Jornada Semanal,  15 de junio de 2003         núm. 432

ANA GARCÍA BERGUA

UN CAMBIO 
EN NUESTRAS VIDAS

¿Por qué es algo tan complicado conseguir cambio en esta ciudad? Lo que en cualquier novela, en cualquier película, es emblema de tener mucha suerte, es decir, recibir un billete grande, en esta ciudad equivale más o menos a una gran maldición: el cajero, el pagador o quien sea le da a uno un billete grande, pongamos de doscientos, de quinientos pesos (¿se acuerdan de aquellos años en que hubo billetes de a mil que traían a Sor Juana? No, no se acuerdan. Chin, qué rápido se va el tiempo), y he aquí varias horas perdidas tratando de cambiar el dichoso billete. Un verdadero desastre si uno no tiene una cosa cara que comprar, pues entonces será del todo inútil: habrá que gastar la mitad del billete en adelantar un gasto que uno no quería hacer, o regalarle algo deveras caro a un ser querido, o hacer un donativo a una ong, algo por el estilo, pues si no, será imposible comprar las pequeñas cosas que necesitamos diariamente con nuestro billetote. Pero bueno, no hablemos de los gastos. A mí lo que me sorprende es cómo se ha uniformado la mímica de los que se niegan a dar cambio; por ejemplo los taxistas. Lo llevan a uno hasta Tlalpan, pongamos por caso, y cobran no sé, cuarenta pesos si son de sitio.

Saca uno su billete de doscientos, que no logró cambiar antes de hacer el viaje, para colmo necesario y urgentísimo. Entonces miran a lo lejos y dicen híjole, no traigo cambio, ¿usté no trae? Uno ya sabe que no tiene cambio, pero hace como que busca, rasca en sus pantalones o falda o bolsa o detrás de la oreja o en el sobaco, y no trae. El taxista vuelve a mirar en lontananza –una manera elegante de no matarlo a uno– y abre el cenicero y menea con pereza unas moneditas y dice: es que acabo de empezar (son las seis de la tarde). Uno vuelve a rascar en su bolsa, etcétera y explica y cuenta lo del cajero y la prisa y jura por lo más sagrado que no trae, hasta que el taxista, finalmente, levanta un tapetito del piso, saca de ahí unas monedas de a diez pesos y dice: a ver si junto. Uno siente que bajo ese tapetito yace oculto todo el cambio de la Ciudad de México, y finalmente logra bajar del taxi con su cambio, pero la lucha fue ardua, el taxista le hizo sentir a uno que la vida no es fácil y conseguir cambio tiene su precio. No se le saca cambio a la gente así como así, hay que sufrir un poco, faltaba más, con lo que cuesta conseguirlo, parecen decir, pues la negativa a dar cambio es una tortura que todos practican contra todos: el que hoy en la tarde te lo niega en la tintorería, pasó la mañana humillado, mendigándolo en alguna farmacia. Eso sí, cuando el taxista de veras no tiene cambio, se baja, para a un compañero, y el compañero le cambia en cinco minutos, yo lo he visto, es una cosa de solidaridad gremial. Porque el cambio es algo muy valioso, no se da a cualquiera. Prueben ustedes a entrar a una tienda del tamaño que sea, un supermercado incluso, pidan que les cambien ese billete grande que les cayó en las manos como un carbón encendido y verán lo que les digo: cómo el (la) dependiente (a) tuerce los ojos hacia abajo, abre los brazos con gesto de desolación y mira con infinita sorpresa a la caja registradora, como si se hubiese vaciado de repente o estuviera llena de peces de colores, y como si uno pidiese algo imposible, casi inmoral: ¿podría usted salir a asesinar a su tío Pedro en este mismo instante? No, señora, cómo cree, imagínese el susto que le daría a mi abuelita. Además, acabo de empezar (son las cuatro de la tarde). Uno hasta termina sintiéndose culpable de haber recibido el dichoso billete, o muy estúpido por no haber sabido engañar al cajero automático para que no le diera aquella cosa tan paradójica, de valor tan alto que nadie la acepta, o hasta muy malvado, por andar obligando a la gente a dar su cambio, que es algo tan valioso, tan íntimo y personal. Al grado de que si uno avisa, antes de subir al taxi, o comprar el ukelele en la enorme tienda que supuestamente debería albergar todo el cambio del mundo, que va a pagar con aquel billete de alta denominación, los empleados o el taxista prefieren que la transacción no se cumpla: levantan los brazos, miran al Cielo, ponen su carita de resignación. ¿Quién le manda, parecen decir, comprar sin cambio? Aquí el amor al cambio está tan arraigado, que va incluso contra las ambiciones del sistema capitalista: es una especie de amor coleccionista. Yo a veces, cuando paso uno de esos días en que tengo que pedir cambio, y paso todo el día viendo cómo los dependientes de las tiendas miran hacia otro lado, y hacen todos el mismo gesto de derrota, como si los fuera yo a asaltar, me pregunto si dormirán abrazando a su cambio preservado de las garras de tantos clientes que tuvieron el atrevimiento de pedirlo en demasía, y que ahora descansa brillante e insospechado, como una especie de tesoro de canicas, o de gato burlón que se relame los bigotes en la caja registradora.