Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Lunes 26 de agosto de 2002
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Espectáculos

Andanadas de placer en forma de clusters, corcheas...

En el sur y del lado del que el Sol se pone, el zócalo de la ciudad más grande del mundo se pobló la tardenoche del sábado de prodigios varios: se posó en ese pedazo de plaza pública el Caribe, sonaron teclas incitadas por mil dedos y llovieron nubes rosas, último lo cual no es metáfora: un vendedor de confituras de esas que asemejan algodones y que son del color de la pantera rosa mostró que su corazón es muy melómano y sincopado y aposentó su carrito fabricante de dulces algodones rosas a un costado del escenario, donde se improvisó -como parte de la Feria del Libro del Zócalo- un festival de jazz y que en el ocaso del sábado conjuntó a tres pianistas egregios: Heberto Castillo, Juan José Calayatud y Michel Camilo, cuyas calidades disfrutó un público creciente con la noche, conocedor y asombrado de tener un privilegio tan raro: un músico de primer nivel mundial, que en México sólo se había presentado en sala de conciertos (la Nezahualcóyotl, para tener exactitud), una luminaria iluminada y que acaricia las teclas cual si fueran llamas: Michel Camilo, gratis, y en el zócalo, pese a los inconvenientes de las contaminaciones del sonido. Era tal, empero, el contento y desvarío del vendedor melómano de nubes de algodón rosa que su gesto recordaba a Mauricio Babilonia: sus oídos y ojos en realidad estaban en el escenario, donde nacía el jazz, mientras sus manos estaban en el torno de su artefacto hacedor de nubes, que giraba y dejaba escapar jirones, que salían volando e iban a dar a las cabezas del público, a los tambores de la batería, a las cuerdas del contrabajo, a las bocas de quienes aceptaban tal maná y a las teclas, que se pusieron rosas, actividadas por uno de los pianistas mayores del planeta: el dominicano Michel Camilo, quien hizo el prodigio más grande de la noche temprana con andanadas de placer en forma de clusters, corcheas, fusas, semifusas, en géiseres de encanto, cabelleras anonadadas en su sonar de notas proferidas cual si fuesen nacidas de mil dedos, como las pianolas mecánicas de Conlon Nancarrow, como el abate Franz Liszt tocando el piano sobre una hamaca pendiente de dos palmeras amarillas bajo el sol azul -en el zócalo ya era de noche, el sábado--y sobre la arena blanca del Caribe desparramando la sabrosura de un montuno, el aroma de un pasaje de Rajmaninof en tanga, las delicias de una música inombrable. Qué, si no alucinaciones producen los prodigios pianísticos de Michel Camilo, tan grande como Arrau, tan alto como Keith Jarret, tan sus manos tan rápidas como colibríes chupando cien solfas por segundo. Lo único que no era metáfora esa noche de prodigios fue la lluvia de nubes dulces y color de rosa.

Pregúntenle al viento.

PABLO ESPINOSA

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