La Jornada Semanal,  21 de abril del 2002                         núm. 372
Amalia Solórzano de Cárdenas

Los pasos comunes

El texto que el lector tiene en sus manos forma parte del libro recién publicado por la Editorial Casa Juan Pablos con el título Estampas para el recuerdo. Los caminos indígenas de Doña Amalia. La venta de su primera edición –restringida a sólo mil ejemplares– servirá como inversión-semilla de un fondo de becas para niños indígenas de Chiapas, Oaxaca y Michoacán. La parte que aquí se publica corresponde a una fase de la relación de doña Amalia Solórzano de Cárdenas con el movimiento indígena, cuando formó parte de la Comisión de Seguimiento y Verificación de los Acuerdos de San Andrés (Cosever), en 1996. Julio Moguel colaboró en la integración de texto y notas.

La ceremonia para constituir formalmente la Cosever se realizaría en el teatro Zebadúa, a siete cuadras del ex convento El Carmen. Estando tan lejos, a mí no se me ocurrió otra cosa que esperar a que se acercara la hora, para subirme a la camioneta y llegar por ese medio a nuestra cita. Así es que me senté tranquilamente a platicar con Alicia, pidiéndole que me hiciera el favor de hacer algunas llamadas telefónicas a México, para pedir información y asegurarme que por allá todo estuviera en orden. Pero un poco antes de salir Marcos me envió un recadito en el que me invitaba a recorrer a pie, con él y los comandantes zapatistas, el largo trecho que nos separaba del teatro referido. 

De primera intención me pareció que ello era prácticamente imposible, pues las piernas ya no me responden como quisiera. Más me preocupé al pensar que, de aceptar la invitación, sería incapaz de caminar al ritmo de todos los demás. ¡Ya había visto cómo se formaba el avispero cuando los delegados zapatistas se trasladaban de un lugar a otro! Pero un segundo mensaje del subcomandante me tranquilizó: recorreríamos la ruta programada a mi paso, y me flanquearían, apoyándome, él y el poeta Juan Bañuelos. Fue así que acepté gustosamente y que emprendimos la marcha, en una procesión que sumó cuatro o cinco cientos de personas, entre fotógrafos y reporteros, zapatistas, miembros de la Conai y de la Cosever, asesores del ezln, gente del pueblo, indígenas y mestizos, curiosos, turistas, y hasta perros, que por cierto allá les llaman chuchos.

Y allí íbamos, poco a poco, a paso lento, lento, lento, de tortuga. Yo estaba un poco nerviosa, pues pensaba que por mi culpa tal vez llegaríamos retrasados a la cita, pero no vi ningún gesto de reproche en los que en el camino andaban. Así es que me despreocupé por eso, mas no por otras cosas. Cuando salimos del ex convento y desembocamos en una calle empedrada, me agarré fuerte del brazo de Juan Bañuelos y le dije con cierta angustia que no me fuera a soltar, que me agarrara con más fuerza pues de seguro una de esas piedritas y piedrotas que estábamos pisando me iba a traicionar. Marcos escuchó la petición de auxilio que yo le estaba haciendo al poeta, afianzó su mano en mi antebrazo, acercó su cara a la mía sin detener el paso, y me dijo al oído algo que escuché como un susurro: "No se preocupe, doña Amalia, mientras nosotros estemos en estas tierras, en estos trotes y en este mundo, a usted nadie la va a traicionar. No se preocupe para nada, Doña Amalia..."

El subcomandante invitó a que hiciéramos un alto frente al Palacio Municipal, para explicarnos cómo había sido la entrada del ezln a San Cristóbal de las Casas en la madrugada del primero de enero de 1994, y cuáles habían sido las maniobras de los grupos indígenas participantes en la toma militar para controlar los centros de vigilancia policiaca, las rutas de entrada a la ciudad y sus calles principales. Allí, de frente al edificio de gobierno, nos platicó la forma en que rodearon y tomaron el palacio, y desde qué balcón leyeron su mensaje a la población, que fue precisamente el de la Primera Declaración de la Selva Lacandona. En ese momento, nos dijo, no todos los zapatistas usaban pasamontañas o el paliacate para cubrirse la cara, lo que podía constatarse sin mayor problema en las innumerables fotos que en ese primero de enero fueron tomadas por periodistas y curiosos. Fue tiempo después que la máscara se generalizó, y no sólo como un recurso de seguridad y ocultamiento, sino como un elemento de distinción e identidad que luego llevó a que se hablara de ellos como "los hombres de la noche" y "los sin rostro". Marcos continuó con su relato, extendiendo la descripción a la segunda vez que arribaron a la ciudad coleta: ya desarmados y en son de paz, cuando en febrero del mismo año de la insurrección se dieron los primeros diálogos con la delegación gubernamental. 

Luego seguimos nuestra caminata, y me puse contenta de no sentir ni una pizca de cansancio, lo que seguramente sucedía por la emoción de estar viviendo ese momento. Unos pasos antes de que llegáramos al teatro, Marcos me dijo que tenía que despedirse porque a la entrada nos iban a separar, pues como parte de la Cosever yo tenía un lugar asignado en el estrado, donde estarían también Tacho, David y Zebedeo, pero el resto de los zapatistas se ubicaría en un palco que se encontraba del lado izquierdo del salón. ¿Acaso no nos veremos un poco más tarde?, le pregunté. Me respondió que tal vez ya no, pues saldrían con prisas del evento y en la tarde tendrían que atender una reunión con la Cocopa. Entonces me despedí con mucho cariño de él y de los comandantes que estaban cerca de nosotros, y les deseé toda la suerte del mundo. Pero ni Marcos ni Bañuelos se separaron de mí en lo que siguió: entraron conmigo al recinto, paso a paso, como íbamos, en medio de esa multitud, y me dejaron a unos cuantos metros de la silla del estrado que los organizadores del evento me tenían asignada. Unas manos amigas tomaron el relevo para ayudarme a llegar sin tropiezo a mi lugar. Cuando el subcomandante y el poeta se fueron a sus asientos no dijeron más palabra, pues ya no era necesario.

Me deslumbró el hermosísimo teatro Zebadúa. Juan Bañuelos fue el encargado en este caso de ponerme al corriente de su historia, que conocía prácticamente a la perfección (¡tan sabio y conocedor de Chiapas como el poeta Óscar Oliva, con razón siempre andaban juntos y eran tan amigos!). Inaugurado en 1931, funcionó como cinematógrafo durante dos o tres décadas. La gente de cierta edad recuerda haber gozado allí algunas de las películas de la época de oro del cine mexicano, con Arturo de Córdova, María Félix, Dolores del Río, Cantinflas, Joaquín Pardavé. También llegó a ser un espacio en el que se llevaron a cabo peleas de box y lucha libre. Casi todos los coletos recuerdan el año de su fundación, pues siete días después del tremendo fiestón que hicieron por su apertura cayó un diluvio nunca visto, con muchísimos rayos y centellas, y granizos del tamaño de huevos de gallina. Por lo menos esa fue la idea que a todo el mundo le quedó. Me dio gusto ver, justamente frente al teatro, la fachada del Hotel Flamboyan, anteriormente llamado Hotel Español, pues allí se hospedó el General durante más de una semana en los días de su presidencia. Algunos coletos que conocen la historia del lugar recuerdan bien este hecho, y se acuerdan también, entre otras cosas, que ese fue el primer hotel que usó calentador a base de leña y tractolina, y que sirvió vino y cerveza con las comidas. 

El poeta Bañuelos siguió con su plática como si nada, embebido en no sé qué sueños y misterios, cuando de pronto escuchamos la voz de uno de los organizadores del asunto, quien, con micrófono en mano, pedía a todo el mundo que ocupara sus lugares pues el acto solemne iba a comenzar. El teatro estaba a reventar. Se ocupaban, de lleno, galerías, palcos y plateas. Y cualquiera hubiera podido decir que en el interior del recinto se encontraban presentes todos los periodistas del mundo.

Don Samuel Ruiz inauguró la ceremonia en medio de un silencio imponente. Sus palabras, como siempre, fueron muy emotivas y optimistas. Dijo, entre otras cosas y de manera muy sencilla, que pronto tendríamos "un sol espléndido", refiriéndose a que en muy poco tiempo alcanzaríamos la paz que la mayoría de nosotros anhelábamos, una paz con justicia y dignidad, como le llamaban los zapatistas. Le siguió en el uso de la voz el comandante David, con su acostumbrado porte digno y serio y enfundado en su conocido traje tzotzil, quien además de dar su mensaje presentó uno por uno a los invitados del ezln a la Cosever. Muy amable de su parte, hizo una mención especial al obispo Bartolomé Carrasco y a mi persona. 

El ser humano encuentra en el compromiso con las causas de la libertad y la justicia su vuelo mejor y más amplio. Más grande todavía que la historia que los nombra y los trae hasta aquí, una mujer y un hombre caminan la paz con nosotros. Una mujer, doña Amalia Solórzano viuda de Cárdenas, y un hombre, monseñor Bartolomé Carrasco. Una y otro de enterezas y convicciones firmes. Uno y otra de compromiso consecuente. Una y otro de palabra y corazón verdaderos. Uno y otra aceptando caminar a lado nuestro, no a la guerra y a la destrucción, sino a la paz y a la creatividad.

(Fragmento de la intervención del comandante David en la constitución formal de la Cosever, el 7 de noviembre de 1996.)

Por nuestra parte, los invitados del ezln, intervino el joven oaxaqueño Adelfo Regino, personaje notable pues a su escasa edad (creo que no pasaba de los veinticuatro años) ya destacaba como todo un líder, un buen analista político y, como abogado e indígena que era, un gran conocedor de los temas en los que andábamos. Habló en su oportunidad de la sorprendente emergencia de la sociedad civil que, en 1994, evitó la masacre y la continuidad de la guerra. Dijo también que era necesario tener una actitud plural y tolerante, que tal misión competía a todas las fuerzas, gobierno, sociedad civil, partidos políticos, indígenas en general y zapatistas, ya que de ello dependía conquistar para bien de todos, no sólo para algunos, una paz justa y digna. Me gustaron mucho sus palabras pues en ningún momento fueron de confrontación. Y en esas circunstancias eso es lo que se requería. 

Cuando salimos del encuentro alguien propuso que fuéramos a celebrar, por lo que un nutrido grupo de amigos nos dirigimos a un conocido restaurante que se encuentra por el lado de la iglesia de Santo Domingo, creo que de nombre La cabaña, o algo así. En esa ocasión comimos tamales de azafrán con pollo, cecina, sopa de chipilín, y también los famosos tamales untados, cocinados con mole de guajolote, aceitunas, ciruelas pasa y almendras. La mayoría bebió sus cervezas, y algunos uno que otro tequilita. ¡No era para menos, había muchos motivos para festejar! Todos estábamos tan contentos que apenas nos dimos cuenta de la hora. Regresé al hotel como a las seis y media de la tarde, con la única intención de descansar. ¡Cuántas emociones había vivido a lo largo de ese día!

A la mañana siguiente viajamos a la ciudad de Tuxtla Gutiérrez, para tomar el vuelo de regreso a la capital. La vuelta por esa carretera llena de curvas me resultó menos pesada que cuando la transitamos para llegar a San Cristóbal, tal vez porque era de bajada o porque yo estaba muy contenta por todo lo que había pasado. Pude incluso disfrutar mucho mejor el paso por Zinacantán, lugar donde producen flores en invernadero, y Navenchauc, pueblo indígena hermosísimo que se encuentra asentado, junto a un lago, en el fondo de un enorme vaso montañoso. Cuate y Lázaro no nos acompañaron en el regreso, pues decidieron permanecer un día más en la ciudad coleta, para platicar con algunas personas y atender diferentes asuntos.

En ese viaje quedé convencida que era necesario seguir acompañando al movimiento indígena y mantener nuestra presencia en la Cosever, o donde nos pidieran nuestra participación, por lo que acepté gustosa regresar a principios de diciembre para asistir a la primera reunión formal de trabajo de dicha Comisión. 

Era impresionante ver actuar a doña Amalia en esos días en que la conocimos en San Cristóbal. Tenía un aguante envidiable por cualquiera, para estar en las reuniones, platicar con la gente, escuchar una exposición o asistir a los eventos en los que se requería su presencia. Parecía una adolescente, con el mejor ánimo del mundo, todo el tiempo sonriente, cariñosa, activa y atenta. Estoy seguro –sabemos– que siempre ha tenido una gran vitalidad, pero podría suponerse que el movimiento indígena y el zapatismo le inyectaron mucha adrenalina, fuerzas renovadas y una buena cantidad de motivos para seguir adelante, y mantener la guardia firme, en alto.

(Palabras del padre Ricardo Robles, sobre la presencia de doña Amalia en noviembre y diciembre de 1996.)