La Jornada Semanal, 31 de marzo del 2002                                          núm. 369
Enrique López Aguilar


MÚSICA “CLÁSICA” (IV)

Si el adjetivo clásico resulta confuso en música para designar un periodo de su historia, por no provenir de la crítica musical sino de otros campos del arte, al emplearse para diferenciar a la música "culta" de la "vernácula" sólo se convierte en fuente de mayores equívocos, confusiones y torpezas. Entendida la música clásica como toda aquella que goza de respetabilidad y reconocimiento, documentada en las historias del caso y analizada por su importancia y calidad artísticas, independientemente del periodo al que se pretenda aludir, resulta que clásicos son desde Perotin hasta Olivier Messiaen, pasando por Palestrina, Buxtehude, Purcell, Schumann, Puccini, Stravinski… además, la música antigua también se engloba en el adjetivo, sin importar que haya sido cortesana o popular, pues en el rubro se amontonan Alfonso el Sabio, las danzas y canciones anónimas medievales y renacentistas, el canto gregoriano, la música juglaresca y trovadoresca, Tielmann Susato y John Dowland: todo eso se considera música clásica.

Pareciera existir una contradictio in adjecto: ¿por qué el término abarca tanto a la música popular medieval y renacentista, como a la compuesta por compositores "serios", "profesionales", y sólo a partir de cierto momento se establecieron diferencias terminológicas? Una posible respuesta pareciera ser que todas las artes, después del Renacimiento, hacia el fin de los mecenazgos, comenzaron a sufrir un fenómeno de especialización simétrico al que la incipiente burguesía impulsó en otros campos de las actividades humanas, como la filosofía, la ciencia y la tecnología. A esa especialidad de los artistas, que comenzaron a colocar su obra en el mercado cultural, se agregó una mayor conciencia evolutiva del lenguaje estético, la idea histórica de que las cosas no permanecían iguales ni inmóviles sino que cada autor, en cada obra, podía esforzarse por superar lenguajes y logros previos.

Esta idea se acentuó notablemente en el Romanticismo y tuvo que ver con la complicación de los instrumentos, posibilidades y lenguajes propios de las artes: no se trataba de que un artista fuera mejor que los anteriores, como si se tratara de un objeto tecnológico o una competencia deportiva, sino de que pudiera llevar más lejos las capacidades formales y expresivas de su trabajo. Entre finales del siglo XVIII y principios del XIX, esto propició un alejamiento cada vez mayor entre los autores y su público. Es posible que alrededor de ese "desencuentro" haya comenzado a hablarse de música clásica para diferenciarla de la otra, más accesible y fácil de asimilar.

La historia del arte muestra la manera como las complicaciones experimentales y expresivas de los autores fueron provocando la separación comentada: en algún momento, Stendhal declaró: "mi obra será comprendida dentro de un siglo"; y luego, Mahler: "mi día llegará". La posteridad les dio la razón: igual, las últimas obras de Beethoven no gozaron del favor popular, sino hasta años después, de la misma manera que, en su momento, el impresionismo pictórico fue condenado por crítica y público. El fenómeno parece evidente, pero no es muy claro que el término clásico sea el mejor para distinguir a ese tipo de música, y lo mismo ocurre con adjetivos como culta y buena, pues parecieran sugerir que la otra es inculta y mala.

La palabra culto, que tiene que ver con "cultivo" y "cultivado", con eso que se cuida para que dé buenos frutos (intelectuales y artísticos, en este caso), no es un adjetivo exclusivo de la música, pero el de buena, con connotaciones tan amplias, resbaladizas y subjetivas, no es el idóneo. Para el caso, musicalmente y en lo suyo, tan cultos fueron Francisco Gabilondo Soler, María Grever y John Lennon, como Bruckner, Carl Nilssen o Manuel M. Ponce: la diferencia estriba, desde luego, en los frutos que dieron sus respectivos cultivos; asimismo, no obstante la amistad habida entre Johann Strauss y Johannes Brahms, no faltará quien se escandalice si se afirma que ambos eran igual de "buenos": lo eran, si se piensa en su destreza musical, pero ambos dirigieron sus bondades hacia direcciones distintas, pues no sólo no parecen sino que no resultan igual de importantes An der schönen blauen Donau que Ein Deutsches Requiem.

Si en música existen muchas variantes terminológicas para definir sus diversas manifestaciones, como rock, blues, jazz, bolero, flamenco, pop, ópera, lied, cuarteto, sinfonía, ¿por qué no hablar sólo de música? Cuando en las demás artes se habla de literatura, pintura o arquitectura, el adjetivo clásico remite a connotaciones precisas: a un periodo concreto, a un autor particularmente consagrado, pero el término no se emplea para diferenciarlas de las que no se consideran "cultas" o "buenas".

Al pensar en música clásica como aquélla que tiene un lugar en la historia del arte, según la sugerencia de Aulo Gelio, el término parece feliz, pero extremadamente general; si el adjetivo se entiende como "modelo", eso puede ser cierto, pero se corre el riesgo de la limitada categorización dieciochesca; habría que pensar que música clásica es más la que cuenta con el gusto del auditor, con esa misteriosa lealtad que propone Borges, lo cual hace que tan clásico sea Sibelius como Los Beatles, Agustín Lara o Louis Armstrong. Además, en esa masa informe llamada música clásica tendrían que coexistir estaturas y calidades dispares, pues junto a Franck, Wagner y Busoni habría que tolerar la convivencia de trivialidades como las de Meyerbeer, Offenbach o Massenet, lo cual corrobora la falta de matices en el adjetivo. Definitivamente, en la música clásica ni están todos los que son, ni son todos los que están; y no es la opuesta a la vernácula, sino la elegida y frecuentada instintivamente por la fidelidad y el gusto de las diversas generaciones.


Angélica Abelleyra
mujeres insumisas

Marta Hellion: 
Romper barreras con creatividad

No soporta el estancamiento. Por eso nada más empieza a sofocarse con algún paisaje, cierto tema o cualquier motivo de trabajo artístico, Martha Hellion le hace caso a sus impulsos y explora. Ya sea al empastar libros de artista, diseñar vestuario o investigar a profundidad asuntos culturales. Hurga en historias propias o ajenas y hace el registro de las nostalgias, los viajes y los deseos.

Tiene varios amores, pero todos la conducen a los libros. Es lo que más le genera placer: recorrer sus páginas, tentar sus hojas con los dedos y los ojos y hacer relatos en esos objetos que no son cúmulo de letras sino pedazos de memoria.

Estudió arquitectura y antropología y ambas especialidades le proporcionaron una estructura de pensamiento a la que sumó su gusto por el arte. Había sido hija única durante siete años, así que para entretenerse copiaba los dibujos y las letras de los periódicos que le daba su padre y aquella práctica le fue soltando la mano para ejecutar los planos arquitectónicos años más tarde.

En la universidad, apenas cinco mujeres como ella osaban estudiar arquitectura. Le encantaba la parte práctica, era buena para las matemáticas pero había algo que no la satisfacía. Martha recuerda que la carrera era más teoría que otra cosa y a ella le importaba "la parte humana". Trató entonces de ligarse con la antropología y la vida de los museos. Los trabajos de museografía en el recinto de Antropología le abrieron los ojos a la infinita riqueza de los textiles y por esa vía canalizó otro amor: las telas

A fines del siglo XIX, su abuelo había venido con los franceses a México, convirtiéndose en uno de los fundadores de grandes tiendas departamentales en México. Era comerciante de sedas y por generaciones permeó aquel amor por las telas y el deseo de conservar los vestidos de la abuela. También el aprecio por las transparencias y la suavidad de una superficie que cubre y acaricia. Además, de ese universo a Martha le vino otro enamoramiento: Marc Chagall.

Sin ser fanática de la obra pictórica del autor ruso, se alió al mundo creativo de aquél a través del vestuario que realizó para ballet, ópera y teatro. Durante dos años, Hellion restauró un centenar de trajes que Chagall realizó para diversos proyectos y aún ahora sigue explorando en otra parte del vestuario y se mantiene como asesora permanente de la fundación con el nombre del pintor. Uno de sus proyectos es editar un libro alrededor de esa labor de restauración.

Artista visual con una mirada periférica, fue cofundadora (junto con Felipe Ehrenberg) de la editorial Beau-Geste Press, mediante la cual se inició en el trabajo profesional multidisciplinario. No sólo difundió la obra del colectivo Fluxus, sino que rompió las barreras de la especialización y manejó la danza y el performance, el arte conceptual, la edición de libros de artista y el arte correo.

Porque aun cuando siempre estuvo cerca de la pintura, nunca se inclinó por ejercitar los pinceles y los colores. "La pintura se me hace muy plana. No me llama la atención estampar una historia lineal en la tela. Prefiero las cosas redondas, las que te dan un registro de pensamiento y muchas lecturas. Por eso desde siempre dirigí mi mirada hacia los objetos: al alfiler, al pedazo de papel, a la piedrita que se integra a un libro como una estructura que les da sustento y ofrece algo así como una rayuela con variadas interpretaciones."

Para Martha, todos los objetos tienen memoria; una carga propia y otra que adquieren al relacionarse con otros objetos y también al establecer contacto con quien los mira. Por eso, en los libros que confecciona, Hellion trata de reflejar todas estas conexiones y hacer de cada libro de artista una forma de pensamiento.

En ese gusto creativo tuvo caminos coincidentes con un colega que ya no está físicamente (murió en 1989) pero que la acompaña siempre: Ulises Carrión, de quien Martha ha hecho un volumen que será referencia obligada del universo que nos ocupa: Libros de artista. Homenaje a Ulises Carrión (editado por el Museo Carrillo Gil y otras instancias) que saldrá a librerías en julio próximo.

Recuerda: "Conocí a Ulises cuando estaba en Casa del Lago. Era un poeta y escritor joven lleno de entusiasmo y con una inteligencia abierta. Su interés y el mío coincidieron entonces: salir de México. A mí me ahogaba el ambiente cerrado de mi generación y la única forma mía de ir más allá era leyendo o viajando hacia lugares con un conocimiento más desarrollado. Cada uno tomó su rumbo."

Martha, junto con su pareja de entonces, Felipe Ehrenberg, comenzó su periplo que duró siete años. Ya tenía a sus dos hijos, fue a Nueva York y luego a Inglaterra. En 1970 ambos crearon la editorial Beau-Geste Press, "donde pude unir todo lo que soy y abrir totalmente mi camino creativo, entrelazando disciplinas y con cero estancamiento".

Es cuando Ulises Carrión regresó a escena. Encontró a Hellion y a Ehrenberg en Devon y empezaron a compartir nostalgias, boleros y el amor por la edición de libros de artista. Entonces Carrión estableció en Amsterdam la editorial Other Books and So (1976-1981), convirtiéndose en uno de los agentes más importantes de intercambio, distribución y creación de libros de artista en Europa, Latinoamérica y Estados Unidos. Actualmente el Archivo Ulises Carrión se encuentra en Suiza.

Hacedora ella misma de estos libros de arte, otro de los planes de Martha a mediano plazo será establecer en su propia casa de Mixcoac un espacio de exhibición, distribución e intercambio parecido al de Carrión. En el nuevo recinto montará exposiciones con parte de su colección (piezas de Frederic Amat, Boris Viskin, Demián Flores, entre muchos autores de Islandia, Italia y Francia), para continuar así con su visión redonda que rompe barreras en aras de la creatividad.


Noé Morales Muñoz
Apuntes castizos

Agurain, País Vasco.- Es primavera, sí, pero con diez u once grados a lo sumo y un aire frío del carajo. El pueblito de cuatro mil habitantes está conformado en su abrumadora mayoría, como casi todo Euzkadi, por inmigrantes: desde el marroquí que nos ofrece hashís en plena calle hasta la amabilísima familia extremeña que me sobrealimenta a punta de chorizo, garbanzos y dulces. Esta dieta provoca que subir una de las cuestas del pueblo sea casi tan difícil como encontrarle alguna similitud con otra lengua al euskera, el idioma que ni los romanos ni los moros ni el Caudillo de El Ferrol pudieron socavar. 

Cuesta trabajo creer que las mujeres se paseen en blusas strapless y faldas cortas en el crepúsculo de San Sebastián, cuando el tiempo nos obliga, a los bolivianos que venden pulseras y camisetas con el Che de Korda, a los negros que pasean con melancólico orgullo su éxito en la travesía desde la África Central hasta esta playa de la Concha, y a mí, a usar bufanda y abrigo. M’Bili tampoco se lo explica, ni en su escaso español ni en su cargadísimo francés, cuando las mira de reojo desde la barra del bar en donde hojea El Correo, acaso buscando trabajo o simplemente intentando pasar el rato. Pero la Ley de Extranjería del europresidente Aznar, a quien parece olvidársele que el que gobierna ha sido siempre un país de emigrantes, no deja demasiado a los senegaleses: como mucho, una escasa ayuda de la asistencia social. Por eso M’Bili prefiere ofrecernos uno que otro lugar común de la idea de lo africano: CD’s de Youssou N’Dour, jirafas de ébano o colguijes exóticos, en vez de proseguir con una búsqueda que sabe de antemano frustrada. 

"Presos Vascos a Casa", se lee en un cartel que adorna la terraza de una calle del Casco Viejo de Vitoria. La manta ofrece dos flechas, con la cola en Madrid y la cabeza en Euzkadi, una ikurriña y las fotos de presuntos terroristas etarras. Al final de la calle, seguidores del Athletic de Bilbao y del Alavés disipan entre tragos de cerveza los diferendos tras un derby controvertido y emocionante. Sus gritos son acallados sin embargo por los seguidores del Baskonia, que acaba de vencer al Barcelona en la final de baloncesto de la Copa de un Rey que ya se nota hastiado para cuando ha de estrechar manos torcidas y colgar medallas en cuellos aún sudorosos. Los monitores de televisión ofrecen una y mil veces la repetición del enceste final, logrado por un mulato de Alabama que habla un mucho mejor castellano que el vendedor rumano que, ajeno al escándalo, pasea sin éxito un ramillete de tristes tulipanes.

"Que a mí eso de los euros no me va, tío. Que pa’ mi toó siguen siendo pelas", le dice a los gritos un viejo andaluz a un colega de edad y recuerdos que parece no escucharle del todo. Y parece que en general nadie se habitúa aún a la nueva moneda. Tal vez influya el hecho de la fealdad de los billetes ("parecen de Monopoly, macho") o todo se limite a una cuestión de costumbre. Lo indiscutible es que aquí el dinero circula y se reparte con equidad; resulta difícil ubicar un auto de quince años atrás, la gente en su mayoría viste bien, las constructoras no paran de hacer edificios idénticos y horribles. Pero lo que es en verdad estupefaciente es el Centro Cívico del barrio en donde resido: una magnífica construcción de tres pisos en la que el ayuntamiento ofrece piscina techada, gimnasio, canchas de frontón y pelota vasca, talleres varios, todo gratuito. "Cualquier ciudadano tiene derecho, por una cuota mínima, a usar las instalaciones. Hay uno en cada barrio de la ciudad." Me llega el recuerdo de las módicas Casas de Cultura o de los módulos deportivos del ddf y no queda sino suspirar.

El esbozo de depresión lo interrumpen un par de eufóricos jóvenes que ante la declaración de mi origen se hacen oír sobre los acordes de La Polla Records: "¿México? ¡El Vasco Aguirre! ¡El Subcomandante Marcos!" No está del todo mal saber que hay oriundos un poco más actualizados sobre mi país, sobre todo considerando que hubo quienes me pidieron que "hablara como mexicano" (esto es, como Pepe El Toro), o que en los canales de tv circula un comercial en donde se promueven a las salchichas con guacamole como una muestra de la "verdadera cocina mexicana" (¡!). Quiero iniciar una conversación pero un tercero me obliga, con una mirada rotunda, a unirme a su grito de "Amnistía, Amnistía/ Amnistía Para Euskal Herria".

"¿Racismo acá? Qué va, hombre. Eso era antes." Eso me dice alguien y no me queda sino dudarlo cuando veo las muecas de las colegialas cuando miran a quienes salen de la mezquita que está frente al hostal donde me hospedo. O cuando el taxista madrileño que me lleva a Chamartín, tras preguntarme si soy ecuatoriano, me dice algo como esto: "Bueno, vosotros latinoamericanos no están mal, coño. No señor, son educados, respetuosos. Los que sí no me van son esos moros de mierda. Son problemáticos, son hijos de puta. No son de fiar; te descuidas y te hacen una putada, tenlo por seguro. Por mí que les den por culo." Esto último lo pienso de él cuando miro el taxímetro. Me cobrará lo mismo que un viaje en tren a la Barcelona de la Cumbre Europea, el escenario propicio para que los medios hagan mofa, con una irreverencia envidiable, de los lances de Aznar, a quien se le olvida apagar el micrófono tras un discurso y deja oír un: "Vaya coñazo he soltado." 

Falta una semana para volver y puedo decir que no me siento ni cercano al Síndrome del Jamaicón Villegas. Sobre todo si uno se entera del nuevo varapalo de Castañeda en Monterrey, por citar sólo un ejemplo. O cuando la radio persiste en la música de personajes nacionales de la talla de Eduardo Capetillo, Cristian Castro o Paulina Rubio. O cuando recuerdo que a mí me pagan por hablar sobre teatro, y no sobre estas tonterías.

Eufemismos

 

Para Ana Franco que jamás los usa


En el libro La cultura de la queja, el brillante crítico australiano Robert Hughes ofrece una amplia muestra del daño que el lenguaje "políticamente correcto" ha causado a los niveles académicos norteamericanos y de cómo este lenguaje, traducido como una nueva variante de la hipocresía en el discurso político, no sólo no resuelve absolutamente nada, sino que además tiende peligrosas cortinas de humo dispuestas para ocultar verdades que urge reconocer. La lectura de este libro es una de las más reveladoras que podemos hacer en estos días. La afición norteamericana por el eufemismo ha llegado a extremos delirantes, aun antes de estos meses de "ayuda humanitaria", esa que cae junto con las bombas, y de "Libertad duradera".

¿Para quién es esa libertad? Hay que ver las fotografías de los prisioneros de guerra en Guantánamo, con los ojos vendados, rapados, rasurados –para los talibanes, las barbas son un signo de ortodoxia–, hincados y cargados de cadenas, y contrastar esa realidad humillante y abusiva con el nombre cursi con el que los halcones norteamericanos han bautizado sus excesos.

Nadie dice que hay que tratar a los soldados talibanes como si fueran hermanitas de la caridad, pero con que se les diera el trato, que se supone acordado de forma universal destinado a los prisioneros de guerra, bastaría.

Hughes menciona que en el New England Journal of Medicine, una respetada revista médica, se alentaba a los médicos y trabajadores de salud, allá por 1988, a llamar a los cadáveres "personas no vivas". Hitler llamaba "piezas" a los muertos de la Solución Final.

Así, el presidente Bush, cuya agresividad pueril e ignorancia habría que llamar "desventajas", sería un "político con discapacidad" y también el mayor fabricante de "personas no vivas" de "diferente orientación religiosa" que hemos visto en los últimos tiempos. En el lenguaje militar políticamente correcto (aunque este es el oxímoron más grande del planeta) "prestar servicio a un blanco" es bombardearlo hasta que no queden ni los rastros. Bombardear este mismo blanco se dice "revisitar un sitio". Así, Afganistán está siendo revisitado por el ejército norteamericano y Ramallah por el israelí, visitas que los anfitriones han de resentir muchísimo.

Los mexicanos también somos aficionados al eufemismo. Si no, ¿cómo explicarnos las complejas maromas de nuestra manera de hablar? Al pagar, luego de comer en un Sanborns, el gerente tiene la obligación de preguntar "¿le agradaron sus alimentos?", como si el preguntar "¿le gustó la comida?" fuera un gesto brusco y fuera de lugar. El racismo se disfraza de cariño, como cuando las buenas conciencias dicen "inditos", "negritos" y en el colmo del disimulo fracasado, "trigueñito" al moreno. Al parto le llamamos "aliviarse", como si el feto fuera una enfermedad, y la nalga se conoce como "pompa". Cuando en la televisión por cable se cuela un anuncio argentino de pañales y la locutora dice "caca", me ha tocado ver la cara de estupor de los televidentes.

Hay, por supuesto, quienes se resisten a usarlos. En una conferencia dictada hace poco tiempo a maestros de primaria, la editora Ana Franco recordaba algunas de las bruscas limitaciones del lenguaje que se usaba de forma general en el pasado: "las partes" como equivalente a los órganos sexuales; "salvajes" para los habitantes de cualquier lugar que no fuera Europa; "villanos", literalmente "habitante de villas o pueblos", como sinónimo de gente indigna de confianza o simplemente malvada. Ésta ya se quedó. Pero la misma Ana Franco contaba en su conferencia que en Estados Unidos, en el lenguaje políticamente correcto, a los animales hay que llamarlos "animales no humanos" y a los huevos "productos robados de animales no humanos". Las feministas de habla inglesa más radicales proponen que la palabra "history" (historia) se cambie por "herstory", pues la primera sílaba de la palabra "history" coincide con el pronombre personal "his", o sea de él. "Herstory" sería la historia de ella. También con el plural "women". Ellas proponen "womin", para que el plural "men", o sea, hombres, quede eliminado.

Aquí tenemos el indignante "adultos en plenitud", por ancianos. No sé de qué plenitud habla el gobierno, si las pensiones que les dan apenas alcanzan para sobrevivir, y las instituciones de ayuda social no les hacen caso. Mejor llamarlos ancianos y no ofenderlos con esa expresión ñoña. Además, ahora hay un anuncio en la televisión en el que los niños de la calle –no ellos, por supuesto, pues se sabe que están demasiado ocupados tratando de conseguir dinero para comerse tres tortillas– piden que no se les llame así.

Los genios del nuevo lenguaje se pueden quedar con esta sugerencia: menores carentes de familia aposentados en la rúa, como en recuerdo de aquel conocido apólogo de Juan de Mairena.

Y quedar tranquilos.


Luis Tovar
Cuarenta 
y una más una

El pasado lunes 25 de marzo, la cartelera cinematográfica ofrecía cuarenta y dos títulos. De ellos, los siete clasificados con la "A" que permite entrar a la sala a seres humanos de cualquier edad, son: Peter Pan. El regreso al país de Nunca Jamás, innecesaria "segunda parte" de una cinta archiconocida, y que en realidad sólo es uno más de los abusos que suelen cometerse contra una película cuya fama le garantiza a la productora que sacará ganancias; La era del hielo, otra animación, sólo que digital, con más de lo mismo: animales antropomorfizados, histéricos e histerizantes; Jimmy Neutrón, el niño genio, una animación más, realizada a base de diversos códigos: binarios, en lo que toca a su realización, y anquilosados, por lo que toca a su chocante personaje protagónico dizque representativo de cualquier niño contemporáneo, su insulso argumento, su desenvolvimiento facilista y previsible y su conclusión forzada en la peor tradición del happy end, que tan necesario le parece a todo mundo a la hora de filmar una película para público infantil.

Las otras cinco son: Monsters, Inc., lo que le resta en cartelera a una animación digital más, que sustituye al típico grupo de animales observando conductas humanizadas por una pareja de criaturas más bien amorfas. La bella y la bestia, reestrenada en la más pura costumbre de reponer, en época de vacaciones escolares, películas que saquen a los niños y a sus papás del letargo nintendoso. Yo soy Sam es la sexta opción, y puede verla cualquier ciudadano sin derecho al voto no porque haya sido realizada para ellos, sino simplemente porque a los dadores de letritas clasificatorias les pareció que no había en ella nada que las minipersonas no pudieran presenciar. La última posibilidad es Mamá, soy un pez, y destaca del resto aunque no sea más que por una sola causa: es una coproducción danesa-alemana-irlandesa. Adivine usted de dónde son las otras seis.

Ahí viene la “B”
En la clasificación "B" cayeron veinticuatro películas, a saber: El Majestic, 13 fantasmas, Situación extrema, Los excéntricos Tenenbaums, Titus, Retroceder nunca, rendirse jamás, Crimen imperdonable, Rollerball, El mosquetero, Una mente brillante, Amor ciego, Daño colateral, La gran estafa, El gusto de los otros, Vanilla Sky, El señor de los anillos. Hasta aquí llevamos dieciséis. Las ocho restantes son las únicas que no fueron hechas en la quesque "fábrica de sueños" californiana: Cuando el cielo cae (Alemania-Italia), Un grito bajo el agua (Alemania), El demonio (Alemania), La virgen de los sicarios (Colombia-España-Francia), Sagrado Kadosh (Israel-Francia), Pan y tulipanes (Italia-Suiza), Luis XIV, el rey sol (Francia-Bélgica) y Amélie (Francia-Alemania).

Por su parte, la arbitraria y mochilona "C" tiene en su haber siete títulos: La secta, cinta española producida hace nada más tres años; La pianista, coproducción francoaustriaca filmada el año pasado; Intimidad, realizada con dineros franceses, ingleses, alemanes y españoles, que data de hace dos años, al igual que Viólame, una cinta francesa más. En el Plaza Condesa, especializado en seguir proyectando películas que ya vieron pasar su mejor momento en cartelera, sigue dándose la antiapología del uso de drogas –de todo tipo, no sólo inyectadas, tragadas o inhaladas– titulada Réquiem por un sueño. La séptima, del otrora habitualmente confiable Ridley Scott, es La caída del halcón negro.

Por casualidad o por alguna razón que no alcanzo a columbrar, es en esta última clasificación donde Hollywood pierde su acostumbrada preeminencia. Las cuatro películas que completan la cifra de cuarenta y dos no consignaban clasificación, al menos en la cartelera impresa. Son Quizás (Francia, 1999), Un amigo como Harry (Dinamarca, 2000), ambas proyectadas en el cineclub Cinemanía, mientras que Cine UNAM da La batalla de Argel (Itala-Argelia, 1999) en el Cinematógrafo del Chopo, y Santa –la de Antonio Moreno, de 1931– en el Salón Cinematográfico Fósforo.

Más de lo mismo
La mitad de la oferta cinematográfica disponible un día cualquiera como el elegido para este ejercicio proviene de Estados Unidos. "Lo cual no tiene nada de raro", dirá Alguien, y a Alguien habría que señalarle que ese es precisamente el problema, que no tenga nada de raro y ya nadie repare en esa distorsión, a menos que las costumbres sean buenas nomás por ser costumbres. El resto es más francés que otra cosa, con la presencia más o menos notoria del cine alemán y las incursiones siempre esporádicas de países regularmente infrecuentados por el público cinéfilo (Israel, Suiza, Austria, presentes esta vez por su participación en coproducciones).

Por lo que respecta a los años de producción, solamente la séptima parte de las películas consignadas es de 2002. Hay "estrenos" que datan de 1999 y 2000, y la mayoría son del año pasado. En otras palabras, salvo seis excepciones, estamos viendo el cine que en otras latitudes fue visto hace por lo menos un año.

Toparse con una cartelera donde casi todo es relativamente viejo y sólo hay una película mexicana (parte de un ciclo de cine universitario, en una sola sala, y que dejará de proyectarse a la voz de ya) no habla bien de nadie: ni de los exhibidores, ni de los distribuidores, ni de quienes deberían hacer valer la muerta letra de la ley de cine, ni de los cinéfilos, tan acostumbrados como estamos a comernos sin chistar el plato que nos quieran poner enfrente.


LAS ARTES SIN MUSA
Alonso Arreola
Apuntes de incierta necesidad sobre Tania Libertad

Hace ya algunos meses que trabajo cerca de Tania Libertad. Involucrado en asuntos de prensa, he tenido la suerte de conocer aspectos de su vida pasada y presente que no hubiera imaginado y que la han situado en un lugar importante dentro de mi muy personal dramatis personae. Ahí el origen de estas notas.

La casa
Testigo silencioso, la casa de Tania Libertad completa la personalidad de su dueña, una personalidad que se ha desarrollado a lo largo de un camino difícil, para finalmente superarse y brillar con sencilla alegría. Y tal vez sea ese el término que mejor describa a Tania Libertad: alegría, pues a pesar de su origen humilde y de los muchos vaivenes de una infancia en que la música echaba raíces contra la lógica de su entorno, la cantante supo a los pocos años el peso de su talento para guardarlo, alimentarlo y compartirlo en los momentos debidos, con las personas adecuadas y en el tiempo exacto. Supo pertenecerle a la gente, cambiando de rumbo de tiempo en tiempo, sin que ello implicara olvidarse de la imagen que siempre le devuelve el espejo: la de la cantante popular. 

Así, pasados más de veinte años de su llegada final a México, habitante de un bello espacio construido al lado de su esposo y de su hijo, la nacida en Zaña, Perú, comparte sueños y tequilas de madrugada con decenas de cuadros trazados por pinceles reconocidos, amigos todos que de buena gana han regalado su arte a cambio de una canción al final de alguna fiesta de duración incierta. Es entonces que Juan Soriano, Julio Galán, Francisco Toledo y Rodolfo Morales, entre muchos otros, conviven silenciosos construyendo espacios de recato y buen gusto al lado de objetos que recuerdan viajes, al lado de libros y más cuadros, rodeando en conjunto una chimenea que crepita y funde su baile con el hacer de los seis músicos que, ensayando a lo lejos, repiten una y otra vez los ritmos que Tania ha traído de su tierra para mezclarlos con África, Chicago, Londres, México... Mas de pronto repiquetea el teléfono. La voz que aguarda puede ser la de Rigoberta Menchú o la de José Saramago, la de Carlos Slim, María Victoria o Armando Manzanero... Eso también lo ve uno en esa casa: a base de naturalidad y honesta simpatía, Tania ha ganado devotas y variopintas amistades que en muchas formas la definen y contienen. Personalidades que han visto y compartido con asombro –imagino– una evolución artística sólida, natural. 

La ópera
Se hace de noche y suena al fondo el nuevo disco de Tania: Arias de ópera ¿Y... por qué no? Mientras tanto, ella conversa y a ratos eleva su voz para confundirla en el aire con la que grabara meses atrás, llena de pánico, en los estudios de Sony Music. Puccini, Bizet, Schubert, Bellini, Donizetti y otros más se ven sorpresivamente interpretados con sensualidad y con una precisión diferente. De la Tosca a la Butterfly pasando por los Ave María, el estéreo suena y nos responde las preguntas de por qué un disco de ópera lleva casi ocho semanas en los primeros lugares de ventas del país; de por qué tiene que ser alguien como Tania quien se encargue de acercar esta música a los no iniciados. Así, al tiempo que las arias siguen su delicioso curso, la propia Tania afirma: "No sé de ópera, no he visto ninguna completa [...] admiro y respeto profundamente a las cantantes de éste género [...] Este disco mío ha sido simplemente un reto, un gusto que he afrontado."

Y para redondear la idea –para "disculpar el atrevimiento" de Tania– recuerdo aquí el comentario que el experto Sergio Vela, siempre vinculado a los altos círculos operísticos del país, hizo en una entrevista reciente: "Tanto derecho tiene Tania Libertad de abordar la ópera como derecho tienen Ramón Vargas o Plácido Domingo de abordar los géneros populares. Se trata de repertorios que forman parte del acervo cultural de todos. No son exclusivos para nadie."

La realidad

Con todo y que las cifras no mienten (más de treinta discos editados y más de dos millones y medio de copias vendidas a lo largo de su carrera) la cantante se sabe marginal, o lo que es igual: lejana al bullicio del espectáculo plastificado que se nos presenta apenas abrimos el periódico o la revista, apenas encendemos el televisor o la radio. Porque lo suyo es puro instinto e impulso, ganas de hacer y de arriesgarse al margen de quien toma una pluma, un micrófono o una cámara. Al margen de ese Big Brother que descalifica la belleza y enaltece lo ordinario, día con día, a lo largo y ancho de nuestro mundo.

Gracias entonces a Tania y a todos los artistas que, cumpliendo de a poco con el destino –y sin temer al desatino–, trabajan y siguen por la propia senda tomando las cosas con la sabia calma de quien se reconoce buscando una verdad.