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México D.F. Domingo 25 de mayo de 2003

Juan Saldaña /I

El Centro Histórico

Abandonemos, aunque sólo sea por corto tránsito, el inevitable prurito de argumentar desde estas líneas sobre lo que está pasando hoy en México y en el mundo. Sesguemos levemente la mirada para posponer preocupaciones y angustias. Dilatemos un poco más el, por otro lado, insoslayable proceso al Presidente y a sus hechuras. Sus viajes, sus pronunciamientos, su señora, sus ministros y su gente. Sólo por hoy. Borremos el presente ominoso y feroz. Vivamos un pasado glorioso. Yo los invito. Viajemos al México de hoy, navegando en el ayer de canteras, volutas y esculpidas columnas. El mundo de esquinas rebordeadas, piedras caladas y estípites gloriosos. Vengan. Yo los invito. Saldrán ganando.

Perdidos en el escándalo cotidiano de esta gran ciudad de México, poco reparamos en ese universo de arte y de historia maravillosa y fantasmal en veces que es el Centro Histórico. El gran Centro Histórico de la ciudad de México que ha sido sujeto, de un tiempo a estos días, de un bienhechor programa de restauraciones y cuidados.

Retablo de maravillas, nuestro Centro Histórico constituye remanso de bellezas y de historia: a la mera mitad de la locura representada por casi mil trescientos kilómetros cuadrados de superficie saturada por más de 15 millones de habitantes que, día con día, transcurren a pie, en automóvil, autobús, microbús, Metro y tranvías aún. Millones de habitantes que viven y circulan como en feroz enjambre de hormiguero en esta fatigada ciudad que nos devora todas las noches y, mañana a mañana, expectora otra vez su carga humana para recomenzar la historia.

En medio de este gran movimiento, equidistante a sus extremos florece para México su Centro Histórico que en asonadas o en paz; frente a revoluciones y a caudillos; frente a gobernantes, a magistrados, a militares y a ministros, frente a su pueblo en fin sigue ofreciendo un remanso de paz y de memorias.

Vaya, lector asiduo de mis barbaridades, a nuestro Centro Histórico. Yo lo invito.

De pie, a la mitad de la gran plancha del Zócalo, bajo el asta bandera permanente, puede admirar, un domingo soleado en la mañana, las grandes fachadas de edificios que resguardan ahí las versiones del poder humano, el de la nación completa y el de la ciudad. El poder de la tierra, el de los hombres, el que reside en nuestro gran Palacio Nacional. A su derecha y en breve giro habrá de descubrir la casa de la ciudad, su ayuntamiento; el gobierno de esta ciudad inmensa e indescifrable.

Al solo completar el giro puede enfrentarse la sede del gobierno intemporal y etéreo. El gobierno de la fe y de las creencias. De la religión y de sus signos. Frente a frente. La Catedral de México.

El conjunto es feliz y es armonioso. Se siente el equilibrio de la historia que algunos quisieran vulnerar. Pero ahí está.

Tranquilo viandante dominguero, detente a la mitad del Zócalo y contémplalo. Bastan pocos minutos y la experiencia queda. Te habrás enriquecido y podrás continuar.

Si deseas penetrar en los secretos de cada edificio yo te lo elogio. Muy difícil será el exceptuarse. Entra en el Palacio Nacional de recia arquitectura. Siente sus portones y sus arcos de cantera y tezontle. Toca sus columnas y recorre balaustradas y escaleras. Siente la cantera apoyar tu firme paso. La cantera ahí; bajo tus suelas.

De frente a la escalinata principal encuéntrate a Rivera. Son sus murales. Son sus interpretaciones de la historia. Varones indígenas y metálicos guerreros invasores. Corceles coagulados en los muros.

Indígenas y próceres. Lanzas y flores. Políticos y curas. Víctimas y victimarios. El pueblo guerrillero. Nuestros fantasmas. Tierra y libertad. Acero y pedernal. Tal es la historia. Así es Rivera. Y tú, viandante dominguero, debes continuar.

Ya frente a Catedral descubrirás, junto al austero diseño del cuerpo principal, con torres, campaniles, troneras, y viejos portones de madera de indudable nobleza, la prodigiosa locura del barroco impresa para siempre en el Sagrario. ¡Ojo! No te metas en el templo principal si antes no has admirado esa locura hecha de cantera, arte y fe religiosa que es el Sagrario Metropolitano.

En el bello edificio puede descubrirse a los 12 apóstoles esculpidos en las caras fronteras de los cubos de sus cuatro columnas estípites, mientras que pueden encontrarse las efigies de los 12 profetas representadas en los cubos de las cuatro columnas de la fachada oriente, la que da de frente a los restos de nuestro gran Templo Mayor, el anterior, el original, el de los indios.

Después de todo ello entra en el templo. Contempla sus altares. Ve los retablos. Si quieres, reza. Pero por sobre todo ello siente el arte inmenso y eterno de tus templos.

Al concluir tu visita a los edificios y templos enclavados ahí, saldrás al sol de la plaza y sentirás de nuevo que el valor de la historia de este pueblo continúa superando presentes deleznables.

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