Jornada Semanal, domingo 1º de junio del 2003                núm. 430

LUIS TOVAR
THE STEREO TYPES

Como si el uso de una herramienta más fina fuese una suerte de imposibilidad, una inconveniencia o incluso una prohibición manifiesta, Sin ton ni Sonia ha sido ejecutada valiéndose de la gruesa brocha del estereotipo, a cuyos bastos trazos ha recurrido en tiempos recientes la gran mayoría de quienes incursionan en el género de la comedia.

De profesión publicista y egresado del Centro de Capacitación Cinematográfica, Carlos Sama debuta como largometrajista con un filme cuyo título está llamado a convertirse en un autogol monumental. Basada en un guión escrito por Luis Felipe Sabre y por el propio Sama; producida por Salvador de la Fuente, Erwin Neumaier, Harikiri Producciones, United Angels, Columbia Pictures, Ahumada Films, Reider Films; con el apoyo del Fidecine y con las actuaciones de Cecilia Suárez y Juan Manuel Bernal en los papeles protagónicos, Sin ton ni Sonia viene a engrosar –ya sea que sus realizadores se lo hayan propuesto o no, ya sea que estén conscientes o no de ello–, la serie de películas susceptibles de ubicar en el espectro de ese cine que se quiere amable y entretenido, pero que de tan ligero y carente de todo compromiso que no sea el de agradar, termina siendo eminentemente superficial.

A la manera de otras comedias mexicanas que han estado en cartelera en los últimos tiempos, Sin ton ni Sonia le pide al espectador que lleve a cabo un ejercicio de credulidad que nada tiene de particular si recordamos que ése precisamente es el único requisito indispensable para que una película –lo mismo que cualquier otra pieza narrativa–, sea aceptada por quien la está viendo, en términos de algo que es posible aunque sea improbable. En otras palabras, se habla aquí de la verosimilitud, factor que en este filme no está del todo ausente aunque, conforme avanza la historia, va convirtiéndose en una carencia cada vez más acusada.

A consecuencia de haber cargado mucho las tintas en el perfil de los personajes, el desarrollo dramático de cada uno de ellos culmina en un cliché absoluto: Orlando (Bernal), protagonista y narrador en off al mismo tiempo, es un atribulado e histérico doblista de series de televisión que vive con Sonia (Mariana Gajá), mujer instalada en la macrobiótica, la mística barata, la telepatía y la búsqueda interior. Su incompatibilidad de caracteres es la actancia para un trayecto anecdótico cuya simpleza es violentada por la irrupción del resto de los personajes: Orlando reencuentra a una ex pareja también doblista (Suárez), que vive, mal, con un hombre incapaz de relacionarse con el mundo como no sea por medio de su computadora (José María Yaspic). Sin ninguna sorpresa narrativa, Orlando y su ex pareja retoman su relación.

Hasta aquí la cinta es, con todo y la superficialidad y el trazo gordo, un ensayo aún aceptable de caracterología urbana contemporánea; el derrotismo pseudonihilista de Orlando, el hartazgo de su ex pareja, la obsesión cibernética, la vida estilo new age, etcétera, son efectivamente variaciones de una forma de vida actual. El problema, como se dijo, consiste primero en el innecesariamente excesivo reforzamiento de tales perfiles, y después en la irrupción de personajes secundarios que no son sino desagradables caricaturas a las que resulta imposible quitar el acartonamiento que suele producir el convencionalismo. Sume usted aquí a una asesina serial tan de pacotilla como los secuaces que la acompañan; a un místico con poderes telepáticos que se enamora de Sonia y también ayuda a la policía a atrapar a la asesina serial –que en realidad es una traficante de órganos–; a una pareja de policías estadunidenses que vienen a México por la asesina, y a un policía mexicano caracterizado como el tonto simpático que se supone debe ser cualquier patiño.

Probablemente usted esté de acuerdo con este aporreateclas en lo siguiente: a una historia más bien sencilla de ruptura de una pareja joven que un día descubre su incompatibilidad, seguida del reencuentro de uno de ellos con su verdadera media naranja, no le hacían falta los barroquismos implícitos en la aparición forzada y chocante de un telépata, una asesina serial/traficante de órganos y una terna de policías caricaturizados in extremis. Por supuesto, la ausencia de tales personajes y la parte de la historia que su inclusión conlleva, daría como resultado otra película, una de la cual no podría decirse, como al inicio de estas líneas, que abona a esa suerte de actual tendencia tácita a generar filmes entretenidos, chistosos, cuyos principales rasgos son la inverosimilitud por la vía del exceso y una permisividad en la factura del guión que da la pauta para incluir prácticamente cualquier cosa que al guionista se le ocurra, por más que pueda caerse en el absurdo.