Ojarasca 67  noviembre 2002


 
 
 
El Estado contra los territorios comunales
La Conquista no ha terminado

Carlos González García
 

Frente a la renovada emergencia de un movimiento indígena nacional que ha cuestionado al poder con una intensidad no vista en décadas (y cuya expresión más significativa es el EZLN) y pese al espacio político nacional que encarna el Congreso Nacional Indígena, las novísimas teorías que intentan definir y clasificar al sujeto indígena, así como los programas políticos oficiales, de izquierdas y derechas, omiten por lo general las reivindicaciones territoriales expuestas y demandadas por los pueblos indígenas como base de su reconstitución plena.

Resulta evidente que la clase política, las llamadas organizaciones nacionales campesinas y una destacada porción de la intelectualidad nacional, no están interesadas en la reconstitución de los pueblos indígenas ni en la construcción de un proyecto de nación pluricultural y democrática. Esto apuntala los intereses de las grandes empresas multinacionales.

La aversión de los grandes capitales a las reivindicaciones territoriales de los pueblos indígenas parece obedecer a que son un obstáculo objetivo frente a la lógica depredadora del capital y a sus proyectos de saqueo y rapiña.

Resulta relevante entonces desentrañar y combatir la estrategia diseñada por el Estado mexicano para minar los escasos derechos territoriales conquistados por las comunidades indígenas del país.
 

El ciclo de la reforma agraria

La reforma agraria mexicana en su concepción original y en su despliegue, reproduce una permanente contradicción entre la visión liberal y el agrarismo radical claramente influido por el zapatismo y su programa político.

Ciertamente el Artículo 27 de la Constitución de 1917, y su antecedente directo, la Ley Agraria del 6 de enero de 1915, recogen muchas de las demandas agrarias de los campesinos levantados, incluso son disposiciones constitucionales y legales que reconocen derechos territoriales básicos de los pueblos indígenas al ordenar la restitución de los terrenos comunales (de los que fueran despojadas las comunidades del país a partir de la incorrecta aplicación de la Ley del 25 de junio de 1856), y otorgan personalidad jurídica a las mismas para disfrutar en común de sus tierras, montes y aguas.

Sin embargo, tras el discurso del nacionalismo mexicano, la reforma agraria representa un proceso etnocida.

Por un lado la ejidización de la propiedad comunal indígena debe entenderse como un proceso pulverizador de la propiedad indígena comunal surgida durante la dominación española y como radical desconstrucción de una territorialidad que, en las actuales condiciones, dificulta a un grado extremo la reconstitución de los pueblos y comunidades indígenas. Dos casos importantes, que se repiten a lo largo del país, son los siguientes:

La comunidad de Juchitán, junto con sus anexos, concentra al grueso de la población binizaá (zapoteco) del Istmo de Tehuantepec en una superficie de 68 112.54 hectáreas. Estas tierras tienen un origen agrario comunal y así lo establece la Resolución presidencial del 17 de junio de 1964 en su punto resolutivo segundo, pero, de manera contradictoria, el punto resolutivo siguiente de la propia Resolución incorpora la totalidad de las tierras señaladas al régimen ejidal. Como secuela, en 1965 el Departamento Agrario expidió más de tres mil títulos de propiedad en las tierras comunales de mejor calidad.

Lo anterior creó una situación legal y política incierta para la comunidad de Juchitán, que ha llevado a su desmembramiento parcial como núcleo comunal y a la erosión de su identidad territorial.

La comunidad nahua de Ayotitlán, Jalisco, solicitó hace más de 80 años la restitución de sus bienes comunales y el presidente de la República, 43 años después y en forma sorprendente, resolvió que resultaba improcedente por encontrarse la tierra en manos de propietarios desconocidos. En consecuencia acordó la dotación ejidal a favor de la comunidad, propietaria ancestral de los terrenos ahora ejidales. Ocurrió que de las 50 332.50 hectáreas dotadas, 15 632.50 no fueron entregadas a los comuneros y ahora la Minera Peña Colorada y diversos ejidos de reciente creación gozan las tierras y recursos naturales de Ayotitlán.

No es sólo la ejidización de la propiedad comunal. La misma reorganización impuesta a las comunidades indígenas, desde la perspectiva agraria, a partir del Código Agrario cardenista de 1934, provocó una notable alteración en la vida interna de cientos de comunidades y el socavamiento de sus vínculos tradicionales con el territorio, al cual tienen derecho en forma limitada y desde una perspectiva meramente agraria, a fin de cuentas instrumental y disolvente de las nociones de territorialidad profundas de nuestros pueblos indígenas.
 
 

La contrarreforma agraria

Las modificaciones del Artículo 27 Constitucional en 1992 abrieron nuevos caminos para desarticular los territorios de las comunidades indígenas, desaparecer sus propiedades agrarias y, en general, desamortizar la propiedad social agraria indígena y campesina.

Que la reforma constitucional de 1992 tenía como uno de sus objetivos centrales no declarados la destrucción de la propiedad comunal indígena y la desterritorialización de los pueblos originarios, se hizo evidente cuando, unos meses antes, historiadores reputados concluyeron que diversos códices indígenas no tenían la menor eficacia jurídica.

Desamortizar la propiedad agraria comunal y ejidal se ha convertido en política permanente de gobierno a través de los Programas de Certificación de Derechos Ejidales y Titulación de Solares (Procede) y de Certificación en Comunidades (Procecom). Dichos programas facilitan la venta de parcelas, la incorporación de las tierras de uso común a sociedades privadas y, bajo ciertos requisitos, la adopción del dominio pleno en los ejidos; permiten formalizar el acaparamiento y las ventas ilegales de tierras ejidales o comunales, favoreciendo todos los factores que tienden a privatizar las tierras y recursos naturales de los núcleos agrarios.

La Procuraduría Agraria y otros órganos de gobierno involucrados en la ejecución del Procecom han adoptado un criterio absolutamente ilegal que induce a la titulación privada de los cascos urbanos comunales en abierta contradicción con el artículo 99 de la Ley Agraria.

Los datos que la secretaría de la Reforma Agraria presenta en su página web indican que existen en el país 27 605 ejidos y 2 337 comunidades, que en conjunto suman 29 942 núcleos agrarios. Ahí se afirma que por voluntad de sus asambleas se han incorporado al Programa 26 154 núcleos agrarios (87 %). Sin embargo, lo dicho por el gobierno resulta bastante relativo, pues nunca se menciona que existen comunidades que aceptaron la aplicación parcial del Programa de Certificación y que sus tierras las delimitaron en su totalidad como de uso común; tampoco se dice que en un número significativo de núcleos sólo una parte del total de ejidatarios y comuneros aceptaron la aplicación del Programa.

Es una mentira que por voluntad de sus asambleas se hayan incorporado al Programa 26 154 núcleos agrarios; en realidad el Programa de Certificación fue impuesto, con trampas y hasta violencia, condicionando a los campesinos la entrega de recursos y subsidios oficiales a la aceptación de dicho programa. El Procede y el Procecom encubren una gigantesca e ilegal acción de Estado que busca destruir la propiedad social agraria y que, en el caso de las comunidades indígenas, es una de las políticas más profundamente etnocidas instrumentadas desde el poder, comparable tan sólo con las políticas agrarias de los liberales decimonónicos.

En la mayoría de los ejidos y comunidades nanncue ñomndaa (amuzgo), el Procecom se aplica condicionando la entrega de los recursos del Procampo. Pese a lo anterior Suljaa' (Xochistlahuaca), centro de la vida política y cultural del pueblo nanncue ñomndaa, ha rechazado una y otra vez dicho programa, haciendo a un lado la presión de los mestizos que invaden sus tierras y, principalmente, de la Procuraduría Agraria.

Finalmente, la reforma constitucional en materia indígena del año pasado, en la que se habla de lugares y nunca se menciona la palabra tierras (imposible sería pensar en el término territorios), ha de entenderse como un nuevo capítulo en la guerra de conquista.

 

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