La Jornada Semanal,  10 de febrero del 2002                         núm. 362
 Luis Cardoza y Aragón

Maestro de obras
con obras maestras

José Guadalupe Posada nació (Aguascalientes, 2 de febrero de 1852) cuando la tremenda herida de la intervención norteamericana de 1847 sangraba a borbotones: México había perdido más de la mitad de su territorio; vivió en su niñez y adolescencia las convulsiones causadas por las Leyes de Reforma, la Intervención Francesa y las luchas de Juárez; la dictadura de Porfirio Díaz y la gestación y el triunfo inicial de la Revolución, con la entrada de Madero a México. Cuando Huerta traiciona y asesina al presidente Madero, Posada había muerto pocas semanas antes (México, DF, 20 de enero de 1913), como había vivido: casi solo y pobremente, después de haber trabajado en numerosos periódicos: El Jicote, El Teatro, La Gaceta Callejera, El Boletín, Gil Blas Cómico, El Popular, El Amigo del Pueblo, La Patria Ilustrada –semanario anticlerical, dirigido por don Ireneo Paz–, El Diablito Rojo, La Patria Festiva, Revista de México, La Risa de El Popular, Entreacto, El Chisme, La Casera, El Diablazo, La Guacamaya, San Lunes, Aladino, El Padre Padilla, Almanaque de Doña Caralampia Mondongo, El Paladín, Almanaque del Padre Cobos, en la revista de modas La Estación, ilustración de libros, carteles de corrido de toros, circos, teatros, en Argos, La Patria, El Ahuizote, El Hijo del Ahuizote, Fray Gerundio, El Fandango, etcétera. Muchas de estas publicaciones combatían al presidente Díaz.

Posada no era un artista que se acercaba al pueblo. Para empezar, no se creía artista seguramente. Ignoraba su estado de gracia cotidiano. No olvidemos la integración –perdón por la palabra– con el autor del "corrido" (Constancio S. Suárez y otros, posiblemente), de la cuarteta, con la gracia del tipógrafo. Tenían la sensibilidad de lo que eran: pueblo mexicano; la imaginación, el sentido de su fabulación, el genio o la inteligencia de objetivar, de darle forma con las ilustraciones, las palabras, el tono, el ritmo de los cantadores populares. Es decir, estos hombres no se acercaban al pueblo, no eran populares: eran pueblo. Su ser radical creaba radicalmente, naturalmente. El grabado fue muchas veces la atracción máxima en la hoja de color. Una ilustración que hoy podemos ver, sabemos ver, sin el comentario escrito, sin el "corrido", sin la protesta, la plegaria o el notición que había conmovido a la ciudad como: "El Horrorosísimo crimen del Horrorosísimo hijo que mató a su Horrorosísima madre."

La defensa que Posada hizo del pueblo fue su respiración misma. Su influencia la ejerció por el sentido y la imaginación de la obra. El odio a la dictadura –con los guardias rurales, ejército, policía– adviértese en muchos grabados. Ninguno antes de él tenía afinidad más real, combativa y palmaria con algo del designio más o menos concordante de los tres muralistas primeros, a pesar de ser tan diversos, tan empeñados en una creación distinta que nacía de los mismos planteamientos ambientales, entendidos muy distintamente, objetivados muy distintamente. Por ello, Posada, antes que un José María Velasco o que un Hermenegildo Bustos, es la figura singular y el antecedente más connotado y directo de la plástica que se transformaba como no lo había hecho antes sino con el sacudimiento brutal de la Conquista. La Revolución provocó nueva sacudida, menos intensa y de otro orden; también tuvo la venturosa ventaja de contar con personalidades para llevar adelante la epopeya artística. Los pintores y la revolución crearon una pintura, pero todavía no un público para ella.

Hermenegildo Bustos hay en otros países de Hispanoamérica; también José María Velasco, pintores naturalistas, minuciosos y exactos. Posada es único, y como no se encuentran en él inmediatas reminiscencias de Europa, suele interesar más fuera de México que en México. Su estilo "oral", su facundia, guardan el acento y los modismos de nuestra idiosincrasia. La obra permanece imantada, irradiante, cuando excede su historicidad. Para algunos sabihondos, Posada se halla sumergido, acaso muerto; ya no lo ven. Pero está más vivo que sus imitadores, anacrónicos como todos los imitadores.

¿Qué relación hay con el muralismo, más allá de la sensibilidad de una época? Lo falto de rigor en el muralismo es del dominio histórico más que del artístico, lo que data más y atrae menos: lo didáctico, lo folclórico, lo populista. Los pintores murales admiraron a Posada. Recuerdan la obra del Abuelo, del Gran Maestro Mago –como diría mi Popol Vuh–, pero hacen la propia: la mejor manera de venerarlo. Con lo más temprano de Orozco, sólo en los dibujos para los periódicos existe un vínculo con Posada y la imaginería común a todos. Orozco sobresale ya en la serie de acuarelas Casa de lágrimas (1909-1917), en lo que dio a El Machete (1924). A partir de los murales en la Escuela Nacional Preparatoria, Orozco se suelta la melena de león. La mejor gráfica de Posada y la de Orozco son diversas en índole, tesis y tema. Qué contraste entre la placidez de "retablo", el humor de Posada y lo atroz y tremendo en la taquigrafía fulmínea de Orozco. Para mí la pintura nuestra no es –todos los creadores se complementan, generalicemos la imagen–, Rivera contra Orozco, sino Orozco y Rivera.

En lo excepcional del muralismo hay, naturalmente, entendimiento de lo que es la gráfica y lo que es lo mural; de los límites, las posibilidades y cualidades específicas. Cuando se olvidan "se enmierda la pintura", como dijo Orozco. Además, Posada no fue nacionalista sino nacional; ni didáctico, costumbrista o folclórico. Como pueblo que era veía y se expresaba solidariamente, y es popular porque no fue vulgar ni populista. Fue un grabador típica y cabalmente popular de México, por el aliento de la obra y la destreza y la invención que borraban las huellas del esfuerzo. El pueblo fue el protagonista, y su arte de juglaría hablaba al pueblo como pueblo de cosas, luchas y necesidades del pueblo, con imaginería del pueblo: calaveras jubilosas, diablos de cornamentas o colas ondulantes, recetas de brujería, pavores de fin del mundo, bocas llameantes de infierno, milagros, protestas, santos o héroes del pueblo, reales como Juárez, Madero, Zapata, Villa o Rodolfo Gaona, e imaginarios como Don Quijote, Don Chepito Marihuano. Las calaveras sobrepasan el mexican curios: eclosiones de una mitología generalizada y propia. Y por ser tan populares –Posada las hizo aún más populares–, fueron el óptimo tema para la sátira política y social.

Cuando Juan Larrea lo considera primitivo hay que comprender lo que puntualiza: "que su obra es sólo comparable con la de los grandes primitivos, en que se comprimen los gérmenes de una plenitud incipiente". En su breve estudio de atisbos sin apreciaciones adjetivas –como veremos–, Larrea habla de "lo mejor de Rivera y lo mejor de Orozco" situándolos en la línea del desenvolvimiento de Posada. Y para que no se le interprete mal, subraya: "Arte primitivo, sí: pletórico de fuerza y de originalidad esenciales, como un Apolo griego." No lo está haciendo griego, clásico, mediterráneo; refiérese a la fuerza y originalidad esenciales. El mundo y el trasmundo de los mexicanos, con su luz singular llega de muy lejos, de mucho más allá del cráneo azteca de cristal a las calaveras de azúcar, a las vitales calaveras de Posada.

¿Cuál es el eterno presente de Posada? ¿En dónde está? ¿Por qué, cómo, qué es? ¿A qué se debe? He aquí que las puertas se nos cierran en apariencia, y todas las conocidas dificultades de la crítica irrumpen de golpe. No es sólo cuestión de método; asimismo, cómo el método sirve a la imaginación, a la intuición, a la sensibilidad, al conocimiento estricto y racional de lo que es susceptible a tal conocimiento, a menudo lo más secundario en arte.

La obra de Posada sirvió a su época, y su arte o artesanía –al gusto del lector polémico, mi lector preferido, la escogencia del término– es también una emoción y un conocimiento. La época
–nos lo recuerda Matisse– nos indica el rumbo de nuestras creaciones u obligaciones artísticas, y cuando no se siguen estos rumbos, la obra puede malograrse. No es que imponga el arte un deber estrechamente pragmático, un servicio intencionado que lo haría oficial, conformista; pienso y siento que una obra creada fuera de la rebelde dirección oscura que nos dan los años en que vivimos –que las grandes individualidades descifran y adelantan–, no cumple ninguna tarea intrínseca ni extrínseca, no es una emoción ni un conocimiento y se disuelve como una nube. La consistencia de Posada, su relación así establecida, nos hace ver algo de su dimensión y significado, de su alcance y valor esencial. "El arte no está hecho para servir –escribió Gramsci– sino que sirve porque es arte."

Descuidamos el quehacer múltiple, sin pretensiones y cotidiano de Posada, y se recuerda que entre las dos decenas de millares de grabados hay malos o mediocres y magníficos, y se generaliza afirmando que dibuja mal. ¿Qué es dibujar? Para Van Gogh: "[...] la acción de abrirse un paso a través de un muro invisible de hierro, que parece encontrarse entre lo que se siente y lo que se puede. Cómo se debe atravesar ese muro, porque de nada sirve golpearlo con fuerza: hay que minarlo y atravesarlo limándolo, lentamente y con paciencia". Es una definición en profundidad que Posada, ilustrador de la intrahistoria, la historia y la vida mexicanas, cumplía como sin sospecharlo. Para Degas, "el dibujo no es la forma, sino la manera de ver la forma". Como el periodista redacta sobre la marcha, Posada dibuja casi siempre con urgencia. Comentaba también sucesos internacionales: las luchas de Cuba y Filipinas, el fusilamiento de los cadetes guatemaltecos por el dictador Manuel Estrada Cabrera, en 1908, quien, después del atentado contra su vida, puso en los cimientos a la Escuela Politécnica. No es Posada un rebuscado estilista, un experimentador formal; tiene estilo: concisión, movimiento, expresividad original. Se repite mucho ¡naturalmente! Él o los editores aprovechan hasta el fragmento de un grabado y lo ensamblan en otro cuando puede servirles. ¿Cómo no iba a repetirse mucho el autor de unos veinte mil grabados? Se dice pronto: veinte mil grabados. Qué horror. Su mano adquirió memoria. La cantidad no me atrae. En una monografía muy abundante se podría recoger quizá un tres por ciento. Pero si hubiese grabado menos, habría sido de otro orden "la peculiaridad del latido". A Posada no lo ahoga la cantidad. Pienso que ningún artista ha creado más de treinta o cincuenta cuadros: lo demás es relleno, tentativas nuevas –¡oh, Sísifo!– de fijar mejor viejas obsesiones. Posada no sabe lo que da, posiblemente; eso no importa: así es de espontáneo y legítimo. Pero su espontaneidad es una conquista: depura su estilo y alcanza clara y elocuente comunicación. Por otra parte, no es precisión crítica alguna decir que alguien es disparejo. ¿Quién no lo es? Tal señalamiento nada vale. Y vale aún menos dentro del orden y la naturaleza del quehacer de Posada. ¿Nos da o no algo del mundo y del trasmundo secreto y oscuro de su pueblo? Sus calaveras y otras muchas obras responden magníficamente.

Con Posada, una época se ha ido; pero el pueblo coetáneo de Posada sobrevive más allá del acontecimiento histórico o el caso pueril, por la tensión de su verdad y su emoción. En efecto, en la resonancia múltiple y prolongada de su imagen, caracola de un mar muerto–vivo en voces, protestas, cantares, gemidos, denuncias, risas, valses, burlas, detonaciones, llantos–, se recrea una época, y recreamos a Posada y nos recreamos, con nuestros juicios y prejuicios, con nuestros ojos que ya no se detienen en el suceso ni sólo en los valores plásticos: mezclan, contrastan y armonizan, como toda obra capaz de evocación y provocación, elementos de espacio y tiempo.

Se ha discutido si son o no de Posada Calavera zapatista y Calavera huertista y algunos grabados más. Me inclino a suscribir la opinión de orden estilístico y cronológico de Leopoldo Méndez: no son de Posada. La primera, por su técnica minuciosa, por el mal dibujo (rigidez y forma de las piernas, etcétera), y ajena a la soltura y concisión que hay en el movimiento de los grabados de Posada; la segunda –Calaverahuertista–, por razones cronológicas y artísticas.

Recordemos, sin embargo, que las calaveras no tienen sólo connotación crítica o satírica; también elogiosa o festiva: su aprovechamiento común en México antes de Posada y después de él, por la gran popularidad que les dio –"el tótem nacional", escribió Juan Larrea– alcanzó a ser la característica más honda y original del arte popular mexicano.

La muerte es tema universal de la expresión humana. El sentido con que se la cuida, la familiaridad, la ternura y la sencillez con que México considera la muerte, su obsesión que no siendo trágica ni fúnebre sino nupcial y natal, su cotidianidad inmediata, su visibilidad imperiosa y serena, su risa manante más que su gemido, encierran la sabiduría no aprendida de una concepción cósmica y lúcida, como perpetuamente maravillada, peculiarísima de México y que proviene de tradiciones precortesianas entretejidas con las del medievo europeo, con sus danzas macabras y juicios finales; pero la muerte mexicana, una muerte vital, un canto a la vida, sublimada en los sacrificios, no nos trataba como hombres sino como dioses.

Las calaveras de Posada –tzompantles, coatlicues desgranadas– son el motivo más profundo y revelador de su obra y de sí. El extranjero parece escuchar hoy, mejor que el mexicano, lo que vive detrás de ese narcisismo de la muerte. La claridad de la intención evidencia un hambre secular de lo sagrado, la estratificación del mito, macerado en lo reflexivo y en lo más fantástico. Ante el absurdo de la muerte no cabe la tragedia sino el humor, y a sus preguntas responde con jovialidad. La muerte se responde sus propias preguntas. Su respuesta: la certidumbre de que ella, la muerte, es para más que siempre. Y estalla una rebelión mágica en la cual hombres y mujeres y niños y animales se despojan no sólo de sus máscaras, también de sus carnes: ya no desollados sino roídos por un tiempo que los relojes no pueden ni soñarlo. Se reconquista la identidad definitiva; el yo se vuelve todos, y no sólo el otro. Esta salida matinal hacia lo primigenio, Posada la hace para nosotros sin sospecharlo, como el mago de feria que saca del pañuelo palomas de verdad. Cuánto se divertiría Posada leyendo los homenajes, visitando sus exposiciones nacionales e internacionales, alelado como el mago de feria cuya suerte de ilusionista dejó de ser apariencia. Posada ignora que se acuerda, y busca su nivel como el agua, sin escuchar mandato alguno, dentro de una semejanza íntima y oculta que no es un aire de familia: es un huracán de familia. Este Posada –con la oreja puesta sobre la tierra, oyendo su latido–, es el que más me emociona. Aquí está la sed de ser piedra y de no serlo: sus palomas reales. Sed desmesurada de una "cruda" remotísima y sin término. No sabe que se acuerda. Sus calaveras se apoyan en las incandescentes sílabas erguidas de un lenguaje oscuro que sobre la finitud han balbuceado todos los hombres. Hay una nublada conciencia libertadora de la servidumbre del hombre a la muerte, la obsesión creativa de un "corazón que está brotando flores en la mitad de la noche", himnos a la noche de una muerte no llorada sino sonreída, florida y cantada, con la lira y el arco heraclitanos. La comunión, cuando devoramos el cráneo de azúcar, es un ritual desprevenido, apenas transpuesto, del erotismo de los sacrificios. Nos penetramos en busca de un orden que requiere la única realidad pura, la realidad de la muerte, o la comunión con ella. La muerte y la vida son en México una medalla tan tenue que sólo una cara tiene. El agua bendita sobre el ascua de la pasión azteca alumbra llama, y la cruz en la frente el Miércoles de ceniza mézclase con la sangre de los sacrificios: tal confluencia ocurre en las calaveras de Posada, con la naturalidad del mar de fondo de la inocencia en la golosa tarascada del niño a la calavera de azúcar.

Posada, en primer término, después Orozco y los grabadores del Taller de Gráfica Popular, con Leopoldo Méndez a la cabeza, se valieron de las calaveras en las sátiras, en las odas populares ("Corrido de Stalingrado", por Leopoldo Méndez, etcétera), con una amplitud de sentimientos y pensamientos en que la calavera se empleó no sólo por la fecha en que el Taller las hacía y las sigue haciendo (2 de noviembre, día de los muertos), sino porque ejercen fascinación sobre la fantasía popular. No son temas peyorativos del arte popular mexicano las calaveras de azúcar, los féretros de dulce, las tibias y los fémures de caramelo, los judas, las máscaras y los muñecos de cartón, etcétera, por la vehemencia del recuerdo y por el sabor de tal orientación.

Posada fue un juglar maravillosamente legítimo. Lo imagino como una especie de lo que en México se llama "evangelistas", esos secretarios públicos que en las plazas, en los mercados, con sus viejas y niqueladas máquinas de escribir, aún redactan, para su clientela analfabeta, peticiones al juez o al alcalde, noticias para la familia, cartas de amor. Posada fue un "evangelista" del grabado. Con sentimiento popular creó su obra, sin clara ideología política, con espontaneidad e imaginación, y sabiendo, sintiendo, viviendo las luchas de su pueblo, con quien sigue soñando en la fosa común del Panteón de Dolores. Y llevó a publicaciones y hojas sueltas las noticias de ese pueblo, la protesta, la carta de amor, la ira y el sarcasmo, no sólo a la conciencia de sus contemporáneos, sino a la historia del arte mexicano, como uno de sus mayores exponentes y sin que tuviera intención de ello.

Pedirle precisa ideología a Posada, se me antoja también muy fuera de lugar. No es un ideólogo, ni un político, ni un "artista": no es dueño de clara conciencia política ni de clara conciencia artística, sino de algo más suyo y sencillo e igualmente admirable y auténtico: en su elementalidad de "evangelista" gráfico, alienta el sentimiento y la intuición y la capacidad críticas e imaginativas populares. Si dentro de un siglo se estudian las ideas políticas de hombres tan cultos, tan politizados y militantes como Diego Rivera o David Alfaro Siqueiros, en su pintura, en sus escritos, en su correspondencia, en entrevistas, se les encontrará contradictorios, desde luego, más que a un Posada –el más claro de todos–, y tanto como a un Orozco, apasionados éstos también por la vida del pueblo, pero no miembros de partido, no afiliados a determinada filosofía política.

No fue ingenuo ni erudito; ni rústico o docto de humanismo profundo y sección de oro; o una especie de Pantocrator ya que, como en el Génesis, Posada extrae de las tinieblas la luz y la distribuye en el breve espacio de unos cuantos centímetros merced a la sabiduría de su mano incomparable, como dice otro de sus estudiosos. No fue un arquitecto, fue un maestro de obras. Qué maestro y qué obras en el caudal de su tinta. Su saber es el de un hombre de trabajo, cándido en apariencia, por su mismo saber; mas lo mejor de su obra para mí es inseparable de la concepción global de su quehacer de fabuloso fabulador. Esta concepción no arguye en contra del valor intrínseco de Posada, antes lo acrecienta y lo realza. Fue, nada más y nada menos, "una mano de obrero, armada de un buril de acero, (que) hirió el metal ayudado por el ácido corrosivo para arrojar los apóstrofes más agudos contra los explotadores" –según Rivera–, con un don como el de nuestros escultores anónimos. "Una admirable lección de sencillez –afirma Orozco–, humildad, dignidad y equilibrio." Al tratar del arte contemporáneo de México, la obra de Posada ocupa sitio aparte. Su romancero –un pueblo y una época encarnados en un hombre–, atrae y apasiona. No creo en el supuesto espíritu del fantasma que los románticos enamorados del folclore llamaron "pueblo". La creación es personal; la artesanía
–repetición de formas– colectiva. La lucha de clases es lo concreto, el rostro preciso del fantasma; y ella alienta en la obra de Posada que la expresa más como vivencia que como erudito propósito deliberado.

El público de Posada casi es otro; el equivalente al que fue suyo, casi lo ignora. En los mercados aún pregonan nuevos "corridos". Pero ya no hay publicaciones combativas y humorísticas comparables a las de ayer, sino grandes tirajes de libritos y cuadernillos a la rústica que se venden a bajo precio, con historietas dibujadas y escaso texto cretinizante para semianalfabetos, sobre proezas de superhombres rubios, novela rosa o aventuras en el espacio cósmico, con intencionado tinte político. El humor, la sátira, la manejan ahora las empresas millonarias en las planas editoriales de los grandes diarios, en portadas de algunas otras publicaciones, a veces con sentido de soberanía y justicia.

La influencia de Posada fue avasallante en el Taller de Gráfica Popular. El eclipse del Taller se debe, primordialmente, a condiciones sociopolíticas y técnicas. Pero un verdadero impulso artístico no puede academizarse ni seguir una visión creada por otros, que corresponde a diferentes circunstancias, a una etapa ya vivida: crea sus formas e impone la propia visión. Esto es un problema de los continuadores de Posada. Su calavera de Don Quijote exige nuevas proezas y aventuras y carga contra la conformidad y la pedantería. Hay "estetas" "descontentos hasta de nuestra naturaleza" –señala Pedro Henríquez Ureña–, para quienes lo popular debe ser excluido. "Ser popular ¡qué más quisiera yo!", nos dice don Antonio Machado. El propio destino de Posada, que seguramente no pudo siquiera imaginar, y menos develarlo, le otorga su dimensión, cabal y perfecta, mientras su calavera se ríe confundida con el pueblo de México, en la fosa común del Panteón de Dolores, su sitio verdadero, mejor que en la Rotonda de los Hombres Ilustres.

Iremos resumiendo, recogiendo velas, como si llegásemos a puerto. Posada es un personaje histórico para nosotros; no lo fue en su época; la solemnidad académica sobresalía en el panorama. La obra de Posada tiene una estructura impuesta por su estilo coloquial y recóndito. Se acuerda de un pasado mexicano y del mundo de todos los días en calles y plazas, que vive en él sin poner distancia entre él y su mundo, con viva memoria remota y viva imaginación de trovador que se exalta sin saberlo. No descuidemos nunca la condición más auténtica de la totalidad de la obra. Sus personajes, sus mejores cantigas burlescas o de escarnio, rezuman desenfado e ingeniosa perspicacia, no están estorbadas por un anhelo angustioso de perfección formal, de convenciones de belleza de ningún orden "culto", por una busca agónica de singularidad plástica. Sino que, con ese saber inocente y maravilloso de su memoria olvidadiza, nos da, ante todo, esa invención varia, pintoresca y raigal de su instinto popular: su realidad sentimental y emotiva, su contenido humano, en el romance –como dice Berceo– para "fablar a su vezino".

La discusión prosigue en torno a Posada en este año 1963, cuando hace ya algunos lustros que la obra recorre el mundo, con su gracia, su claridad y su "humor negro". En las hojas no se ha secado siquiera la tinta. Impone su talento, como desearía que pudiese alcanzarlo esa "vanguardia" que repite lo que ayer fue rebeldía y provocación, y hoy es comercio y conformismo: hacen "vanguardia" los "arenques" con aquello que lo fue hace medio siglo, cuando Posada, maestro de obras con obras maestras, intemporal y siempre henchido de porvenir, abría los ojos en la eternidad.