La Jornada Semanal,  19 de mayo del 2002                         núm. 376
Janet Frame

Rostros en el agua

Pedimos a nuestros lectores que recuerden el libro autobiográfico de Janet Frame, Un ángel en mi mesa, y la película dirigida por Jane Campion, que se basó en ese terrible testimonio de la gran escritora neozelandesa. Rostros en el agua nos habla de la “vida” en los sanatorios psiquiátricos y de los tratamientos de electrochoques (en una época se usó el shock insulínico) y todas sus secuelas. La ex paciente del sanatorio de Cliffhaven se convirtió en una de las grandes escritoras de su país, a pesar del diagnóstico de esquizofrenia paranoica hecho por un primate psiquiátrico.
Tenía frío. Para mantener mis pies calientes traté de encontrar un par de calcetas de lana largas y protectoras y evitar así morir en el nuevo tratamiento de electrochoques, y que después desaparecieran mi cuerpo por la puerta trasera para llevarlo a la morgue. Cada mañana despertaba llena de espanto, esperando a que la enfermera pasara en su ronda matutina con la lista de nombres en su mano y anunciara si estaba yo programada para la terapia de electrochoques, el nuevo y moderno método para calmar a la gente y hacerle entender que las órdenes son para obedecerse y que los pisos se deben pulir sin protestar y que las caras están hechas para congelarse en una sonrisa y que llorar es un crimen. Esperar en las heladas y oscuras horas de la madrugada, era como esperar una sentencia de muerte.

Intenté recordar los acontecimientos del día anterior. ¿Había llorado? ¿Me había negado a obedecer las órdenes de alguna enfermera? ¿O, alterándome ante la visión de un paciente muy enfermo, había tratado de escapar en pánico? ¿Me había amenazado alguna de las enfermeras, "Si no tienes cuidado te apunto para el tratamiento de mañana" Día tras día pasaba el tiempo escudriñando los rostros del personal con tanta atención como si se tratara de las pantallas de un radar que pudieran revelar la proximidad de una fatalidad que hubiera sido preparada para mí. Yo era astuta. "Permítame sacudir la oficina", suplicaba. "Permítame sacudirla por las tardes, pues por la tarde ya se ha instalado en los muebles y en el libro de los reportes la película de gérmenes, y si el peligro no se conjura puede usted caer víctima de la enfermedad, lo que significa inquietud y huellas digitales y una mortaja remendada de algodón barato."

Así que yo limpiaba la oficina, como precaución, y me escurría hasta el escritorio de la hermana y le echaba un rápido vistazo al libro abierto de los reportes y a la lista de los nombres que estaban programados para el tratamiento del día siguiente. Una vez leí ahí mi nombre, Istina Mavet. ¿Qué había hecho? No había gritado ni hablado fuera de mi turno ni me había negado a limpiar con la jerga debajo de la defensa ni a ayudar a poner la mesa para el té, ni a sacar la desbordante bacinica a la puerta lateral. Obviamente existía un crimen que yo desconocía, el cual no había incluido en mi lista porque no era capaz de rastrearlo con el fluctuante reflector de mi mente hasta la oscura región interior del inconsciente. Supe entonces que tendría que ser cuidadosa. Tendría que usar guantes, no dejar huellas al allanar la morada repleta de emociones y dejar para mi uso exclusivo exuberancia depresión sospecha terror.

CUANDO VEÍAMOS A LA enfermera de día pasar de un paciente a otro con la lista en su mano nuestro nauseabundo terror se volvía más intenso.

"Te van a dar el tratamiento. Hoy no desayunas. Quédate en bata y camisón y quítate los dientes."

Teníamos que ser cuidadosos, mantenernos calmados, controlados. Si nuestros temores resultaban injustificados, sentíamos una ligereza y un alivio vertiginosos, una exaltación que, llevada al extremo, nos exponía a recibir el tratamiento de emergencia. Si nuestro nombre aparecía en la lista fatal debíamos intentar dominar con toda nuestra fuerza, a veces sin éxito, el pánico creciente. Porque no había escapatoria. Una vez que se conocían los nombres todas las puertas eran escrupulosamente cerradas; debíamos permanecer en el dormitorio de observación donde se aplicaba el tratamiento.

En ese momento una se volvía toda oídos y escuchaba a los otros pacientes caminar por el pasillo para desayunar; el silencio que se hacía mientras la Hermana Honey, con la cabeza inclinada, los ojos atentamente abiertos, bendecía los alimentos.

"Que el Señor les conceda una sincera gratitud por lo que están a punto de recibir."

Y entonces se escuchaba la repentina animación de las cucharas golpeando los tazones, el ruido de las sillas al moverse, el murmullo turbado cuando al final de la comida se buscaba el inevitable cuchillo faltante mientras la hermana advertía con severidad: "Que nadie se levante de la mesa hasta que aparezca el cuchillo." Después, tras las órdenes de la hermana, más ruido de sillas y más murmullos. "De pie, señoras." Las puertas laterales se iban abriendo conforme las pacientes eran enviadas a sus distintos lugares de trabajo. Lavandería, señoras. Cuarto de costura, señoras. Casa de reposo, señoras. Después el taconeo de la robusta directora Glass conforme se acercaba por el pasillo, sus pequeños pies calzados de negro, abría el dormitorio de observación y nos examinaba de pie, interrogando a la enfermera, como un ganadero evaluando las cabezas de ganado que en los establos esperan partir en camión al matadero. "¿Están todas aquí? Asegúrese de que no tengan nada que comer." Esperábamos de pie, en grupos pequeños; o acuclilladas en semicírculo alrededor de la gran chimenea enrejada donde un montón de carbón adormecido humeaba indolente; nuestras manos sujetaban los barrotes ennegrecidos del guardafuego para calentar nuestros dedos congelados.

Porque a pesar de los dientes de dragón y de las polvosas mariposas con manchas blancas y de los cerezos en flor, era siempre invierno. Y para nosotros era siempre una estación peligrosa. Electricidad, el peligro que en los cables canta el viento en un día gris. Pensaba una y otra vez, ¿qué medidas de seguridad debo tomar para protegerme en contra de la electricidad? Y hacía una lista de emergencias –relámpagos, disturbios, terremotos–, y de las precauciones tomadas por el hombre para proteger al mundo a través de su Cruz Roja Seguridad de Dios a quien debemos obediencia o morir desterrados en el témpano de hielo, en una doble soledad. Pero cuando me sentía amenazada por la electricidad no se me ocurría nada, excepto pensar en las botas de hule que llegaban hasta la cadera, que mi padre usaba para pescar y que guardaba en el lavadero donde las chamarras apolilladas colgaban detrás de la puerta, junto al montón de viejos magazines de humor, Lo Mejor del Ingenio Mundial, que se leían en el baño. ¿Dónde quedaron el lavadero y la ropa vieja con nidos de arañas y ciempiés en los pliegues? Perdida en tierra extraña, debía ubicarme según los arroyos que fluyen hacia el mar y medir el tiempo con el sol.

Sí, yo era astuta. Una vez recordé la relación entre electricidad y humedad, y con el pretexto de ir al baño llené la tina y me metí en ella con bata y camisón, y pensé: ahora ya no me van a dar el tratamiento, y tal vez pueda ejercer una influencia secreta sobre la pulida máquina color crema, con sus botones y medidores y luces.

¿Tú crees en una influencia secreta?

Ha habido ocasiones de una alegría desbordante cuando se descomponía la máquina y el doctor salía, frustrado, de la sala del tratamiento, y la hermana Honey nos daba la maravillosa noticia: "Vístanse todas. Hoy no habrá tratamiento."

Pero ese día en el que me metí en la tina la influencia secreta estuvo ausente, y me dieron el tratamiento, me arrastraron a la sala para que fuera la primera, antes incluso de que a los escandalosos del Pabellón Dos, el de los perturbados, les dieran los "múltiples", lo que quiere decir que les daban dos tratamientos y a veces tres, consecutivos. A esta gente alterada que vestía con sus protectores camisones rojos y sus largas y protectoras calcetas grises y sus apretados calzones rayados que algunos tenían buen cuidado de enseñarnos, la llamaban por sus nombres cristianos o por sus apodos, Dizzy, Goldie, Dora. A veces se nos acercaban y comenzaban a confiar en nosotras o a tocar nuestras mangas con reverencia, como si en verdad fuéramos lo que sentíamos ser, una raza diferente a ellos. ¿No éramos acaso nosotras las enfermas "sensatas" que todavía no sustituíamos la palabra por sonidos animales ni sacudíamos nuestro cuerpo con movimientos incontrolados ni nos disolvíamos en una secreta hilaridad silenciosa? Y sin embargo, cuando llegaba el momento del tratamiento y ellos y nosotras éramos llevados o arrastrados a la habitación que estaba al final del dormitorio, todos sin importar si éramos del pabellón de los perturbados o del de los "buenos" proferíamos el mismo grito ahogado, sofocado, cuando la corriente eléctrica se encendía y caíamos en una inmediata y solitaria inconsciencia.

Era el principio de mi sueño. Los vestigios del tiempo se cruzaban y entremezclaban y al impactarse de frente las horas estalló un fuego que ennegreció la vegetación que hace brotar la tierna memoria a lo largo del camino. Tomé un dedal de agua destilada de mar e intenté apagar el fuego. Agité una pequeña bandera verde en el rostro de las horas por venir que cruzaron por la campiña herida rumbo a su destino y mientras los rostros me espiaban desde la ventana vi que eran los rostros de la gente que esperaba recibir el tratamiento de electrochoques. Ahí estaba la señorita Caddick, Caddie, le decían, rijosa y desconfiada, sin saber que pronto moriría y que su cuerpo sería desaparecido por la puerta trasera para llevarlo a la morgue. Y ahí estaba con la vista fija mi propio rostro desde el vagón repleto, entre los apodados vestidos con sus uniformes, batas cortas rayadas y suéteres grises de lana. ¿Qué significaba?

Tenía tanto miedo. Cuando llegué por primera vez a Cliffhaven y entré en la estancia y vi a la gente sentada con la vista fija, pensé, como piensa un transeúnte en la calle cuando ve a alguien mirar el cielo: si yo miro hacia arriba, también lo veré. Y miré pero no lo vi. Y el mirar no era, como suele ser en las calles, una ocasión para que la muchedumbre compartiera un espectáculo; este era una ocasión para la soledad, para la visión de un circuito cerrado privado.

Y aún es invierno. ¿Por qué es invierno si los capullos del cerezo están en flor? Ya llevo años aquí en Cliffhaven. ¿Cómo puedo llegar a las nueve en punto a la escuela si estoy atrapada en el dormitorio de observación esperando el tech? Es un camino tan largo el de la escuela, por la calle Edén después la calle Riblle y la calle Dee más allá de la casa del doctor y de la casa de muñecas de su hijita que tenían en el jardín. Me gustaría tener una casa de muñecas; me gustaría poder hacerme chiquita y vivir dentro de ella, acurrucada en una caja de cerillos con un dosel de raso y en la lija pintadas estrellas doradas por buena conducta.

No hay escapatoria. Pronto será la hora del tech. A través de las ventanas del balcón puedo ver a las enfermeras regresar del almuerzo, y el verlas caminar de dos en dos y de tres en tres más allá del arriate de los dientes de dragón, las campánulas y el cerezo, me produce un nauseabundo sentimiento de angustia y condena. Me siento como una niña obligada a comer una comida extraña en una casa extraña y que debe pasar la noche en una habitación extraña con un olor diferente en las cobijas y ribetes diferentes en las sábanas y que al despertar en la mañana ve por la ventana un paisaje diferente y aterrador.

Las enfermeras entran al dormitorio. Recogen las dentaduras de los pacientes que van a recibir el tratamiento, las sumergen en el agua de viejas tazas despostilladas en las que escriben con la descolorida tinta azul de un bolígrafo los nombres de sus dueños; la tinta se escurre sobre la impenetrable superficie de la loza, embarrándose, las orillas de las letras parecen el microfilm de patas de moscas. Una enfermera trae un par de pequeños tazones esmaltados despostillados que contienen alcohol desnaturalizado y jabón de éter sulfúrico, para "frotar" nuestras sienes y que el choque "agarre".

Trato de encontrar un par de calcetas de lana grises porque sé que si mis pies se enfrían me voy a morir. Una paciente tiene el cuidado de ponerse sus calzones "en caso de que aviente las piernas enfrente del doctor". En el último minuto, cuando la sensación de las nueve en punto nos envuelve, sentadas en las duras sillas, nuestras cabezas echadas hacia atrás, mientras restriegan nuestras sienes hasta lacerar y herir la piel con el algodón empapado y el alcohol se escurre metiéndose en nuestros oídos y provocando súbitos bloqueos del sonido, hay un último estallido de pánico y de gritos, algunos intentan arrebatar las sobras de la comida que dejaron los pacientes de cama, y mientras una enfermera grita: "Baño, señoras", y se abre la puerta del dormitorio para una breve visita vigilada a los baños sin puertas, con custodios en el pasillo para evitar las fugas, surgen conatos de riñas y patadas al intentar algunas echarse a correr, comprendiendo casi de inmediato que no hay a dónde ir. Las puertas al mundo exterior están cerradas. Sólo te pueden perseguir y arrastrar de regreso y si la directora Glass te pesca te dirá colérica: "Es por tu bien. Contrólate. Ya has dado suficientes problemas."

La directora misma no se ofrece a probar el tratamiento de electrochoques como pudiera ofrecerse a veces alguien sospechoso que para probar su inocencia está dispuesto a comerse la primera rebanada del pastel que pudiera contener arsénico.

Los biombos florales se descorren para tapar el fondo del dormitorio donde se han preparado las camas para el tratamiento, las sábanas enrolladas hacia atrás y las almohadas colocadas en ángulo, listas para recibir al paciente inconsciente. Y ahora todo el mundo quiere ir otra vez al baño, y otra vez, conforme crece el pánico, y la enfermera cierra la puerta por última vez, y el baño se vuelve inaccesible. Anhelamos ir, y sentarnos en las frías tazas de cerámica y de la manera más simple tratar de mitigar en nuestras mentes la angustia creciente, como si un proceso corporal pudiera transformar la angustia y al jalarle al baño llevársela como ardientes gotas de agua.

Y ahora se escucha una catarrosa tos matinal, el suave rechinar de los zapatos de goma en el pulido pasillo exterior, sincopados con los apresurados pasos ping-pong de otros zapatos con tacón cubano, y llegan el Dr. Howell y la directora Glass, ella abriendo la puerta del dormitorio y haciéndose a un lado para que él entre, y juntos desfilan en regia procesión para unirse a la Hermana Honey que los aguarda en la sala del tratamiento. En el último minuto, como no hay suficientes enfermeras, entra saltando la recién nombrada Trabajadora Social a quien se le ha pedido ayudar en los tratamientos (le decimos Pavlova).

"Enfermera, pase al primer paciente."

Muchas veces me he ofrecido a ser la primera porque me gusta recordarme a mí misma que para cuando me despierte, tan breve es el periodo de inconsciencia, la mayoría del grupo estará todavía esperando en un aturdimiento lleno de ansiedad que a veces los confunde haciéndoles pensar que tal vez ya recibieron el tratamiento, que tal vez se los dieron arteramente sin que se dieran cuenta.

La gente detrás del biombo comienza a quejarse y a llorar.

Nos van pasando estrictamente según los "voltios".

Esperamos mientras "acaban" con los del Pabellón Dos.

Nosotros conocemos los rumores sobre el tech –es un entrenamiento para Sing Sing cuando finalmente nos condenen por asesinato y seamos sentenciados a muerte y estemos amarrados a la silla eléctrica con los electrodos tocando nuestra piel a través de las aberturas en la ropa; el pelo se chamusca mientras nos morimos y el último olor que percibe nuestra nariz es el de nosotros mismos quemándonos. En algunos pacientes el miedo se vuelve demencial. Y dicen que es una sesión para obligarte a hablar, que archivan tus secretos y que los guardan en la sala del tratamiento, y yo tengo la prueba de que es cierto, porque una vez pasé por la sala del tratamiento con una canasta de ropa sucia, y vi mi tarjeta. Impulsiva y peligrosa, decía. ¿Por qué? ¿Y cómo? ¿Cómo? ¿Qué significa todo esto?

Ya casi es mi turno. Me acerco a la puerta de la sala para esperar, porque hay tantos tratamientos que aplicar que el doctor se impacienta con cualquier retraso. La producción, por así decirlo, se acelera (como la eficacia en la lavandería –un bulto de ropa esperando, otro limpio, otro en la lavadora) si hay una paciente esperando en la puerta, una sobre la mesa del tratamiento, y otra recibiendo los últimos "retoques" antes de tomar su lugar en la puerta.

El inevitable llanto o el lamento se escucha de pronto detrás de las puertas cerradas que después de unos minutos se abren para dejar salir en camilla, convulsa y jadeante, a Molly o a Goldie o a la señora Gregg. Yo aprieto fuerte mis ojos cuando pasa frente a mí, pero no puedo evitar verla, tampoco las otras camas en donde yace la gente recostada, quizá profundamente dormida, o lastimosamente despierta, sus rostros enrojecidos, sus ojos inyectados de sangre. Puedo escuchar a alguien que gime y se lamenta; es alguien que despertó en el tiempo y en el lugar equivocados, porque yo sé que el tratamiento te arrebata estas cosas, te deja sola y ciega en la nadedad del ser y a tientas buscas tu camino a la fuente de los primeros consuelos, como un animal recién nacido; entonces te despiertas, pequeña y espantada, y las lágrimas no dejan de brotar con un sufrimiento indescriptible. Junto a mí está la cama, las sábanas enrolladas hacia atrás la almohada lista para recibirme después del tratamiento. Me acostarán sobre ella sin que yo me dé cuenta. Miro la cama como si fuera indispensable establecer contacto con ella. Pocas personas pueden entrever anticipadamente su ataúd; si pudieran sentirían la tentación de hechizarlo para resguardar en su forro de raso algunas baratijas de su identidad. Mentalmente, deslizo bajo la almohada de mi cama del tratamiento un compendio de tiempo y espacio para que al despertar, si alguna vez despierto, no esté totalmente confundida en el pánico de escarabajear en las tinieblas del no saber y de ser nada. Entro entonces en la sala. ¡Qué valiente soy! ¡Todos se dan cuenta de mi valentía! Me subo a la mesa del tratamiento. Intento respirar profunda y suavemente pues he escuchado que es prudente hacerlo así en momentos de temor. Intento no preocuparme cuando la directora le susurra a una de las enfermeras, con una voz ronca como de asesino: "¿Tienes la mordaza?"

Una y otra vez repito en mi interior un poema que aprendí en la escuela cuando tenía ocho años. Repito el poema, con las calcetas de lana grises puestas, para detener a la muerte. Son versos irrelevantes porque muchas veces la ley del peligro extremo exige poner atención a lo irrelevante; el moribundo se pregunta qué pensarán de él cuando le corten las uñas de los pies; el hombre que sufre cuenta los huecos de una flor. Veo el rostro de la señorita Swap que nos enseñó el poema. Veo la verruga junto a su nariz, sus dos montículos parecen los techos de una cabaña en miniatura y en la punta el brote de los pelos color jengibre. Me veo a mí misma de pie en el salón recitando y sintiendo la tapa barnizada del viejo pupitre contra mi cuerpo contra mi ombligo en el que siento granitos de arena cuando meto el dedo; con el rabillo del ojo izquierdo veo el estuche de lápices de mi compañero que yo tanto envidiaba porque tenía tres divisiones y en la tapa el diseño de una rosa y una maravillosa huella del tamaño del pulgar para deslizarla.

"Manzanas a la luz de la luna", recito. "Por John Drinkwater".

En lo alto de la casa las manazas están
puestas en hileras

La luz de la luna penetra en la buhardilla
y esas manzanas son manzanas de un
profundo verde mar.

No logro pasar de tres líneas. El doctor que atiende atareado los botones y los interruptores de la máquina a la cual respeta porque es su aliada en la lucha contra el exceso de trabajo y los problemas depresiones obsesiones manías de mil mujeres, tiene tiempo para sonreír un fatigado Buenos Días antes de darle la señal a la directora Glass.

"Cierra los ojos", dice la directora.

Pero yo los mantengo abiertos, observando la señal secreta y sumida en la impotencia mientras la directora y cuatro enfermeras y la Pavlova detienen mis hombros y mis rodillas y me siento caer como si se hubiera abierto una trampa hacia la oscuridad. Mientras caigo imagino que mis ojos se vuelven hacia adentro para mirarse de frente y confundirse ante una verdad aparte que experimentan sin mi ayuda. Después surjo incorpórea de la oscuridad para asirme y unirme a mí misma, como un parásito sin hogar, al cuerpo de mi identidad y a su posición en el tiempo y en el espacio. Al principio no puedo encontrar mi camino, no puedo encontrarme donde me dejé, alguien ha borrado todo rastro de mí. Lloro.

Una taza de té dulce baja por mi garganta. Agarro del brazo a la enfermera.

"¿Ya me lo dieron? ¿Ya me lo dieron?"

"Ya te dieron el tratamiento", me responde. "Duérmete. Te despertaste demasiado pronto."

Pero yo estoy totalmente despierta y de nuevo comienza a acumularse la ansiedad.

¿Me van a dar el tratamiento mañana?

DESPUÉS DE APLICAR EL último tratamiento matutino el doctor acostumbraba irse con la directora Glass y la Hermana Honey a tomar el té en la oficina de la Hermana donde se sentaba en la mejor silla que traían del cuarto contiguo y que llamaban "comedor" y donde a veces se recibía a las visitas. El Dr. Howell bebía en una taza especial que tenía un listón rojo amarrado al asa como tenían todas las tazas del personal para distinguirlas de las de los pacientes, y prevenir así el contagio de enfermedades como el aburrimiento la soledad el autoritarismo. El Dr. Howell era un joven rollizo catarroso caripálido (le decíamos Galleta) miope compasivo y exhausto cuyo inexperto entusiasmo sucumbía bajo el peso de la tensión concentrada, como sucumbe un avión nuevo sometido a la cámara de pruebas que simula el vuelo de millones de millas y que en unas cuantas horas desarrolla la fatiga del metal.

Después del té matinal a las once seguía el ritual de las Rondas cuando, acompañado por las omnipresentes directora Glass y la Hermana Honey, las dos terciando como intérpretes mediadoras y piquetes de vigilancia, el Dr. Howell entraba en la estancia en donde las ancianas y aquéllas más jóvenes pero que todavía no estaban listas para trabajar en la lavandería o en el cuarto de costura o, aquéllas de un nivel social más alto, en la Casa de Reposo, hojeaban sentadas tristemente las páginas de un viejo ejemplar de las Noticias Ilustradas de Londres o del Semanario de la Mujer; o tejían cuadros para las colchas de los leprosos; o bordaban bajo la supervisión de la recién nombrada Terapeuta Ocupacional quien tenía, según rumores, y para gran desconsuelo de muchas de las cientos de mujeres del Pabellón Cuatro, un romance con el Dr. Howell.

El doctor a veces se detenía para preguntar sonriendo amigablemente: "Buenos días. ¿Cómo se siente hoy?", pero al mismo tiempo echaba un rápido vistazo a su reloj y tal vez se preguntaba cómo sería capaz de terminar en la última hora que le quedaba antes del almuerzo todas las rondas de los pabellones femeninos y regresar a su oficina para atender las correspondencias y las entrevistas con familiares demandantes desorientados alarmados avergonzados.

La paciente elegida para conversar con el doctor se excitaba tanto con este inusual privilegio que a veces no sabía ni qué decir o comenzaba a hacer una vehemente descripción que la directora interrumpía.

"El doctor ahorita está muy ocupado para eso, Marion. Sigue con tu labor."

Y en un aparte con el doctor la omnipotente Directora le susurraba al oído: "Últimamente ha estado muy poco cooperativa. Ya la apuntamos para los tratamientos de mañana."

El doctor asentía distraído, hacía una observación petulante y gracias a su inteligencia se daba cuenta inmediata de su petulancia y mentalmente daba marcha atrás como un vendedor que ha menospreciado su propia mercancía. Con impaciencia creciente veía el tapiz o el bordado en punto de cruz que le embutía alguna paciente orgullosa. Y después, viendo la estancia con pena y con culpa, se dirigía a la puerta mientras la directora Glass y la Hermana Honey vigilaban la mecánica de su salida, abriendo y cerrando la puerta y manteniendo a raya a aquellas pacientes cuya necesidad de comunicarse con alguien amable las hacía correr detrás de él en un último intento de mostrarle su labor o de seducirlo o de saludarlo y preguntarle: Hola, doctor, ¿cuándo puedo irme a mi casa?

Algunas veces, como desafiando a la directora Glass y a la Hermana Honey, el Dr. Howell prefería apartarse de ellas y salir de la estancia por la puerta que daba al espacioso y arbolado jardín del Pabellón Cuatro; entonces la directora y la Hermana se miraban entre sí acusatoria y aprensivamente mientras el doctor se alejaba de ellas; como se podían mirar las arañas cuando la mosca tan-afanosamente-atrapada se escapa en un aleteo.

Era la juventud del Dr. Howell lo que nos atraía; los otros doctores que no nos atendían pero que estaban encargados del hospital eran viejos y canosos y entraban y salían presurosos de sus oficinas enfrente del edificio como ratas que entran y salen de sus escondrijos; y se sentaban, en su trabajo, como en una madriguera, con las mismas viejas y trilladas soluciones de siempre desparramadas a su alrededor. Fue el Dr. Howell quien intentó difundir las interesantes noticias de que los enfermos mentales son seres humanos y que por lo tanto es posible que de vez en cuando les guste dedicarse a las actividades de los seres humanos. Fue así como nacieron "Las Tardes" en las que jugábamos cartas –manotazo, viuda negra, burro y euchre; y ludo y serpientes y escaleras, con premios y cena al final. ¿Pero dónde estaba el resto del personal para supervisar las actividades? Pavlova, la única Trabajadora Social para todo el hospital, valientemente asistió a unas cuantas tardes "sociales" organizadas en la estancia del Pabellón Cuatro para los hombres y las mujeres. Veía a la gente subir por las escaleras y caer por los toboganes y correr a casa en las fichas rojas y azules del parkasé. Ella también se alegraba con el clímax de la tarde, cuando llegaba el Dr. Howell, vestido con saco sport y zapatos de goma, su cabello trigueño alisado y su risa nada doctoral resonando fuerte y plena. Era como un dios; se unía al juego y arrojaba los dados con el aplomo de un dios lanzando un rayo; ponía la expresión justa de desánimo cuando caía por un tobogán, pero una se daba cuenta de que era un encantador de serpientes, aunque fueran de cartón verde bilis. Y de personas. También era el dios de la Pavlova, se sabía; pero por más que brincoteaba por ahí, en su bata blanca sucia y los últimos botones de abajo desabrochados, no podía robarse al Dr. Howell de la terapia ocupacional. ¡Pobre Pavlova! Y pobre Neoline, que esperaba que el Dr. Howell se le declarara, aunque las únicas palabras que alguna vez le había dirigido eran: ¿Cómo está? ¿Sabe en dónde se encuentra? ¿Sabe por qué está aquí? –frases que normalmente sería difícil interpretar como muestras de amor. Pero cuando una está enferma descubre dentro de sí todo un campo de nuevas percepciones en el que se cosechan interpretaciones que después te proporcionan tu pan de cada día, tu único sustento. Así que cuando el Dr. Howell finalmente se casó con la terapeuta ocupacional, a Neoline se la llevaron al pabellón de los perturbados. No podía entender cómo era que el doctor no la necesitaba a ella más que a nadie en el mundo, por qué la había traicionado casándose con alguien cuya única virtud parecía ser la habilidad de enseñar a los pacientes que no siempre estaban interesados en aprender, cómo tejer bufandas y hacer punto de cruz en muselina. 


TRADUCCIÓN DE HELENA GUARDIA