Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Martes 7 de mayo de 2002
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Política

José Blanco

Pepe Ayala

Vino de Irapuato al Distrito Federal a mediados de los años 60 a estudiar economía en la UNAM. Llegó, algo tímido entonces, con sus grandes ojos muy abiertos, y con esa mirada sin malicia, fresca y franca que denota en los jóvenes su desconocimiento del mundo. Pero como lo demostraría con el tiempo, su aspiración y su sed de saber eran ilimitados. Llegó y experimentó (como a tantos otros nos ocurrió) esa exultante sensación de libertad que en los 60 producían las aulas y los corredores de la UNAM, y esa expectativa plena de alborozo de comerse al mundo buscando cada día entender más y más las entrañas de la sociedad en que vivíamos.

Su batalla por aprender a fondo los cursos, su brega por aprender a escribir, su lucha sin tregua por crecer intelectualmente, no conoció fatiga. Con el mismo denuedo, con la misma autodisciplina -casi despiadada-, se hizo economista, se volvió un experto en jazz, un gran conocedor de cine, un empeñoso explorador de la literatura. Con ese mismo afanoso empeño continuó hasta terminar con brillantez sus estudios de doctorado.

En ese ahínco acumuló una notable expertise en la investigación de los temas que lo absorbieron: el Estado, la economía pública, el vínculo entre las instituciones y el desarrollo, el neoinstitucionalismo.

Fuimos compañeros de generación escolar, tomamos muchos cursos juntos en la licenciatura y en el posgrado, varias veces preparamos juntos exámenes finales y juntos realizamos la tesis de licenciatura. La seriedad en todo y en todo momento lo acompañó hasta el final.

Cuando el medio académico de los economistas reconoció de múltiples formas el valor efectivo de su trabajo, se volvió más alegre y conversador. La timidez y una actitud de cierto rezongo lo abandonaron en buena medida, pero no la seriedad con la que cada día acometía el encierro de su estudio produciendo en línea continua. Los estudiantes pululaban en su derredor permanentemente. Repartió enseñanzas a muchas generaciones, sin cesar.

El estado de ánimo íntegro, la racionalidad, los pensamientos que lo acompañaron durante el proceso de su muerte no admiten fácilmente un adjetivo. No sé de otro caso igual. Cuando fui invitado por Gonzalo Celorio a dirigir El Trimestre Económico -la septuagenaria revista de economía del FCE-, fue Pepe el primer economista al que invité a formar parte del comité dictaminador. El día que instalamos el comité, en septiembre pasado, tuvimos una comida y una larga sobremesa, aderezada de buen vino y sabrosa conversación. Pepe por largos trechos se apoderó del micrófono hablando vehementemente de la UNAM y su virulenta huelga reciente. De pronto, casi intempestivamente, dijo que debía marcharse inmediatamente porque el mal tiempo amenazaba. Unos días después me contó que esa tarde sintió el primer síntoma; ese día, dijo, sentí, cuando me fui, como si me hubiera comido un elefante. Tenía ya los resultados de sus estudios médicos: cáncer en el páncreas y metástasis en distintos puntos del aparato digestivo. La corrosiva enfermedad había avanzado sin retorno, silenciosamente, sin haber producido antes algún síntoma que lo alertara.

Nutrición le confirmó el diagnóstico y la noticia de que no había vuelta atrás. Pepe, de todos modos, ensayó diversas vías. Pero habló todo el tiempo de su muerte sin tapujo alguno y en conciencia plena de su final más o menos inminente. Sin depresión, sin condolerse de su suerte. Sólo el libro que tenía a punto de término, Instituciones para mejorar el desarrollo. Un nuevo pacto social para el crecimiento y el bienestar, era su gran preocupación y a él dedicó sus últimas energías, mientras la enfermedad devoraba vertiginosamente todas sus células.

Hace unas cuatro semanas la Facultad de Economía le organizó un homenaje-despedida. Enrique González Tiburcio, Alejandro Alvarez, Arnaldo Córdova, Rolando Cordera y Roberto Escalante hicieron cinco excelentes, vibrantes intervenciones. Al final, Pepe, con la tranquilidad, la entereza, la lucidez con la que todo el tiempo habló a su familia y a sus amigos de su pronto deceso, de ese modo le habló a un auditorio repleto que absorto e incrédulo veía y oía cómo Pepe se despedía de Denise, su compañera, de sus lindas hijas Ana y Lucía -que en una empatía perfecta con su padre mantenían la misma fuerza y lucidez de Pepe-, de todos sus amigos y sus discípulos. Yo no canto a la muerte sino a la vida, pero pronto moriré, dijo con sosiego. No intentaré una reflexión "filosófica" menos aun "religiosa", agregó, pero sé que pasaré a una especie de vida virtual por algún tiempo, porque se quedan mis libros, mis afectos, mi familia, mis amigos y los recuerdos. Fue un acto a la par doloroso y reconfortante.

El jueves 17 de abril pude darle la noticia de que su último libro, que me enviara para publicación al FCE, se hallaba en proceso de dictamen académico. El jueves 25 a las seis de la mañana murió viendo a la muerte como vio a la vida: con los ojos muy abiertos.

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