Jornada Semanal, domingo 8  de diciembre  de 2002            núm. 405

ENRIQUE LÓPEZ AGUILAR

QUID PRO QUO

Aunque a la frase latina del título se le suele dar el sentido de "confusión o error", literalmente significa "una cosa por otra", pues la asociación original sugiere un intercambio (una cosa a cambio de otra) en un trueque de cualquier índole. Sin embargo, el galimatías surge cuando la cualidad descrita por la frase trata de entenderse en su contexto moderno, por lo menos en el de un México cuyo ámbito es el de la relación con los derechos y obligaciones de las personas. El siguiente ejemplo, que no es mexicano, puede ayudar al esclarecimiento del tema: en la Rue Claude Bernard, en París, a pocas cuadras del Jardin des Plantes, existe un curioso establecimiento que se ostenta como Oficina de los Derechos de los Animales. La pregunta que surge, casi de inmediato, después de intentar una ponderación de los ámbitos abarcados por tales derechos, es la siguiente: "¿cuáles serán sus obligaciones?", pregunta que exhibe un exceso bienintencionado si se mira detenidamente la relación ciudadana supuesta en el enunciado: ¿los animales exigen y aceptan esos derechos o sólo son algunos que los seres humanos les asignan por considerarlos necesarios o inmanentes? En caso de tener obligaciones, ¿las cumplen por sí mismos o son sus amos o protectores quienes vigilan que, por ejemplo, no defequen en la vía pública o, si lo hacen, son ellos quienes se sienten obligados a recoger las heces fecales de sus mascotas? Curiosa materia ésta en la que, tal vez, en lugar de referirse a los "derechos" de los animales habría que hablar del respeto que merecen y del grado de domesticación esperado en ellos.

El asunto de las correspondencias (dar una cosa a cambio de otra) no termina ahí, pues en los tan traídos y llevados debates acerca de los derechos humanos suele insistirse en el tema cuando, por ejemplo, se habla de la captura y el trato debido a ciertos infractores que, notoriamente, no repararon en ninguna de las consideraciones debidas a sus víctimas durante el momento de amenazarlos, hacerlos padecer un asalto o allanamiento de sus casas, ni en otros en los que la víctima pudo ser sujeto de agresiones físicas (golpes, heridas, agresiones sexuales, tortura o muerte)… en suma, durante situaciones en que se infringen los derechos humanos y las garantías individuales de las víctimas.

La Ley del Talión consideraba que justicia era reparar un daño de manera equivalente, lo cual tiende a dar a la venganza un aspecto de equidad controlada, pero sólo ha prohijado excesos como los de cobrar cien vidas a cambio de una (es el caso de los nazis, que destruyeron el poblado checo de Lídice, y el del Estado de Israel, que ha arrasado con poblaciones palestinas inermes): la lección es que tales excesos no amainan los deseos de independencia y libertad en las resistencias de los sojuzgados. Dentro de esa ilógica reivindicadora o fanática, la tortura ha sido instrumento favorito para obtener declaraciones judiciales, confesiones de inocentes, el escarmiento de amplios grupos sociales y la consecuente disciplina colectiva aplicada mediante el terror. La historia ha demostrado que, si bien dichas prácticas violentas siguen realizándose y se encuentran muy lejos de una búsqueda de la justicia, así parezcan fundadas en la zona más confusa del quid pro quo, no han detenido un impulso que Fromm dio en llamar de "biofilia".

Hay quienes se muestran azorados ante el hecho de que probados infractores gocen de la plenitud de derechos de una humanidad a la que parecen haber renunciado al cometer un delito, pero es éticamente superior no incurrir en respuestas y encarnizamientos como los de Afganistán, Nigeria o las prisiones clandestinas del Buenos Aires de la dictadura militar. Sin embargo, el respeto a la persona no debería confundirse con impunidad: esta falsa certeza avala la sospecha selvática de que el mundo es de los violentos; de que, cuando los no violentos ejercen justicia, muestran su debilidad ante las quejas de aquellos que protestan por sufrir injurias semejantes a las que prodigaron en otros (más vulnerables y desarmados en el momento de sufrir un atropello, durante circunstancias en las que no podían elevar protesta alguna ante ninguna Comisión de Derechos Humanos).

En los callejones legalistas se enredan caminos que permiten hallar el argumento para que defraudadores y funcionarios corruptos logren escapar, o para que seres violentos se quejen de maltrato policiaco. En esta novela negra donde somos simultáneos testigos y actores, ¿cómo alcanzar la claridad para que conceptos como los de humanismo y justicia no sean instrumentos perversos de la argucia?