La Jornada Semanal,  2 de junio del 2002                         núm. 378
Germaine Gómez Haro
entrevista con Agustín Hernández

Estructura, forma y función

Arrojo y provocación son dos de los principales atributos que Germaine Gómez Haro encuentra presentes, entre muchos otros, en la obra arquitectónica de Agustín Hernández. Responsable de obras como la Escuela del Ballet Folclórico de México y el Heroico Colegio Militar –una de sus creaciones de las que más se enorgullece–, Hernández también ha plasmado en el lenguaje escultórico las “metáforas visuales” de su universo personal. De la conjunción de estos dos ámbitos versa la entrevista que Gómez Haro sostuvo con este creador. 

La creación del célebre arquitecto Agustín Hernández (México, df, 1928) ha sido, a lo largo de casi cinco décadas, sinónimo de arrojo y provocación. Obras de una deslumbrante riqueza plástica como el Heroico Colegio Militar (1976), la Escuela del Ballet Folclórico de México (1968) o el Centro Corporativo Calakmul (1994) marcan, estética y técnicamente, un parteaguas en la historia de la arquitectura mexicana contemporánea. Desde sus inicios, Hernández conformó un lenguaje renovador y un estilo personal que han dado lugar a numerosos reconocimientos nacionales e internacionales. Vale la pena recordar las palabras premonitorias de Gerardo Murillo, el Dr. Atl, con motivo del proyecto de tesis que el novel arquitecto presentó en la Escuela Nacional de Arquitectura de la unam en 1954: "Su estética es muy original, los volúmenes han sido proyectados en el espacio con audacia." Efectivamente, el innovador Centro Cultural de Arte Moderno que recibió la mención honorífica por unanimidad, fue piedra de toque de la incansable búsqueda y experimentación que Agustín Hernández ha llevado hasta las últimas consecuencias en su arquitectura. Ahora, la creación monumental deviene íntima en una serie de elegantes esculturas de mediano formato, cuyo poder evocador encierra misterios ocultos en composiciones formalmente minimalistas, pletóricas de símbolos poéticos y metáforas visuales que el artista entrevera, como el antiguo Tlamatini, para expresar sus deseos y sueños en una sutil fusión de lo ancestral y lo contemporáneo.

Bajo el título de Escultura simbólica se presentó en la Casa Lamm su obra reciente, trabajo de "inherente monumentalidad" –a decir de la doctora Lily Kassner– realizado en materiales tan diversos como mármol, cristal de roca, obsidiana, acero inoxidable, piedra volcánica, bronce y plata. Un soberbio Chac Mool fue la pieza central de la exhibición. Su fuerza tectónica, matizada por un sutil juego de líneas, sobrias y nítidas, cinceladas con la precisión del cirujano, denota un vigor expresivo que recae en el ritmo y la proporción de las formas apenas sugeridas...

Si te fijas, a diferencia del Chac Mool original, que tiene una mirada penetrante, éste no tiene ojos. O más bien: Está mirando al infinito... ¡Es un oráculo! Su diseño parte de líneas muy concretas: Taus, Iks y flechas que van hacia arriba y hacia abajo.

–Explícanos el simbolismo del Tau-Ik...

–En el universo prehispánico, esto tiene que ver con el soplo divino, con la creación; por consiguiente, con el ciclo de la lluvia que da paso a la vida. Es la doble T, imagen representativa de la vida y la muerte, que da forma a la cancha de juego de pelota y que, repetida en serie, conforma las grecas escalonadas que adornan las fachadas de algunos edificios prehispánicos como Mitla, Cholula o Chichén Itzá.

–Tu arquitectura se caracteriza por el rigor extremo en la forma y en la estructura, una perfecta síntesis de armonía y equilibrio. ¿En tu creación tiene cabida el azar?

–El azar actúa en el momento del encuentro con la idea, lo que se conoce como "inspiración", es decir, ese chispazo que de pronto llega, cuando usualmente se dice "se me encendió el foco". La idea aparece por azar, cuando menos la esperas, pero igual se te va como se escurre el agua entre las manos o se diluyen los sueños que no logras detener. Hay que dejar abierta la mente para alcanzar el nivel del ensueño, del subconsciente, y es ahí dónde actúa el azar. Mi mamá siempre me decía: "¡Estás en la luna!" Y efectivamente, sigo en la luna... Cuando me llega una idea, empiezo a hacer bosquejos, a darle forma y contenido. Como tengo la disciplina de la arquitectura, no puedo hacer algo así nomás, la forma por la forma. Todo tiene que ir de acuerdo a una proporción, a una geometría, a una matemática, y, sobre todo, a una simbología. Pero el azar es siempre algo inexplicable. Por ejemplo: cómo surgió el concepto de mi despacho. Estaba en la casa de Acapulco haciendo dibujitos debajo de una palapa y de plano no me salía nada, cuando, de pronto, volteé hacia arriba y, ¡ahí encontré la solución! Comencé a proyectar una palapa de concreto y aquí la tienes: es como un árbol anclado a la roca, no tiene cimentación.

El despacho de arquitectura de Hernández, ubicado en Bosques de las Lomas, es un portentoso cuerpo escultórico conformado por un fuste coronado por cuatro volúmenes poliédricos. Esta obra altamente innovadora conjuga, de manera ejemplar, funcionalidad y estética. 

Una de las características, tanto de tu arquitectura como de tu escultura, es que están permeadas de símbolos, en su mayoría provenientes de la cosmogonía prehispánica.

–¿Cuándo y cómo se da tu interés por el mundo mesoamericano?

–Desde niño sentí esa atracción, pues era el más prieto de la familia y me creía indígena. Íbamos de vacaciones a Tuxpan y me la pasaba rascando en la tierra, desenterraba miles de figurillas preciosas. Después me entró la obsesión y me dediqué a visitar todas las zonas arqueológicas y a leer libros sobre arte prehispánico. Si te fijas (señala un montón de libros apilados) casi todos versan sobre ese tema.

–Mencionas que has sido un gran lector, y hay que agregar que también escribes poesía y una hermosa prosa poética que fue publicada por la unam bajo el título de Gravedad, Geometría y Simbolismo (1989). ¿Qué te gusta leer?

–Curiosamente, nunca leo poesía ni sobre arquitectura. Me interesa estar al día en cuanto a la tecnología, pero es muy fácil contaminarse con las formas de otros, por lo que evado los escritos sobre arquitectura. En realidad, me gusta leer de todo. Mis autores favoritos son Borges y Shakespeare y me encantan los textos de esoterismo y todo lo relacionado con la simbología universal. Escribir poesía es sólo un divertimento, pero, con motivo de esta exposición, me gustó acompañar cada escultura de un poema que funciona como su complemento.

–Tus esculturas están inspiradas en la simbología universal, y en particular, hacen alusión a motivos provenientes del universo prehispánico, como el hacha ceremonial totonaca –"Tlaloques alados acompañan a Tláloc/ a hendir las nubes con sus hachas"–, el Metlatl (metate náhuatl) –"El hombre fue creado de maíz/ Origen de la vida/ Alimento supremo y espiritual"–, el espejo de obsidiana de Tezcatlipoca –"El que todo lo ve/ el que todo lo sabe/ El Dueño del tiempo"–, y van acompañadas de poemas que fusionan la expresión plástica y la escrita. ¿Te consideras creador de un estilo?

–No, nunca he pretendido tener un estilo definido, ni en arquitectura, ni en escultura, me parece que eso sería lo más cómodo del mundo. Ahora que hay tanta variedad de materiales y técnicas constructivas, lo que me interesa es la búsqueda y la experimentación. Seguir un estilo me aburriría.

–¿Qué relación hay entre la creación arquitectónica y la escultórica?

–Son dos preocupaciones distintas. La arquitectura es un espacio habitable creado para el hombre. Como en escultura no hay tal, he buscado la posibilidad de dotar a algunas piezas de un "espacio interior", con el fin de que el espectador interactúe con la obra y forme parte de ella. Por ejemplo, en Tlamatini –que se refiere al sabio que ve las estrellas– se crea un juego visual al mirar a través del cristal de roca que da la idea de firmamento.

–También se percibe en esas esculturas una intención lúdica; algunas de ellas no son piezas estáticas para ser contempladas, sino que incitan al espectador a la participación, al juego, como es el caso de Tango, pieza móvil que, al ser tocada, evoca el sensual baile y el bandoneón. ¿Cuándo nació tu interés por la escultura?

–Hay una anécdota muy vieja. Cuando estudiaba en la Academia de San Carlos, el maestro Bárcenas nos daba el taller de modelado en un salón enorme y congelado. Como en ese entonces yo era medio "fresa", me chocaba ensuciarme con el barro, y, además, me moría de frío. En una ocasión, el maestro nos puso a copiar un tigre. Yo me apuré para poder irme rápido, pero la verdad es que me salió muy bien; el maestro me calificó con un diez y me dijo que me autorizaba a no asistir más a su clase, pues había sido el único capaz de imprimir en mi trabajo la fiereza del tigre. Yo, de idiota, le hice caso y ya no volví al taller. ¡Fíjate de lo que me perdí! Me habría encantado desarrollar la escultura desde entonces. En 1994 organicé en el Museo Tamayo una exposición colectiva con algunos amigos, en la que participaron los artistas Federico Silva, Ángela Gurría, Sebastián, Manuel Felguérez, Ivonne Domenge, Leslie Patricia Bunt, y mis colegas Legorreta, Norten, Óscar Bulnes, González Gortázar. La idea era mostrar las diferentes aportaciones entre unos y otros. Yo me quedé picado y seguí trabajando hasta reunir esta serie. ¿Sabes cuál es la gratificación más importante que me ha dado la escultura? El tiempo. El proceso de la obra arquitectónica es tan largo... Hacer esculturas es un buen estimulante, una especie de "descanso estético" entre los grandes proyectos. 

–¿Has tenido amistad con muchos artistas?

–En realidad no, he sido un ratón de restirador. Soy poco sociable, más bien solitario. Me gusta leer y pensar. Mi hermana Amalia sí se movió en un ámbito intelectual desde muy joven. Ya ves, sus maridos fueron José Luis Martínez y Rafael López Malo. Ella y yo fuimos muy cercanos, nos quisimos mucho, de modo que, a través de ella, conocí a mucha gente.

–No es lo común encontrar dos artistas de esta talla en una familia. ¿Tus padres les fomentaron intereses artísticos?

–Para nada. Mi padre fue contador público y luego político: diputado, senador y jefe del Departamento Central. Era un hombre muy dinámico y alegre y esa fue su mayor enseñanza. Una sola vez lo vi triste y cabizbajo: "¡Mi partido me rechazó mi candidatura!", se lamentaba. Imagínate, tenía noventa y cuatro años y quería seguir en acción. Yo pensaba ser ingeniero mecánico-electricista, pues deseaba inventar algo. Mi mamá me obligó a estudiar arquitectura y lo hice por darle gusto. Rechacé la escuela durante dos años y luego ya me gustó. Pero persistió la idea de inventar algo.

La obra de Agustín Hernández ha sido tema de varios libros monográficos e incontables artículos y estudios en publicaciones nacionales e internacionales. Es de llamar la atención un escrito de Diego Rivera, fechado en octubre de 1954, en el que el pintor percibe con agudeza la esencia de la estética del joven arquitecto: "Una adecuación completa a la función de sus edificaciones y un juego de volúmenes en el espacio que al mismo tiempo traza un coeficiente de nuevo, que no calca estados pretéritos ni imita otras producciones contemporáneas, y sin embargo, está modularmente conectado con la gran tradición plástica mexicana."

–¿Cómo conoció Rivera tu trabajo?

–Me atreví a mandarle mi tesis y le encantó. Ese texto es parte de una conferencia que dictó en el Colegio de México. Por supuesto, fue un gran estímulo para mí y me dio mucha seguridad.

–José Villagrán García, recientemente homenajeado en el Palacio de Bellas Artes, ha sido considerado "el pionero de la arquitectura moderna en México". ¿Fue tu maestro?

–Sí, pero la verdad como arquitecto nunca me interesó. Curiosamente, yo tomé su lugar en la Academia de las Artes. Entonces, Pani me dijo que tenía que hacer un discurso sobre él y me advirtió que no se me ocurriera hablar mal. Me costó trabajo pues su filosofía del arte me parecía anacrónica y lo veía como antigüito, así es que me eché un discurso sobre el maestro, el guía. La mera verdad sigue sin entusiasmarme.

–¿Quién de tus maestros te dejó huella?

–El arquitecto Augusto Gómez Palacios, creador de una verdadera obra de arte: el estadio de Ciudad Universitaria. ¿Qué me enseñó ese maestro? Primordialmente, el amor a la estructura. Muchos arquitectos diseñan planos y fachadas pero se olvidan de la estructura, y la naturaleza es precisamente eso, estructura, forma y función, una trinidad indivisible. Lo demás es construcción, no arquitectura.

–¿Cuál de tus obras constituyó el mayor reto y cuál es tu favorita?

–El Colegio Militar, en todos los sentidos. Desde el simple hecho de convencer al secretario y a los generales. Tuve que hacer uso de la psicología y hasta modificar mi léxico y tono de voz: "Mi general –le dije categóricamente–, esto no es una obra arquitectónica, ¡es una epopeya histórica!" El proyecto se basó en un centro ceremonial prehispánico, en la grandiosidad de Monte Albán. Cuantitativamente, es mi mayor gratificación, pero mi despacho es mi mayor satisfacción, porque conjuga integralmente toda la creatividad. Desde su cimentación, fue y sigue siendo moderna, ya que logra la unión de estructura, forma y función, además de la inventiva. 

–¿Cuál es para ti la obra emblemática de la arquitectura moderna mexicana?

–El Museo Nacional de Antropología e Historia. ¡Me fascina! Fui recientemente y me sigue sorprendiendo. Para mí, es la mejor obra que se ha realizado en México y la maravilla es que se conserva siempre joven.

–Desde tus años de estudiante has desempeñado una importante e ininterrumpida labor docente, participando en la formación de varias generaciones de arquitectos. ¿Qué consejo esencial le darías a tus jóvenes discípulos?

–Algo muy sencillo que a menudo olvidamos: que aprendan a pensar y a soñar...