La Jornada Semanal,  27 de enero del 2002                         núm. 360
Germaine Gómez Haro
entrevista con Juan José Arreola

"Yo soy un desollado vivo"

 Germaine Gómez Haro recuerda una de las últimas frases de Juan José Arreola: "Yo soy un desollado vivo." Poco después vinieron la enfermedad y la muerte (Gil de Biedma tiene una pavorosa razón cuando, en su poema sobre la vida, nos indica cuáles son los verdaderos pasos). En esta entrevista, Arreola habla de su pasión actoral (el director de este suplemento compartió con Arreola la aventura de componer el personaje de Rapaccini de Paz. Arreola en "Poesía en voz alta" y el bazarista en La Casa del Lago); de Zapotlán el Grande, la vida familiar, su estancia en París, el cine, el teatro, Claudel, Duhamel, Aragon, los talleres, las imprentas y, sobre todo, la poesía. Concluye afirmando que su mayor fortuna fue "leer sin parar desde la infancia".

Con motivo del lamentable fallecimiento del maestro Juan José Arreola, reproducimos parte de una entrevista realizada unos meses antes de caer víctima de la enfermedad que apagó su vida. "Yo soy un desollado vivo", expresaba el poeta con ese dejo de melancolía cuando evocaba sus filias y fobias, sus pasiones y desencantos.

–1929 fue un año crucial en mi vida. Con sólo once años abandoné definitivamente la escuela primaria para comenzar a trabajar. Mis estudios hasta entonces habían sido muy irregulares, ya que, como consecuencia de los últimos brotes revolucionarios en mi pueblo natal –Zapotlán, Jalisco–, las escuelas privadas eran casi clandestinas, y cuando las descubrían, eran inmediatamente clausuradas. Yo ya amaba los libros desde entonces, de modo que conseguí un empleo en el taller de encuadernación de don José María Silva. Allí registré el mundo de los aromas: el olor del papel, de las pieles, del engrudo recién hecho. Al morir mi patrón, entré a trabajar a una imprenta, lo que me permitió seguir en contacto con los libros. Antes de iniciarme en la lectura, contaba ya con toda una tradición oral. De niño aprendí muchísimas cuartetas a propósito de hechos de la época, canciones, corridos y dichos populares que fomentaron en mí el sentido del ritmo.

–¿Quién surge primero, Arreola-actor o Arreola-escritor?

–Bueno, el actor. El pathos es materno, mi madre parecía una actriz trágica. Mi padre era un gran aficionado al teatro, a la ópera, a los toros. Mis hermanos mayores participaban en comedias y a mí siempre me apasionó la actuación. Recitaba en todas las reuniones, hasta me llamaban de choteo "Juanito el recitador". Al descubrir el cine se me abrió una perspectiva más amplia, ya que el teatro en Zapotlán era un juego. En 1937 llegaron a México las primeras películas donde descubrí a Louis Jouvet. Después de verlo en su famoso papel de maestro del conservatorio, mi máxima ilusión fue irme a París a estudiar actuación.

La colonia francesa llevó a Jouvet a Guadalajara, donde Arreola tuvo la oportunidad de conocerlo. Con mucho tino Jouvet le encontró un gran parecido con el actor Jean Louis Barrault y al constatar sus dotes histriónicas, le extendió una recomendación para que la embajada de Francia le otorgase una beca de dos años para estudiar actuación en París. Entre las personas que apoyaron su viaje estaban Alfonso Reyes, Jaime Torres Bodet y don Carlos González Peña.

–Yo ya estaba casado con Sara y acababa de nacer Claudia, mi hija mayor, pero no podía dejar pasar esa gran oportunidad y viajé a París en 1945. Sara y Claudia se quedaron en Zapotlán. Fueron tiempos muy difíciles. Después de la liberación, París era puras carencias. Me dediqué a visitar la ciudad y a ver teatro. Jouvet me mandaba a conocer actores y actrices, y una tarjeta suya me abría todas las puertas. A la única escuela que asistí sistemáticamente fue a la Nacional del Espectáculo. Pierre Renoir, hijo del pintor y hermano del cineasta, fue uno de mis maestros.

–¿Llegó a actuar en París?

–Solamente como comparsa y en la escuela. Recuerdo unas escenas de Lorenzaccio de Musset y de Crimen y castigo de Dostoievski, aquel momento inolvidable entre Raskólnikov y Porfirio Petrovich.

–¿Frecuentó en París el medio literario?

–No, por desgracia. Me hubiera gustado conocer a Paul Claudel, a Georges Duhamel, a Louis Aragon.

–El teatro fue su pasión pero, ¿también coqueteó con el cine?

–Sí, pero nunca me atreví a dar el paso y, de hecho, mi mayor deuda es con el cine, el cual definitivamente me formó para la literatura. Cine-literatura es un binomio indisoluble. Yo me he peleado con todos los que alegan que el cine es un arte puro : no, es un arte aleatorio compuesto de teatro, pintura, arquitectura, música y, finalmente, literatura.

–¿Qué género de cine le ha interesado particularmente?

–El cine francés de Carné, Renoir, Clair, Duvivier, y el cine expresionista alemán y austriaco de Max Ophuls, Von Sternberg, Robert Wiene, Murnau... Estas son las bases del desarrollo del cine moderno.

–Y fue, de hecho, un cine basado en los recursos teatrales.

–Así es. El ángel azul es una gran película expresionista. Sin ir muy lejos, en El ciudadano Kane, lo que hace Orson Welles es aplicar a su técnica cinematográfica los recursos del expresionismo. A través del cine conocí a actores que admiré envidiándolos, como Jules Berry, un hombre festivo y siniestro que siempre hacía papeles terribles como el prodigioso diablo en Les Visiteurs du Soir de Carné. La mayor actuación de mi vida en Zapotlán fue en una comedia cursilona de Martínez Sierra donde pude lograr un personaje redondo, calcado de Berry. Anton Walbruck me dio el esquema para otro personaje que actué en el teatro por radio: Anatol. Yo he sido siempre Anatol. Otra figura que me impresionó mucho fue Arthur Schnitzler. Freud lo admiraba tanto que se inspiró en sus personajes para desarrollar algunas ideas a propósito del subconsciente y de la interpretación de los sueños. "Siempre arrastras contigo la carga de un pasado inconcluso": eso es Freud y eso soy yo. A partir del modelo de los personajes del cine que me impresionaron, se desarrolló en mí un proyecto de galán, hasta cierto punto un seductor, pero como no tenía armas propias, utilicé recursos ajenos que hice míos: un buen florete necesita una buena mano de esgrimista. El alma –en términos de lenguaje– se me fue modelando y, a través de estas voces, hallé la mía propia. Reuní todo un arsenal y lo usé con cierta ventaja en los asuntos amorosos.

–¿Y qué nos dice del amor caballeresco que tanto lo ha inspirado?

–La idea de la gallardía frente a la mujer me viene de "La canción de Rolando". Los nombres "Roncesvalles", "Oliveros", "Ricarte de Normandía", y otros más, han sido claves en mi vida. Estas figuras evocan la nostalgia del heroísmo. El ideal caballeresco me viene de la infancia y ha sido una constante a lo largo de mi vida. Esto tiene que ver con una cita de Huizinga, traducida por José Gaos, que dice: "Desde que los trovadores provenzales entonaron la melodía del deseo insatisfecho, los violines de la canción de amor fueron cantando cada vez más alto hasta que sólo Dante tocó con pureza el instrumento." Toda la vida he tenido un culto por el amor no realizado, porque la realización del amor incluye su consumación y su consunción: el amor que se consuma, se consume.

–En su cuento "In Memoriam" usted escribe lo siguiente: "Científicamente considerado, el matrimonio es un molino prehistórico en el que dos piedras ruejas se muelen a sí mismas interminablemente, hasta la muerte." Esto tiene que ver con su obsesión por el conflicto de la pareja, siempre recurrente en su obra.

–Efectivamente, ahora no estoy seguro en qué momento de mi vida percibí la imposibilidad de la relación humana para llegar a esa frase que viene en las "Doxografías" y que dice: "Cada vez que el hombre y la mujer tratan de reconstruir el arquetipo componen un ser monstruoso: la pareja." 

–¿Cómo da el paso de la actuación a la escritura?

–En realidad siempre estuve oscilando entre las dos. Lo primero que escribí en mi vida fue una obra de teatro que se llamó La sombra de la sombra. A mi regreso de Francia, decepcionado, renuncié a la actuación. Por eso siempre digo que Jouvet partió mi vida en dos mitades. El renacimiento fue mi entrada al Fondo de Cultura Económica, en aquel entonces dirigido por Daniel Cosío Villegas. Fui corrector de pruebas gracias a Antonio Alatorre, que era la estrella juvenil del Fondo. Esa fue mi Universidad. Ahí traté a una pléyade de personalidades : Joaquín Díez Canedo, Eugenio Imaz, José Gaos, Eduardo Nicol, José Moreno Villa, León Felipe, Fernández Balbuena, entre otros. Mi primer libro, Varia invención, que reunía textos escritos entre 1946 y 1948, apareció en la Colección Tezontle del Fondo por iniciativa de Díez Canedo, a quien dediqué un soneto gongorino del cual me dijo Carlos Pellicer: "Se tragó usted a Góngora con todo y plumas." ¡Es precioso! 

–Maestro, ¿y usted cómo define al poeta?

–El poeta es un hombre de gran caudal interior que no se puede quedar con lo que tiene dentro. La inspiración es como una marea interna que va subiendo de la planta de los pies hasta el colmo de las nubes. Es un acaudalado interior que necesita distribuir toda su riqueza. Ahora, en mi vejez, sé con certeza que he hecho sólo un gran negocio en mi vida, una inmensa fortuna acumulada por diversión, por espíritu lúdico: leer sin parar desde la infancia.