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México D.F. Martes 8 de julio de 2003

Robin Cook*

Fueron los políticos quienes nos llevaron a la guerra

Si fuera pescador, Alastair Campbell podría reclamar la copa de oro por haber capturado el arenque más grande de la historia. Por sí solo ha convencido a la mitad de los medios de comunicación británicos de que la investigación del Comité Selecto de Asuntos Exteriores tuvo origen en su guerra personal con la BBC. Sin ningún escrúpulo ha capitalizado su conocimiento de que no hay nada que a la prensa le guste más que las noticias relacionadas con ella misma, y lo ha explotado para distraer la atención de los yerros del gobierno en relación con Irak. En lo personal me sentiría feliz de dejar que Alastair Campbell y Andrew Gilligan dirimieran su rencilla a golpes en alguna isla desierta, para que los demás podamos volver al tema principal de cómo Gran Bretaña terminó enredada en una guerra sobre la base de una premisa falsa.

En la conferencia de prensa de este lunes, en el Comité de Asuntos Exteriores, John Stanley hizo una observación dirigida al corazón mismo de la vergüenza del gobierno. Todas las demás guerras modernas surgieron de asuntos ocurridos en el mundo real: la invasión a Kuwait por Saddam, la limpieza étnica de Milosevic en Kosovo y la complicidad del talibán en los acontecimientos del 11 de septiembre de 2001. Como la invasión a Irak fue concebida como un golpe preventivo, por definición no podía ser una respuesta a un hecho real, sino que su justificación dependía de informes de inteligencia que revelaran "un peligro verdadero y presente". Tal circunstancia ponía sobre la inteligencia el peso excepcional de proporcionar una base de hierro macizo a la guerra. Por desgracia la inteligencia presentada por el gobierno en su informe de septiembre se cuartea hoy, bajo el peso de esa responsabilidad.

No es para sorprenderse, si se tiene en cuenta que la primera conclusión del comité es que el Reino Unido "confió en gran medida en la inteligencia técnica de Estados Unidos, en desertores y en exiliados que tenían sus propias prioridades". En consecuencia, para dar impulso a la guerra contra Irak el gobierno realizó una serie de afirmaciones alarmistas que entran en conflicto con la realidad de la posguerra. No hemos encontrado las fábricas de armas químicas que se nos aseguraba que los iraquíes habían reconstruido. No tenemos ningún indicio del programa de armamento nuclear que se nos dijo que se había vuelto a poner en marcha. Y no hemos desenterrado ninguna arma de destrucción masiva, ya no digamos alguna ubicada a 45 minutos de trayecto de las unidades de artillería.

Con soberbia ironía, el comité invita al gobierno "a declarar si aún considera que el informe de septiembre es confiable a la luz de los acontecimientos subsecuentes". Luego subraya lo difícil de la tarea que ha encomendado al gobierno, al concluir que la inquietud por las afirmaciones más extravagantes contenidas en ese documento no se disipará "a menos que salgan a la luz más pruebas de los programas iraquíes de armas de destrucción masiva".

En suma, los ministros tendrán que mostrar las armas de verdad o reconocer que el informe de septiembre no era confiable.

Los ministros han intentado dos formas de escapar a este predicamento. La primera es pedir más tiempo. Sin embargo, el Comité Selecto de Asuntos Exteriores ha tenido el buen juicio de impedir que los ministros pospongan hasta el infinito el plazo para encontrar las armas con la esperanza de que los demás dejemos algún día de preguntar por ellas. El comité quiere que el gobierno dé las respuestas cuando los ministros respondan a su dictamen, lo cual por consenso debe ser en el curso de dos meses.

La segunda ruta de escape que cavan los ministros es modificar la norma de la evidencia requerida. Ya no prometen desenterrar armas de verdad, sino hablan de mostrar pruebas del potencial para construirlas. Por consiguiente, la semana pasada en la Cámara de los Comunes Tony Blair no se comprometió a mostrar las armas mismas, sino a publicar "los hallazgos" del Grupo de Investigación sobre Irak. Sin embargo, la causa de la guerra no se promovió sobre la base de que después de conquistar Irak estaríamos en posición de escribir un mejor informe sobre la capacidad de Saddam. La postura rigurosa era que Hussein tenía verdaderas armas de destrucción masiva, y sin ellas el argumento para justificar la guerra se ve demasiado endeble.

Hay otra pregunta incómoda planteada por el comité al gobierno, que los ministros deben contestar en un tiempo aún más breve. El comité critica al gobierno por asegurar en el informe de septiembre que Irak había buscado obtener uranio de Níger. Ahora sabemos que en febrero anterior la CIA envió a un embajador retirado a ese país africano a investigar esas aseveraciones, y reportó que eran falsas. Resulta difícil creer que cuando en la CIA leyeron que sus colegas británicos repetían esa afirmación falsa no hayan levantado la línea telefónica de seguridad para advertirles contra una versión que habían descartado seis meses antes.

Sin embargo, el Ministerio del Exterior no ha podido responder hasta ahora a las demandas del comité de que dé a conocer en qué momento se enteró de que los documentos relativos a la supuesta compra de uranio eran groseras falsificaciones. ¿Por qué? ¿Será porque la respuesta revelaría que los ministros sabían que esta parte del expediente era falsa desde antes que el Parlamento votara a favor de la guerra, pero omitieron corregir el dato? Y si fue así, ¿había dudas en la mente de los ministros sobre alguna otra aseveración contenida en el documento? Si el asunto no fuera tan grave sería divertido observar las jugarretas del gobierno para evadir su responsabilidad sobre el informe de septiembre. Alastair Campbell se indigna cuando alguien insinúa que el informe contiene algún dato revelado por él. Jack Straw declaró con toda deliberación al comité que la afirmación de que las armas podían estar listas en 45 minutos no fue hecha por él. La falta de entusiasmo para reclamar la autoría del expediente de septiembre muestra con elocuencia la falta de confianza que tiene actualmente el gobierno en las afirmaciones que contiene. Pero en alguna parte debe haber alguien que asuma la responsabilidad por la forma en que el gobierno entendió todo mal, y yo no aconsejaría a los ministros echar la culpa a las agencias de inteligencia. Estas han mantenido fielmente gacha la cabeza durante el mes pasado, pero pocas cosas tendrán más probabilidad de provocar murmuraciones de ellas que la sensación de que se les está preparando como chivos expiatorios.

Tampoco se debe permitir a los ministros encogerse de hombros y decir con un suspiro que las agencias de inteligencia estaban equivocadas. No fueron esas agencias las que tomaron la decisión de ir a la guerra. La decisión fue del primer ministro, y fue él quien usó los informes de inteligencia para justificar la guerra.

La tragedia fue que los inspectores de armas de la ONU ya habían demostrado que las afirmaciones de la inteligencia no eran sólidas. Hans Blix observó una vez más este domingo que siempre que iban a un sitio identificado por la inteligencia recibían un chasco. Es extraordinario que este abismo entre nuestra información de inteligencia y la realidad en el campo no provocara dudas en el gobierno antes de desencadenar la guerra. Me temo que hay algo de verdad en la sospecha de que Washington quería sacar a los inspectores de Irak antes de que probaran sin lugar a dudas que ese país no constituía amenaza alguna.

El domingo pasado fue la fiesta del apóstol Tomás, de quien es fama que se equivocó al dudar. Pero ya no le funcionará al gobierno basar sus alegatos en los sermones del domingo y exhortarnos a tener más fe en sus afirmaciones de que Saddam era una amenaza grave y real. Si quiere convencernos de que la guerra fue justificada, necesitará mostrarnos armas de destrucción masiva tan tangibles como las pruebas que exigió Tomás.

* Robin Cook fue ministro del Exterior de Gran Bretaña y este año renunció a su puesto como presidente de la Cámara de los Comunes, en protesta por el apoyo que el gobierno de su país dio a la guerra contra Irak.

© The Independent

Traducción: Jorge Anaya

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