Ojarasca 65  septiembre de 2002


 

Un caso de migración invertida
 

Juan Luna Ruiz


peregrinos

Peregrinos de Paucartambo.1928 

cuzco  

Cuzco, 1939

 
Allá en los años cincuenta

las tierras se hicieron de agua

como el tiempo y sus historias

que no terminan y que vuelven a empezar.

A. Pintado


Corría 1990. Beto Mendieta laboraba en una textilera de Santa Ana Chiautempan, su lugar natal, urbe provinciana del estado de Tlaxcala; su trabajo era llevar pacas de cobijas --el producto-- a un almacén en ciudad Nezahualcoyotl. Allí conoció pocos meses antes a quien luego sería su esposa, Teodora, una muchacha de cierto pueblo oaxaqueño del que no tuvo cuidado en indagar.

Un día, ella le dijo que la empresa había despedido a muchos empleados y que estaban contratando personal con experiencia. Sin pensarlo mucho renunció a su trabajo en la fábrica de Santa Ana. La paga no era muy buena, pero en el almacén no era mejor: lo importante era estar con ella. Pasaron algunos meses en que, a sus 19 años, Beto se veía mejorar (quien está más cerca de la capital, más cerca está de una vida digna, pensaba) y juntaba un dinero para unirse a su novia definitivamente. Pero la empresa realizó otro recorte de personal y ambos quedaron en la calle. Ella encontró trabajo temporal como sirvienta, por el rumbo de Tecamachalco, sitio de peregrinación laboral de sus parientes y vecinos, pero él no veía la suya. Vino la desesperación y también el 4 de marzo, día de la fiesta patronal del pueblo natal de Teodora.

El momento era propicio. Beto no regresaría a Santa Ana por un elemental principio de dignidad. En la ciudad, el panorama no era claro y querían casarse. ¿Qué otra solución había? Volver al campo, ante la perspectiva que ella ofrecía: la posible dote de una hectárea de tierra si se casaban y la convivencia en un pueblo de Oaxaca, sin contaminación, sin fábricas, limpio y de gente amable. La sola idea de volverse campesino de la noche a la mañana le aterraba, él gente de ciudad, pero era un reto que no podía rechazar, sobre todo porque ella tenía ya seis meses de embarazo. Sus temores estaban aún muy lejos de alcanzar la realidad de la Mazateca Baja.

Un dos de marzo ambos llegaron a Temazcal, viejo pueblo mazateco en la Cuenca del Alto Papaloapan, en Oaxaca, justo donde el somontano permitió la construcción de la cortina de una de las presas más grandes construidas por gobierno latinoamericano alguno, en los años cincuenta. Las aguas de la Presa Miguel Alemán inundaron desde entonces las tierras de los campesinos mazatecos, que por centurias habían poblado la región y aprovechado las benéficas inundaciones del Río Tonto, afluente del Papaloapan, que fertilizaban el suelo. Como la construcción de la presa tenía entre sus fines controlar las inundaciones, las tierras no recibieron más desbordes y tuvieron que venderlas, a precio irrisorio, a terratenientes de la caña, los cítricos y la ganadería. Los mazatecos tuvieron que aceptar los terrenos que el gobierno les ofrecía en Veracruz y las inmediaciones de Tuxtepec (tierras inservibles, por supuesto) o asentarse voluntariamente en las faldas de la Sierra Mazateca, desde donde ahora divisan la enorme presa con sus mil islas. Los que resistieron, organizaron un cónclave de shine té-e (los brujos) en una cueva cercana a cabeza de Tilpan, justo arriba del nudo acuático de Sconandá --donde, según la tradición, los primeros misioneros fueron derrotados por los brujos al inundar con gusanos los cimientos de la capilla que ahí se levantaba. Total: ahí reunidos, los shine té-e pidieron a los chicones (los dueños de los montes, del agua, de la tierra) daño mortal para los ingenieros de la comisión del agua que visitaban a las comunidades convenciéndolas de dejar las tierras, y que impidieran la conclusión del la presa, que a la larga cosechó muertos durante las obras, pero no los suficientes para evitar que el Río Tonto fuera frenado por la cortina que se levantó en Temazcal. Los chutá énima contemplaron impávidos cómo las aguas de Ndá shi-í alcanzaban los antiguos pueblos, dejaban en el fondo sus nih-yá y ahogaban las tierras de labor.

Temazcal fue sólo la segunda escala. Desde ahí Beto y Teodora abordaron una lancha que hora y media después los dejó en Chapultepec, una comunidad reacomodada cuando la construcción de la presa. El énima (el idioma) es el lenguaje coloquial de la totalidad de sus 390 habitantes. Setenta y cinco por ciento de ellos son monolingües, el grado de estudios promedio es de tercero de primaria, el ingreso promedio es menor al salario mínimo y nulo para la mayoría, en tanto que la economía es cien por ciento de agricultura de temporal, es decir, de sobrevivencia, pues ochenta por ciento de la cosecha de maíz y frijol es para consumo familiar; si hay suerte, el resto puede intercambiarse o venderse. No hay caminos rurales (ahora se construye uno que es borrado reiteradamente por las lluvias), la única vía es el agua, no cuenta con servicios urbanos (hay electricidad esporádica), no hay clínica y el comercio se realiza en tres pequeñas tiendas, donde la mayoría de los jefes de familia ve transcurrir la vida sin remedio al compás del shá bojó: aguardiente con cerveza.

Al menos, Beto no volvería a sentir el frío de Santa Ana, pues el somontano del Papaloapan vio acentuadas las altas temperaturas en la región al construirse la presa. La humedad convierte aquello en auténticos temascales y el calor en verano puede subir a 45°.

Ante el conflicto con el suegro, que no aceptaba el embarazo de ella antes del matrimonio, a Beto no le quedó otra que aceptar convivir bajo el techo paterno hasta el parto o la boda, lo que ocurriera antes. Después del parto vino la boda y en seguida la dote (una hectárea de tierra) y, con ella, el derecho del suegro a mandar sobre el yerno (quien lo tenía harto con esa actitud de no trabajar en nada de nada, en la hamaca todo el día). Con la dote vino la entrega del machete, que el anciano le largó con la orden precisa de "desmontar", él solo, el terreno que tenía cinco años sin trabajarse, lo que hizo "sólo para demostrarle al viejo que podía hacerlo", no sin sufrir la ampulación de las palmas de las manos.

Pocos entendían el castellano y todos le exigían hablar mazateco. La mayor parte del tiempo Beto la pasaba sin entender una sola palabra de lo charlado entre los miembros de su nueva familia y, si se animaba a acercarse a las asambleas comunales o a los círculos de campesinos que libaban shá bojó en las tiendas, su lugar estaba entre los pobres infelices que sólo podían contemplar las risas y las bromas de manera distante y ajena, por ser sordomudos. Y lo peor: la mayoría profesaba extrañas creencias, chaneques y espíritus que ellos llamaban los chicones, "dueños de los montes, los manantiales, las cascadas, los cerros..." No conocían la religión católica, por lo que la zanja cultural se ensanchaba.

Pero si este era un choque cultural, el que ocurrió cuando la comunidad se percató de que un hombre adulto se había agregado al pueblo y no estaba cooperando, fue un choque de trenes. Como es tradicional en los pueblos indígenas de Mesoamérica, hay una parte de la organización político-religiosa, fundamental, digamos vital, para la sobrevivencia de estas sociedades. Es el tequio o faena, trabajo voluntario en beneficio de la comunidad que todos los hombres adultos están obligados a realizar al menos una vez por semana. Quien vive en la comunidad, se beneficia de su bienestar, resultado de la cooperación de todos los jefes de familia que deben ayudar con trabajo y seguir sirviendo a todos. El que convoca a las faenas es el agente municipal, autoridad máxima en la comunidad, cargo que puede ocupar prácticamente todo aquel que entra en la jerarquía. Beto estaba obligado a ingresar a la estructura de cargos.

Eran las seis de la mañana cuando sintió que lo despertaban bruscamente. Los hombres le exigían integrarse al trabajo señalado para ese día: limpiar el cafetal de la escuela primaria. Preguntó por la paga; algunos rieron, pero él alegó que si querían una obra pública deberían solicitarla al municipio ("como hacemos en Santa Ana") y que jamás trabajaría de gratis para nadie. Los hombres se retiraron, pero vinieron los policías que a rastras lo llevaron a una celda de dos por tres que es la cárcel comunitaria. Ahí tuvo que soportar todo el día el hedor, el húmedo piso de tierra, al borracho que no cesó de gritar hasta que se durmió y la perorata en mazateco del suegro que repetía una y otra vez la misma cantinela de "el costumbre", ese extraño hábito de los pueblos que se llama solidaridad. En la madrugada lo soltaron y encima tuvo que pagar una multa.

Escarmentado, se incorporó a las tareas de la faena a la semana siguiente, kichá ndujú (machete) en mano. Lo duro fueron las burlas abiertas y las risas de los hombres, que detuvieron su trabajo sólo para regocijarse de cómo tomaba el machete y lo lanzaba sin eficacia contra las hierbas. Hubo quienes, con toda la mala leche, le indicaron un sitio difícil de chapear, en medio del pantano donde abundaba el estiércol de vaca, las plantas con espinas y nubes de mosquitos. De ahí contrajo el paludismo. Su hijo también enfermó y casi muere de no ser por la oportuna intervención del curandero Ambrosio, quien luego fue culpado por cierta vecina de echar sobre Beto algún mal, "porque se metió a su milpa". Con ello, tenía ya un enemigo potencial en el plano de lo supraterrenal y en adelante no dejaría de culpar al curandero de todos los males que le caían. Otros, no veían con buenos ojos a un ladino reacio a cooperar con el tequio.

Un mal día, después de discutir con su mujer, llegaron los golpes. Llorando, ella llegó a la casa paterna y el suegro fue directamente a ver al agente municipal, quien sin dilación envió a los policías. En la cárcel, Beto alegó al suegro que como esposo le asistía el derecho de pegarle si le daba motivo y, ya en el ajuste de cuentas, le comunicó su decisión de abandonar la comunidad al día siguiente. Pero llegó el día siguiente y Beto pensó: abandonar a una mujer con su hijo es cruel, inhumano, "es gacho". Por otra parte, tenía ya muchas deudas y compadrazgos con más y más vecinos. Transcurridos tres años, arreció el anhelo de huir de Chapultepec sobre todo porque no había salido desde su llegada. Con el cargo de topil casi vitalicio (repitió tres veces al hilo), un buen día recibió una insólita encomienda: salir en la lancha de carga con toda la cosecha de café de la comunidad y venderla en Córdoba, misión que cada año era encargada a los hombres probos y capaces. La oportunidad era inmejorable: salir de ahí, alcanzar Temazcal y huir o, mejor aún, vender la cosecha en Córdoba y con lo recaudado comenzar una vida en donde fuera. ¿Cómo podía ser alguien tan ingenuo como para confiar a una persona con pocos nexos, ninguna raíz con esa tierra, prácticamente un desconocido, todo el sustento de las familias campesinas del pueblo? Todo esto se preguntaba un cenizo Beto mientras, cabizbajo y sentado sobre un costal de café, viajaba rumbo a Temazcal.

Cuatro meses después, Beto regresó a Chapultepec con el producto de lo vendido.
 
 

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