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México D.F. Sábado 30 de agosto de 2003

Ilán Semo

Propuesta para elegir un pasado

Las versiones que abundan sobre el estado actual de las transformaciones que se iniciaron a partir de las elecciones del año 2000 son menos variadas de lo que se podría suponer, y (si se admiten los riesgos de la simplificación) se reducen a tan sólo tres. La primera atribuye a la parálisis presidencial, el primitivismo del gabinete y ese estado de anomia permanente de los círculos del poder católico la incapacidad de traducir la novedad política de la alternancia en la novedad de un país efectivamente entregado a enfrentar algunos, así sean pocos, de los males que hereda de una historia manifiesta. La segunda versión, digamos la oficial, culpa a la incomprensión de la oposición, la glotonería del Congreso, los chantajes de la prensa y, sobre todo, a la herencia del pasado por haber impuesto un "freno al cambio". Aunque cada día menos acreditable -bajo esta consigna el PAN pierde las elecciones de 2003-, cifra el endeble testimonio de un (aún más) endeble discurso que quiere articular un espíritu de ruptura con una historia que ni siquiera sus propios protagonistas, esencialmente el PRI, se muestran deseosos de defender. La tercera, anclada en el solipsismo de una retórica que nunca sabe si ser oficial o de oposición, niega -o para decirlo más gráficamente: reniega- que haya existido algún cambio esencial en 2000, y que la alternancia represente tan sólo una corrección o una modificación de un sistema cuyos actuales administradores son incapaces de administrarlo bajo las nuevas circunstancias.

Es difícil precisar lo que comunica a estas versiones del cambio. Términos como escepticismo o pesimismo resultan simplemente anfractuosos. Además, suponen la viabilidad de sus antípodas: la ilusión, el optimismo. Los sentimientos que produce la transición mexicana se mueven más bien en dirección de un juego incómodo en el que todos sus protagonistas terminan convertidos en mercancías desechables o negociables; la mutación aguarda a todos, y sobre todo la mutación al absurdo. Sea como sea, la convicción generalizada es que la transición se ha estacionado, paralizado, desviado o detenido. Y en el paroxismo de las versiones priístas, ni siquiera existió, fue una ilusión, un giro lingüístico. Acaso la opinión pública profunda es la menos inclemente. Lo cual resulta paradójico, porque ahí el espectáculo se sigue de lejos y se padece (desempleo, pobreza, emigración, violencia) cada día más de cerca.

Visto desde la perspectiva del malestar en la transición, parece que poco o muy poco ha cambiado en el país desde 2000. Pero si se lee entre las líneas de la formulación de ese malestar, la imagen que aparece resulta radicalmente distinta: la sensación sintomática es que todo ha cambiado, o mejor dicho, el corazón del todo.

ƑQué es lo que cambió esencialmente en 2000?

Alguna vez, Michel de Certeau escribió que una "sociedad" sólo es posible en tanto que sociedad (el pleonasmo es funcional), es decir, en tanto que sistema de vasos comunicantes y comunicables, si cuenta con un principio de autoridad que cohesione a sus miembros, tanto a sus apólogos como a sus críticos, a sus defensores y sus detractores. La autoridad, escribe De Certeau, es el oxígeno que respira una sociedad, lo que es común a todos. No hay sociedad sin principio de autoridad. Lo contrario es un oximoron (o un gas mortífero).

El principio de autoridad que rigió a México desde 1940 estuvo basado en un cúmulo de normas (escritas y no escritas), prácticas, valores, morales públicas y privadas, que fincaban a la máxima autoridad -el presidente- como el vértice de las máximas que gobernaban a la sociedad. Más que referirse a la Presidencia, el presidencialismo habitaba en su infinita capacidad para duplicarse en interminables clones: la ilusión de su poder omnímodo contagiaba de ilusiones a todos los poderes de la sociedad, desde el gobernador hasta el cacique, desde el funcionario hasta el policía de la calle, del maestro al padre de familia, desde el caudillo intelectual hasta el escritor que apenas se iniciaba. ƑQuién no llevaba en ese México un cacique o un capo en el alma?

Si algo afectó el cambio de 2000 fue precisamente el aura de esa Máxima Autoridad: la ilusión de la posibilidad del poder omnímodo. Incluso antes de que Vicente Fox llegara al poder en diciembre de 2000, todas las aceitadas estructuras de esa antigua maquinaria habían empezado a desplomarse. La prensa se emancipa de su sombra, el Congreso lo ve como un simple objeto de negociación, la sociedad política intuye que si las reglas de su recambio, seis años después, habrán cambiado, las reglas de su existencia están por inventarse.

Cuando el principio de autoridad que cohesiona a una sociedad se transforma, la sociedad no tiene otro remedio que producir uno nuevo, inédito. De lo contrario, sigue la desagregación. Y el dilema esencial de la transición mexicana reside acaso en que la sociedad política ni siquiera se plantea el problema como tal.

Las noticias sobre las experiencias de transiciones que fincaron su viabilidad en resguardar al régimen presidencial son catastróficas: Rusia y América Latina hablan abundantemente de ello. Hay algo de esencialmente incompatible entre la mentalidad presidencialista y la emergencia de instituciones plurales y competitivas. En ello, tal vez Juan Linz tenía razón.

Ninguna de las fuerzas que componen el cambio en México parece avizorar el horizonte de la futilidad del régimen presidencial. Pero ese horizonte parece acercarse cada día con mayor celeridad.

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