollo castrante.
 

La esperanza se globaliza en los hechos. Los campesinos, esa gente tan local, tan terrenal y universal, lo saben mejor que nadie. En las autonomía definitivas es donde la lucha contra la dominación del capital mundializado se gana día a día, en cada lugar.

umbral


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