Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Sábado 20 de julio de 2002
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Política

Soledad Loaeza

La imposibilidad de Agatha Christie en México

Si Agatha Christie hubiera sido mexicana jamás habría alcanzado la fama en su propio país. Las investigaciones de crímenes que sus novelas relatan siempre terminan encontrando al culpable, tras desentrañar motivaciones y reconstruir estrategias y relaciones para vincular a la víctima con el asesino. En México eso no nos gusta. Preferimos vivir en el suspenso, con un sinnúmero de causas inconclusas que, aunque la justicia haya dado por terminadas, mantenemos en vida o resucitamos a nuestra conveniencia. Nos gusta creer que detrás de todo criminal preso hay otro mayor, más grande, más temible y siempre impune; peor todavía, rara vez pensamos que la ley se aplique con justicia, convencidos como estamos de que en México los asesinos siempre andan sueltos. Muchos testigos vieron cómo José de León Toral mató a Alvaro Obregón en el restaurante La Bombilla. León Toral tenía una causa: defender a la Iglesia y a Cristo Rey, y tenía al menos una cómplice: la madre Conchita. Incluso después del juicio en que fue condenado nada de esto pudo evitar que muchos dijeran que el verdadero culpable del asesinato era Plutarco Elías Calles. Hasta Goyo Cárdenas, probado autoviudo en serie, famoso en los años 50, pudo beneficiarse de este gusto popular por misterios inmortales. A pesar de que en su jardín se encontraron partes de los cuerpos de más de una de sus infortunadas esposas, no faltó quien creyera en su inocencia y sostuviera que las evidencias habían sido "sembradas".

Tampoco nos gusta el azar. Morbosamente, especulamos acerca de accidentes aéreos o automovilísticos en los que murió algún famoso para concluir que el supuesto "accidente" no fue tal; y si se nos dice que las pruebas confirman esta última versión, rechazamos la precisión, ofendidos ante lo que nos parece una obvia tomadura de pelo. Todo esto sin más fundamento que nuestra natural suspicacia frente a la verdad.

Esto no significa que nos disgusten las interpretaciones de hechos criminales; simplemente nuestro método es distinto al de Hércule Poirot, el detective hijo de la imaginación de Agatha Christie. Mientras que sus deducciones están construidas en un entramado de motivos, actos y consecuencias en las que se tejen las conexiones entre la víctima y su victimario, nosotros tendemos a mirar los actos criminales de causas célebres como hechos huérfanos de motivaciones mezquinas, cálculos y consecuencias, y los conectamos directamente con nuestros muy particulares prejuicios. De éstos el más socorrido ha sido, y sigue siendo, la perversidad del poder, llámese éste PRI, gobierno, Estado, burguesía o Estados Unidos (el presidente Bush se sorprendería si supiera cuál es nuestro propio eje del mal). Tomemos por ejemplo el caso del cardenal Posadas. En lugar de preguntarnos, como lo hubiera hecho Poirot, quién se beneficiaba de su muerte, toleramos que la subprocuradora Lima Malvido gaste el dinero de los contribuyentes en sus empeños por demostrar que el tiroteo en el aeropuerto de Guadalajara fue un "crimen de Estado", a pesar de que para el gobierno, el presidente Salinas o el Estado mexicano nada era más indeseable que la muerte violenta de un príncipe de la Iglesia. Si siguiéramos el método Poirot tendríamos que investigar a su sucesor -el obvio y primer beneficiario de su desaparición-, pero también son sujetos de sospecha quienes le confiaban sus secretos en confesión o su propio confesor, que tal vez preferían que se llevara sus secretos a la tumba, y entre más pronto, mejor. Este método podría llevarnos por sendas inesperadas en muchos otros crímenes insolutos: los de 1994, el de Manuel Buendía, el del abogado Polo Uscanga, la muerte de Digna Ochoa, y tantos más.

Es posible que una de las razones por las cuales en México hay tantos crímenes no resueltos sea la incompetencia de la policía; sin embargo, también es incuestionable que muchos de ellos siguen "sin resolver" o que sus soluciones son insatisfactorias, porque las investigaciones no confirman nuestros prejuicios; porque las pruebas aportadas no apuntan en la dirección de nuestro veredicto, que pocas veces tiene que ver con las investigaciones concretas. Puede ser también que nuestra suspicacia frente al poder se extienda hasta la ley, y que la veamos antes que nada como un instrumento del poderoso. Mientras siga siendo utilizada de esa manera, incluso para proteger a los pobres, la ley seguirá siendo en México un motivo de sospecha, y sus representantes, los portadores de versiones increíbles. Desde nuestra experiencia, el mayor éxito de Hércule Poirot no es encontrar al criminal, sino convencernos de que ése es el culpable.

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