La Jornada Semanal,  27 de enero del 2002                         núm. 360
Jorge Moch

Juan José

Uno de sus tantos discípulos, Jorge Moch, se imagina a Juan José Arreola “así, dejando atrás el mundo y sus historias de histeria, orgulloso y silencioso, riendo por dentro, apurado por dentro, impaciente por dentro”. Convenimos con el autor de esta breve semblanza cuando afirma que “no hay espíritu adusto que resista el ariete de su varia invención”, e igualmente nos dolemos por la ausencia física de Arreola, quien se convirtió, a partir de la publicación de su primer libro, en un autor fundamental de la literatura en español.

Fue mentor de tantos sin percatarse de ello. "Faro que guía con generosidad y rigor", le dice Gonzalo Celorio. Se podría acuñar un volumen entero de epígrafes broncíneos solamente con los comentarios que su inquieta estampa concita entre decenas, cientos, miles de escritores (o debemos decir discípulos) y lectores en su México natal y, saltando las vallas ridículas de las fronteras, en otras, distantes tierras, y ello le pondría contento, porque mucho tuvo de andariego. Yo me apunto. Me duelo de su ausencia. Me apena un poco deberle tanto.

No le conocí personalmente por más que lo intenté en un par de ocasiones. Hasta le anduve cazando allá, en Zapotlán, en la panadería de sus hermanas, a ver si un día lo sorprendía yo hurtando una empanada de guayaba de los estantes, pero no. Él ya era desde mucho antes un icono de la literatura, del teatro, de la más prodigiosa memoria de la que se tenga memoria y de las más dispares, abigarradas y nutritivas conversaciones, tanto que las sintonizábamos en la televisión. Era tan grande el placer de escucharle... casi tan grande como el de leer su prosa policroma y rica en texturas. Plástica, decía él. Por eso no le pude conocer personalmente: era un hombre grande y asediado. Me bastó conocer a las Arreola, las panaderas que eran igualitas al hermano, dicharacheras, cultísimas, platicadoras y un poco locas; cosas de familia, supongo. Luego fue cosa de volver a montar a la motocicleta y retomar el camino de la sierra de Tapalpa prometiéndome volver a intentarlo en el próximo viaje que, indefectiblemente, habría de tornarse un nuevo fracaso aunque también una magnífica coartada para visitar tímidamente a las hermanas de Juan José, versiones mujeriles suyas (ya sé que qué insistencia con el parecido, pero de verdad que eran asombrosamente parecidas aunque más gordas y risueñas), y recorrer de nuevo la sinuosa carretera con una preciosa carga de empanadas azucaradas y palanqueta de nuez. Era elusivo, Arreola, a pesar de esa bien ensayada manía que tenía de hacerse notar. ¿Quién no le recuerda vestido de vate intemporal, con capa y chistera, recorriendo un tianguis?

Qué gran estupidez escribir un obituario. Es un mero ejercicio de duelo, de justificación por las cosas que callamos y debimos decir. Que fue un hombre extraordinario, como si no fuese cosa sabida. Que debemos considerarle uno de nuestros más grandes escritores a la par de Borges y Rulfo y Carpentier y Paz y Neruda, como si no perteneciera desde hace décadas a ese falansterio febeo que nos ilumina la lengua con una literatura mágica, como esos ya mencionados o como Cortázar (otro del que todavía duele la ausencia, la certidumbre cruel de que ya no escribirá, ya no dirá nada más) o como algunos otros que no me voy a poner a recontar aquí.

Aquí lo que quiero es decir algo, no se bien qué, de mi maestro Arreola. Le conocí por su Confabulario cuando a los quince años me encargaron leerlo en el bachillerato. Cosa increíble o al menos extraña en un adolescente algo inadaptado, un poco sátrapa y a menudo amigo de pleitos y trifulcas: Arreola me hechizó con esa exquisita socarronería suya que de alguna manera denotaba una pureza, una inocencia casi infantil en esa manera de jugar con las ideas y el lenguaje; él había escrito que la pasión artesanal por las palabras le venía primeramente del linaje de herrero de su madre y del de carpintero de su padre. Pues qué delicadeza de orfebre y qué dedicación de ebanista: los grandes escultores domeñan lo mismo al hierro que al cedro. O al duro granito.

Arreola me sitió la ciudadela del escepticismo insufrible de la adolescencia hacia la literatura y me conquistó por el hueco de la risa, porque no hay espíritu adusto que resista el ariete de su varia invención. Era, aun en sus momentos solemnes, un comediante nato. O será que, como un Oscar Matzerath de la erudición poética, prefirió siempre seguir siendo niño para poder seguir jugando con las letras como cubos y baleros y matracas y luces de bengala, porque a ver quién se atreve a negar que Juan José escribía con un inefable espíritu lúdico. Baste leer una evocación suya de una plaza de toros olorosa a bejuco, o la descripción de cómo descubrió una Circe bellísima entre lirios y nenúfares, sumergida en las turbias aguas de una laguna a la que iba a cazar patos... Todos sus textos llevan un guiño, una gesticulación, una profunda expresión hierática; Juan José siempre parecía estar consciente de su situación escénica –eterno, decimonónico enamorado del teatro al que convirtió en su galería ambulante– y lo hizo evidente en sus libros portentosos. Palindroma, Varia invención, Bestiario y La feria esconden siempre rincones divertidos, trucos dentro de trucos como palimpsestos y carcajadas que estallan o se contienen, un poco mustias, un poco misteriosas, como Pierrot dentro de la caja de sorpresas.

Abundan ya las menciones de su vida y su obra en la prensa y no voy a aburrir con una predigerida repetición, aunque llama la atención que en varios diarios se pasan por alto dos libros que le conciernen poderosamente. Uno es Memoria y olvido (de la colección Memorias Mexicanas, editada por el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 1994), de Fernando del Paso, a quien Juan José le confió los recuerdos que comprenden su vida 1920 a 1947 y supuso una tarea que el autor de Noticias del Imperio confesó después como francamente agotadora. El otro es un magnífico ensayo suyo publicado por Alfaguara en la colección Textos de Escritor, en 1997: Ramón López Velarde: el poeta, el revolucionario.

Arreola recibió un montón de premios importantes en el mundo de las letras, pero siempre serán pocos. Sin embargo, no creo que en el fondo le preocuparan gran cosa tales asuntos a él, analítico, brillante ajedrecista. Un aura de misterio le rodeaba desde hacía varios años porque permaneció en un silencio literario raramente interrumpido; creo entrever en ese acto de renuncia el gozo del escritor que obtiene el botín supremo cuando sus libros dejan de ser suyos para ser ya de todos nosotros. O fue un acto político (mover una simple piedra puede ser un acto poético; renunciar a la poesía es un acto político), sólo él podría decirlo... aunque probablemente diría mucho más que eso, sempiterno adicto a las digresiones más asombrosas.

El veinte de septiembre de 1954, Julio Cortázar le escribió a Juan José, desde su estudio en un segundo piso de la rue Mazarine en París, una carta en la que encuentro una frase que resume proverbialmente el efecto que causa la obra de Arreola: hay en su prosa una fraternidad que me emociona, que me hace desear ser su amigo. Hay mucho más que quisiera decir de Arreola, pero me veo obligado a volver a los demasiados lugares comunes de la literatura de óbitos y me gusta pensar que mi maestro se merece algo mejor o mejor un respetuoso silencio. Además habría de seguir abusando del recurso adjetival, e imagino al mismo Arreola (y a Cortázar, altísimo, flaco y socarrón al lado) leyendo estas estrambóticas líneas, riendo con sorna por lo bajo sin poder reprimir, no sin cierta malicia, la pregunta: "¿No ha notado usted que la mesura en los epítetos y calificativos es siempre un signo de estilo logrado y de clara y segura expresión?"

Incrédulo que soy, qué más quisiera yo que hoy Arreola estuviese por fin reunido con sus amados Rilke, Claudel, López Velarde, Louis Jouvet, Gutiérrez Nájera... qué hermoso sería que le llegaran hasta el improbable diván de nubes donde estaría recostado, releyendo a Mallarmé, estas palabras mías de auténtica devoción: Gracias, Juan José, por tus enseñanzas. ¡Cómo me hubiera gustado, siquiera en el último momento, estar ahí, para darte un abrazo y besar tus manos!

Pero la muerte, aunque a menudo la olvidamos, nunca se olvida de nosotros. Ya que se ha colado Cortázar a este breve adieu para Juan José, dejemos que asome también un poeta que fascinaba a ambos. Dice Rilke, en Los cuadernos de Malte Laurids Brigge que antes, a diferencia de hoy, "cada cual llevaba su muerte como el fruto su semilla. Los niños llevaban una pequeña; los adultos una mayor. Las mujeres la llevaban en su seno, los hombres en su pecho. Uno era dueño de su muerte y la conciencia de ello les daba una dignidad especial, un orgullo silencioso."

No sé por qué, pero imagino a Juan José así, dejando atrás el mundo y sus historias de histeria, orgulloso y silencioso, riendo por dentro, apurado por dentro, impaciente por dentro.

Adiós, Juan José. Me duele tanto tu ausencia, aunque te quedas aquí, cifrado en los negros bichitos de las letras que son tu herencia. Me apena un poco deberte tanto.