Ojarasca 62  junio de 2002

umbral
¿Qué clase de guerra les quieren soltar encima a los pueblos indios? A fuerza de no cumplirles, de engañarlos con limosnas y expandir sobre sus territorios un castigo autoritario del cual el resto de la Nación no se percata, el Estado mexicano quiere ahogar sus propios discursos de redención para desaparecer en las avenidas de la modernidad a varias decenas de culturas (se dice fácil), herederas de una civilización distinta, y viva.

Las comunidades indígenas viven sitiadas por los cuerpos armados de las instituciones, o por sicarios útiles, pues el Estado ya no puede ignorarlos. Tiene años que estallaron en su cara las verdades y demandas de estos pueblos, los primordiales de una Nación que los niega.

Los oídos de la Suprema Corte de Justicia están a prueba. Y el campo mexicano, particularmente el indígena, en ebullición. En Oaxaca, Michoacán, Chiapas, Guerrero las vidas están en suspenso. ¿Cuánto vale la vida de cada triqui que asesinan en el camino? ¿La de cada mixteco que muere de bala o disentería? ¿La de las mujeres tzotziles a quienes la maternidad consume, si es que no se adelanta la tuberculosis? ¿La de los bebés rarámuri deshidratados y desnutridos? ¿La de los migrantes ñahñú y mazahuas calcinados en los desiertos de Texas, Nuevo México, Arizona?

Quizá para el poder, no gran cosa, pero para los propios pueblos, una vida vale por todas. Por eso resisten, se defienden, argumentan a contracorriente, y contra los pronósticos tecnocráticos y burocráticos, crecen, aprenden, y enseñan. No olvidan. Se transforman, pero no siempre como quisieran los integracionistas del postindigenismo con su bobalicona filantropía. Y menos, como las proyecciones macroeconómicas requieren para cumplirles a las instrucciones del mando financiero internacional (esos sí son compromisos).

"Qué se pudre en este reino. De dónde, amo, viene ese hedor. Ah, será de los problemas que no vemos, que no has tapado lo suficiente, amo. Si los ignoráramos despararecerían. Pero, este olor..."

Una deslectura cínica ha hecho de Big Brother un juego teledirigido de salón, ya no metáfora sino síntoma ominoso de los tiempos que la dictadura global quiere imponer antes del último y más audaz asalto del capitalismo: el saqueo y control de cielos y subsuelos, bosques y ríos, mentes y corazones.

Cuántas veces "gobernar" ha sido en México eufemismo de venderlo (y barato) a un mismo y arrogante "cliente", Estados Unidos. La metrópoli que con sus mecados y mercaderías nos tiene cautivos, y a nuestros gobernantes cautivados.

Ni cuando la CIA despachaba en Los Pinos era tan clara la subordinación; el poder "colaboraba" hasta cierto punto. Si no, que le pregunten al expresidente Echeverría. Hoy, la política exterior, y mucha de la interior, la administran dependencias directas del Departamento de Estado washingtoniano. Este es el principal logro de los tres gobiernos neoliberales que precedieron al foxismo: allanar el camino a la subordinación financiera y política que permita el saqueo definitivo.

La guerra irregular pero continua contra los pueblos, la ardua estrategia que insiste en dejarlos fuera de la ley, matarlos o "dejarlos" que se maten, sitiarlos, encarcelarlos, acasillarlos en maquiladoras, es vista como la única solución por el Estado de malvavisco que al mismo tiempo aspira, sin merecimientos, a ser un gobierno legítimo, que reconozcan los pueblos. El tiempo corre y el marcador del foxismo respecto a los indígenas sigue en cero.

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