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México D.F. Domingo 10 de agosto de 2003

Carlos Bonfil

Amén

El tema de Amén, la película más reciente del realizador francés de origen griego Constantino Costa Gavras, no podía ser más polémico ni más oportuno. A la creciente intransigencia de una alta jerarquía católica muy pronta a condenar toda conducta ajena a su ortodoxia, responde hoy en el cine, de modo también creciente, el cuestionamiento de su intolerancia y de sus contradicciones. El ingrato papel jugado por la máxima autoridad católica durante la Segunda Guerra Mundial, y de modo particular, en su relación con el régimen nazi y frente a la tragedia del Holocausto, queda expuesto de modo contundente en esta cinta. La denuncia causó un verdadero escándalo en 1963 cuando se escenificó en Europa El vicario (Der Stellvertreter), de Rolf Hochhuth, la obra teatral de seis horas en que se basa la película. En esa ocasión, sus representaciones en Roma tuvieron que suspenderse por la presión de organizaciones católicas, mientras que en Nueva York sucedió algo similar cuando el Comité Judío Americano y la Liga Contra la Difamación se unieron sorpresivamente a grupos católicos para impedir el estreno del espectáculo (J. Hoberman, The Village Voice, enero 2003). La denuncia de la obra era implacable: ante la evidencia insoslayable de la deportación y el exterminio nazi, la jerarquía católica eligió la colaboración por el silencio, con el argumento falaz de no entorpecer con su pronunciamiento la estrategia de los ejércitos aliados, y con la convicción, más sincera, de que todo sacrificio era útil en la lucha global contra el comunismo.

Costa Gavras retoma el hilo central de la trama, con dos personajes, uno real, un oficial de la SS, Kurt Gerstein (Ulrich Tukur), y otro ficticio, Riccardo Fontana (Matthieu Kassovitz), un sacerdote jesuita, unidos ambos en un esfuerzo heroico para denunciar las atrocidades de la solución final. Gerstein, de primera profesión químico, descubre que el gas letal Zyklon B, diseñado para desinfectar las barracas en los campos de concentración, será utilizado en un diseño mayor de exterminación masiva. Fontana, a su vez, acepta interceder ante el papa Pío XII para frenar en lo posible esa barbarie. Los obstáculos se multiplican y paulatinamente queda expuesta la indolencia papal y la red de intereses entre el Vaticano y la dictadura nazi. En ningún momento se simboliza mejor esa alianza que en el cartel publicitario de la cinta, obra de Oliviero Toscani (ex director artístico de la marca Benetton), que prolonga una cruz cristiana hasta formar una suástica.

El realizador de la célebre trilogía de thriller políticos que en los años 70 incluía Z, La confesión y Estado de sitio, alguna vez explicó su estrategia narrativa, clave de su éxito en taquilla: capturar primero la emoción del espectador mediante el suspenso y ofrecer después la denuncia social con un impacto astutamente dramatizado. En Desaparecido (Missing), de 1982, la fórmula mostró su agotamiento, y Costa Gavras no levantó después proyectos de interés o eficacia comparables. En Amén sucede algo parecido. Si bien el director elige un tono discreto (sugerir el desastre en la mirada y reacción de los personajes), alejándose así de la denuncia rutinaria o de la estilización visual de la tragedia, no evita en cambio la simplificación ideológica ni el grueso trazo psicológico. Kurt Gerstein, por ejemplo, es en la obra El vicario una figura dramática más compleja, en sus relaciones familiares, en su dilema militar, y en su propia conciencia tardía, y no sólo un nazi súbitamente humanista que desafía al Reich y a toda una institución religiosa. Ricardo Fontana es de igual modo una figura unidimensional, un cura de inmensa candidez destinado previsiblemente a la condición de mártir. Otra representación fácil es el envilecimiento de la imagen de los sacerdotes, instalados en la arrogancia satisfecha, algo un tanto gratuito dada la contundencia de lo denunciado. La cinta importa en tanto radiografía de una mezquindad moral, la negación de la caridad es uno de sus temas centrales, y en el caso de la jerarquía eclesiástica, el señalamiento histórico es inapelable.

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