Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Lunes 1 de abril de 2002
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Política

Armando Labra M.

Gerencia, Presidencia; mercado, pero regulado

Una vez aplacada la polvareda de líneas ágatas que generó la desteñida cumbre de Monterrey, vale la pena sacar cuentas para ver si, aparte de los reflectores efímeros sobre México, algo de lo ahí acontecido valió la pena.

Si de alguna manera se pudiera simplificar el saldo de la cumbre para los países pobres, se resumiría en una sabia recomendación-advertencia de los ricos: cuando dejen de ser pobres, les ayudamos a salir de la pobreza. Es decir, pórtense bien, hagan lo que les decimos y como les decimos, sean como nosotros, piensen igual, resuelvan sus problemas según nuestros manuales para indigentes, y serán bien vistos cuando pasen el bote para recoger su limosna.

El documento del pomposamente llamado Consenso se distribuyó con antelación y sólo había que firmarlo, cosa que no sucedió, dada la miseria de sus planteamientos, la imposición de sus premisas y lo ridículo de sus propósitos. El disenso mayor fue el de Fidel Castro, quien había puesto, con su simple presencia, en bandeja de plata la oportunidad dorada para un encuentro político histórico, precioso, que pudo aprovechar el presidente estadunidense. Se le hubiera visto como un estadista inteligente, no como el frívolo vaquero belicoso que demostró seguir siendo. Y bueno, nuestros funcionales públicos se lucieron haciéndole la obra negra, hábiles gatos para sacar la castaña del horno sin que se queme el jefe.

Nota precisatoria: antes los empleados de gobierno eran llamados funcionarios y luego, servidores públicos. Hoy en efecto las cosas han cambiado. Les queda mejor el título de funcionales a nuestros empleados burocráticos, precisamente porque funcionan al servicio de la gerencia nacional de Los Pinos y a su matriz internacional en Washington, no de los mexicanos.

Dejemos esas minucias, regresemos a Monterrey y su secuela. La maña de centrar la atención en la ayuda financiera a los países pobres elude muchos problemas de forma y fondo. En primer lugar y de fondo, cualquier cantidad de recursos destinada a fomentar el crecimiento de la economía mediante las políticas en boga conlleva la generación misma de la pobreza. Es la política del crecimiento económico que privilegia al mercado, la competencia sin medida y la ausencia de instancias moderadoras del conflicto entre las clases, la que crea la pobreza, de manera que canalizar dineros para promover "más de lo mismo" significa amplificar el problema que se pretende resolver.

En otras palabras, apoyar un tipo de crecimiento económico volcado a los mercados de exportación y la competencia sin controles no sólo anula las oportunidades para la mayoría que vive en y para el mercado interno, sino que torna dependiente al país y lo somete a los vaivenes del mercado mundial, hoy más inestable que nunca. Sobran las cifras, el resultado está a la vista en dos décadas perdidas para los países pobres. Pero no es otro, sino ese tipo de crecimiento económico el que imponen el FMI, el BM, Washington y sus socios, empleados o paleros. Tristemente es eso a lo que nos convoca la gerencia de Los Pinos.

La lógica económica de la pobreza exige enfoques novedosos y no ceñidos a las inercias de la burocracia financiera internacional. Existen numerosas experiencias para superar la pobreza. Llevarlas a escala masiva al tiempo que se adaptan a las singularidades de cada país siempre cuesta, y surge entonces el problema del financiamiento.

Recientemente un premio Nobel de Economía sugería, con tino, movilizar las reservas monetarias que todos los países deben tener congeladas en sus bancos centrales para activar fondos especializados que permitan a los países pobres disponer de recursos para combatir los problemas de salud, educación, alimentación, etcétera.

Tal propuesta ilustra que hay formas de financiar la lucha contra la pobreza, lo cual, para no caer en despilfarros dadivosos, implica que la política económica sirva a una fórmula que beneficie a la población y sea, además, eficiente.

Es decir, es necesario cocinar el pastel e irlo repartiendo al tiempo que se cocina. Implica organizar la producción para crear empleos, distribuir el ingreso y también exportar. Pero ésa no es la lógica del mercado. Por eso resulta imperativo que la racionalidad que no tiene el mercado la oriente el Estado.

Ya hemos aprendido que los excesos de Estado y mercado resultan fatales para la mayoría de la población. Definamos, con imaginación y visión, una mezcla de juego competitivo regulado para evitar excesos y despojos, aprovechando la creciente participación social en los asuntos políticos y económicos, la probada capacidad legislativa para exigir la rendición de cuentas y, sobre todo, la urgencia por que el país tenga rumbo.

Y eso, como decía Juárez, nadie lo hará por nosotros, nos compete llevarlo al cabo sólo a los mexicanos, con o sin cumbres, consensos o disensos. Primer paso: convertir la gerencia de Los Pinos en Presidencia de la República.

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