Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Miércoles 3 de abril de 2002
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Mundo

Vimos el colapso palestino a nuestro alrededor

Se desplaza por los territorios ocupados el fantasma que recorrió Sabra y Chatila

ROBERT FISK THE INDEPENDENT

Belen, 2 de abril. Si ésta es la guerra contra el terror, entonces Jesús no nació en Belén. El primero en morir fue un palestino de 80 años cuyo cuerpo nunca pudo ser llevado a la morgue. Después, una mujer y su hijo fueron gravemente heridos por el fuego israelí. Una nube de humo negro se elevó con los vientos de tempestad desde el otro lado de la plaza Manger; dijeron que se había quemado un vehículo blindado, a pesar de que no había forma de saberlo pues corríamos por nuestras vidas mientras las balas tronaban a nuestro alrededor, un poco más abajo de la Iglesia del Redentor. El aire estaba vivo con el ruido de bombas y el fuego de rifles, la lluvia se acumulaba en arroyos oleantes al paso de los tanques israelíes que avanzaban entre las casas otomanas de piedra, despedazando automóviles y tirando las vallas de los comercios.

Sí, la pequeña ciudad de Belén está quieta, en sus oscuras calles sólo están los israelíes, pero nunca hubo una esperanza duradera; nunca un dormir profundo carente de sueños. La imagen de un tanque aplastando lo que hay a su paso cuando avanza hacia la calle Qutaa -a sólo 600 metros del lugar en que nació Cristo-, que era donde nos apretujábamos en nuestro pequeña y aterrada habitación, junto con Norma Hazboun. Es-te era el símbolo de las esperanzas y temores de todos los años.

La "paz", el "respeto mutuo" y Oslo fueron lo que nos trajo hasta aquí. Un "área militar cerrada" fue declarada una vez más por los israelíes. Jesús, uno supondría, también tuvo que enfrentarse a la versión romana de las áreas militares cerradas, pero tenía a Dios de su lado. Ayer lunes los habitantes de Belén no tenían a nadie.

Esperaron algún pronunciamiento del Papa, desde el Vaticano; de la Unión Eu-ropea. Y lo que obtuvieron fue una invasión armada. Observamos toda la mañana a los Merkavas y los APC avanzando a punta de acero a través de las calles añejas, buscando a los "salvajes" del "terror" de los que nos ha hablado Ariel Sharon. Y mientras tanto en televisión vimos el mismo colapso palestino que observábamos desde la ventana de nuestra habitación en Belén. Las oficinas de la inteligencia palestina eran atacadas en Ramallah. Los palestinos decían que cientos de mujeres y niños, y hombres también, se atiborraban en el sitiado y bombardeado edificio. Luego empezaron a caer bombas sobre el campamento de refugiados de Deheishi. Ya lo sabíamos. De-heishi estaba tan cerca que nuestras ventanas vibraban.

La estación de televisión de Belén aún funcionaba, a unos cuantos cientos de me-tros de distancia -los israelíes todavía no llegaban ahí- y Sharon apareció en la pantalla. Estaba ofreciendo a los países europeos sacar a Yasser Arafat de Ramallah por avión, partiendo de que el líder nunca re-gresara a la tierra que él llama Palestina. En 1982 Sharon hizo el mismo trato con Arafat, que se tradujo en un exilio fuera de Beirut con la ayuda de los estadunidenses. No esta vez. La oferta fue rechazada.

Hay más disparos, ahora se escuchan justo afuera de nuestras ventanas. Un tanque marcado con el código B2 avanza por el camino. Su cañón atraviesa el verde tol-do de una tienda y luego se mueve hasta apuntar directamente a nuestra ventana. Nos esfumamos para ocultarnos en el cubo de las escaleras. ƑAcaso vieron que los observábamos? Nos quedamos ahí, en las escaleras húmedas y heladas, asomándonos hacia la ventana. Vimos a dos soldados israelíes pasar corriendo frente a la casa seguidos de un segundo tanque, con el código A2, que avanzaba mientras movía su torreta en dirección al sur.

Sabíamos todo sobre estos tanques: su velocidad máxima, la voz de sus imponentes motores. Habíamos pasado casi una hora escabulléndonos por callejuelas tratando de evitar las notorias reglas de la "zona militar cerrada". Sucias, húmedas y negras calles que recorríamos bajo la lluvia torrencial y los tejados chorreantes mientras escuchábamos los tanques rugiendo en los caminos vecinos. Uno de ellos atravesó un crucero y nosotros nos detuvimos, con nuestras chamarras de color azul y negro en las que se lee "TV" escrita con enormes le-tras de cinta adhesiva. Extendimos los brazos como si fuéramos patos, para mostrar que no llevamos armas. Cada vez que en-contrábamos una calle más pequeña, otro vehículo israelí la atravesaba.

Para cuando logramos acercarnos a la plaza Manger teníamos tanques frente a nosotros, vehículos APC y otro tanque atrás. Fue ahí cuando comenzó el tiroteo. El crack-crack de las balas que eran disparadas a sólo unos metros de distancia. ƑEran los israelíes? Porque si era fuego palestino ello significaba que éstos estaban a una distancia suicida de los israelíes. Corrimos por el camino y luego por un estrecho callejón. Un amigo de los palestinos encontró la casa de la profesora Norma Hazboum, de ciencias sociales de la Universidad de Belén, quien nos abrió su puerta de hierro.

Qué protegidos nos sentíamos junto a su estufa de gas, pero cuán atrapados estábamos dentro de su pequeña vivienda, y qué impotentes para movernos. Mientras, la televisión se convirtió en el medio para mo-nitorear la desintegración palestina.

El locutor que leía las noticias atropellabatcx01-024128-pih sus palabras. Irán e Irak podrían suspender sus exportaciones de petróleo para obligar al gobierno estadunidense a exigir una retirada israelí. El cuartel de la inteligencia de Arafat ardía. Había un soldado israelí muerto a bordo de un APC del otro lado de la plaza Manger; dos cohetes palestinos se impactaron contra su vehículo. Había 700 prisioneros palestinos, maniatados y con los ojos vendados, en Ramallah.

El secretario de Estado estadunidense, Colin Powell, insistía en que Arafat era el líder palestino "reconocido", y que este reconocimiento perduraría independientemente si el líder era trasladado a Europa o a cualquier otro lugar.

El humo seguía elevándose detrás de la plaza Manger. Mientras, uno de los tanques que habíamos visto en la calle aledaña chocó con el costado de una casa. En la televisión un comentarista -sin afeitar, con una chamarra de cuero, exhausto- leyó un comunicado de la Brigada de los Mártires de Al Aqsa, uno de los más mortales enemigos de Sharon; el grupo de los perversos y crueles atacantes suicidas que han gol-peado a Israel. "Permaneceremos firmes como dijo Abu Amar (Yasser Arafat): 'Para la victoria o para el martirio, como bien lo sabe el enemigo'".

Afuera, a un lado de un grupo de limoneros, dos vehículos blindados se han estacionado. Los israelíes tratan desesperadamente de bombear combustible de uno de los vehículos al otro, temiendo ser vistos por francotiradores palestinos. Segundos más tarde las balas silbaban a su alrededor y dos espantados soldados que estaban en los tejados saltaron a la calle para ocultarse dentro de una tienda.

Entonces sonó mi teléfono celular y me respondió una voz británica, perteneciente a una dama de Wateringbury, en Kent. Mi hogar alguna vez estuvo en el poblado vecino de East Farleigh, que era la si-guiente parada del tranvía. Pero Liz Yates no estaba en Kent. Estaba a sólo dos millas de distancia, en el campamento de refugiados de Aida, junto con otros nueve occidentales -dos franceses, dos suizos y cinco estadunidenses-, quienes se negaban a salir de ahí.

Su voz tenía el tono agudo que proviene del miedo y del agotamiento extremos. "Queremos ayudar a los 4 mil refugiados palestinos que están aquí. Todos piensan que los israelíes van a llegar y les prometimos quedarnos hasta que lo hagan. Esto les dará alguna protección. Le estamos pidiendo a nuestros consulados que presionen a los israelíes para que se replieguen".

Qué esperanzas. Sólo un día antes un soldado israelí abrió fuego contra un grupo de manifestantes occidentales desarmados cerca de Belén e hirió a cinco de ellos frente a las cámaras de la BBC, antes de tratar de dispararle también al reportero de televisión Orla Guerin. En eso pensábamos cuando las balas volaban a nuestro alrededor en las empapadas calles del centro de Belén. En eso pensábamos también cuando salimos cautelosamente, en las últimas horas de la tarde, de la casa palestina en la que nos refugiamos.

Antes de despedirnos recibí otra llamada de una mujer judía estadunidense que trabaja con un grupo palestino de derechos humanos en Gaza. Ya no podía llegar al campamento de refugiados de Rafah, dijo. Estaba copiando todos los archivos del grupo en computadora, en caso de que los israelíes se llevaran los originales como hicieron en Ramallah. "Todos piensan que vienen para acá". Sí, lo mismo piensan en el campamento de refugiados de Aida. Los israelíes vienen. ƑPero acaso eso les importa a los bombarderos suicidas?

Caminamos como robots de regreso por las peligrosas calles, escuchando los mo-tores de los tanques rugiendo como monstruos. Fue igual a cuando los israelíes, después de humillar a Arafat, invadieron el oeste de Beirut en 1982. Sharon los comandaba entonces. Los israelíes llevaban adelante, según nos dijo entonces, una "guerra contra el terror". Los civiles murieron por miles. Y luego vino la masacre de palestinos a manos de las milicias aliadas de Israel, en Sabra y Chatila. Fue entonces cuando me pregunté, mientras trepábamos en medio de la tormenta sobre las barricadas de lodo y piedra en dirección a Jerusalén, si sería aquí donde ahora comenzaría una nueva matanza.

©The Independent

Traducción: Gabriela Fonseca

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