La Jornada Semanal,  27 de enero del 2002                         núm. 360
José María Arreola

Mi prodigioso miligramo

José María Arreola, baterista, músico en todo, colaborador de La Jornada Semanal y nieto de Juan José Arreola, nos entrega en este ensayo un recuerdo entrañable de su abuelo. Bach, Mozart, Prokofiev, U2, Pink Floyd, Gene Kupra, Chávez, Pellicer, Zapotlán, Guadalajara, el tenis y el ajedrez… son algunos de los seres y de los momentos que puntearon la relación entre el abuelo y el nieto. A José María, como a don Jorge Manrique, “dejóle grande consuelo” la memoria de Juan José, ese hombre cuya “cabeza siempre estuvo más allá de sus hombros”.

Por un texto tuyo supe que pisé la universidad a los tres años. En Inventario escribes lo que te dije alguna tarde en que me cambiaste el rumbo cuando escuchamos Pedro y el lobo de Prokofiev; sin más, quise alterar el rumbo de la historia: "Abuelo, voy a meterme al disco para matar al lobo y salvar a Pedro…" Eso te pareció, como todo, una oportunidad para hacer literatura, un diálogo que descifraba el misterio de la imaginación: "Lo que dice la voz es el humus, la semilla que construye paraísos improbables." Así se dio nuestro primer encuentro con la música. De niño yo no sabía quién eras. Luego comprendí que tu lugar estaba sobre el andamio de las cosas y que tú limabas sus bordes con tu lengua. Te rodeaban los grandes y los que habrían de serlo; las casas que contuvieron tu remolino me las sé de memoria: de Guadalquivir a Río de la Plata, palabras fundamentales y piezas de ajedrez.

Pero quiero regresar a nuestro encuentro con Prokofiev. Rodando sobre el acetato, mi cabeza no alcanzaba a comprender que el sonido sería para mí la receta de otros mundos. Juan José: como te sabías la vida de memoria, en algún momento del reloj me dijiste que la música era cosa seria: "Uno no puede andar por ahí pretendiendo que a los discos se les aborda sin más." La verdad, seamos honestos con quienes nos están observando: desde que me salieron los primeros vellos en el mentón, decidiste que yo tenía cuerpo de deportista. Y entonces se sucedieron en tu cabeza todos los tenistas que admirabas. Ahora pienso que tu fascinación estaba no en el golpe certero, sino en la estética de esos nombres que paladeabas al decirlos. Como ya teníamos mucho pin pon encima (tú dirías Tenis de Mesa), no me fue difícil encontrar el gusto en la persecución de la pelota y en el pulso que tiembla tras golpearla. Estas son ocupaciones de muchacho nervioso, actividades que le van bien a tus nietos: aunque me es difícil aceptarlo, nos dejaste esa herencia de resorte y manos sudadas que, fatalmente, impulsa o detiene.

Te acompañé a ver la final de la Copa Davis entre México y Alemania al Club Alemán… Te dio agorafobia entre la multitud. Con el rostro morado por el coraje me acerqué a la salida, sosteniéndote, buscando cómo regresar a Guadalquivir. En pleno periférico, tu capa distrajo la atención de mil coches que te quisieron llevar a la luna. Un señor muy amable se orilló a huevo, sacudiéndose a los otros: "¿A dónde lo llevo, maestro?" En el trayecto a tu casa, diste cátedra. Mi enojo desapareció mientras escuchábamos por radio que Leo Lavalle se recetaba a Boris Becker en forma espectacular. Ni hablar. Seguías bromeando con nuestro benefactor, insinuándole que yo emularía al joven Leo a su debido tiempo. Eso nunca sucedió. Tras huir de las lecciones de tenis que me conseguiste, decidí que el ruido le venía mejor a las cosas. Los acetatos aparecían en mi casa a velocidad inaudita, igual que ese último saque con que Lavalle consiguió lo imposible. La anatomía de mi cuarto se transformó, mostrando imágenes de hombres de pelo largo con "raquetas" que servían para contar otras historias.

Los sonidos de la cabaña

Vámonos con calma: tú seguías llegando a la cabaña de Ciudad Guzmán (perdón, Zapotlán) en moto, cuando ya habías manifestado una aversión por el rock. Nos hacías la broma a mi hermano y a mí de que cuando te fuéramos a visitar a tu tierra, lo pensáramos dos veces antes de introducir discos de U2 o Floyd. Pero eso nunca importó: verte escuchar música era una maravilla. Te sentabas en el "reposet", y mi tía Claudia iniciaba el concierto con su presencia. Los dos eran pájaros calmados, en esas horas en las que el sol de Zapotlán driblaba a la catedral de San Antonio y se despedía a través de los cristales de tu casa de madera. Bach. Mozart… Aprendí, sobre todo, a observar la calma que produce lo grande sobre lo pequeño; mi tía siempre dijo que hay cosas que nos rebasan y ante las que es mejor postrarse, lidiar con la religiosidad del resultado. Pero a veces te venía mal la intensidad de los sonidos, y subías a tu cuarto esperando a tus contrincantes nocturnos: en el tablero o sobre tu mesita de noche con dulces y libros, tu cabeza libraba las mejores batallas. 

Nos llevábamos bien. Los años me fueron explicando tu dimensión; opté por escucharte, más que por hacerme oír. Cuando ya no tenías una dirección fija en la Ciudad de México, me gustaba visitarte en el hotel Camino Real, y desayunar en su cafetería. La prisa y las ideas te acompañaban junto con Claudia, mientras nos examinabas a Alonso y a mí con la mirada. Podías recitar y ordenar fruta. Hablabas hacia adentro y hacia afuera, dándonos el año de edición de un libro o la manera correcta de pronunciar tal palabra; de pronto subías por la escalera de caracol que te llevaba a lo sublime: en francés o español te nos adelantabas, mientras nos perdíamos en los peldaños. Luego de tantas navidades, salí de la prepa con la idea de convertirme en baterista. Como tu remolino era tan grande, no tuviste mucho tiempo de convencerme de claudicar… Optaste por mostrarme en el discurso lo que para ti era el sonido. Me dijiste medio en broma que me tomarías en serio el día que tocara la obra para percusiones del maestro Chávez. Eso tampoco sucedió. Sin embargo, alguna vez te pregunté por el jazz; viajaste a Nueva York con el recuerdo, y me hablaste de un percusionista notable que escuchaste en el Lobby de algún hotel. Te piqué la memoria y recordaste su nombre: Gene Krupa. 

El patrocinio es para los débiles

En algún momento, tus cuatro nietos quisimos dedicarnos a la música. Bueno, Juan José, la verdad es que tú decidiste que mis primas Berenice y Mireya tenían formas de chelista y pianista, respectivamente. Alonso y yo ya nos dábamos nuestros primeros madrazos musicales cuando vimos que se abría la oportunidad de que nos patrocinaras con instrumentos nuevos: como ya habías dotado a las primas con herramientas musicales, vimos que algo se podría hacer por nosotros. Fiel a tu verdad, decidiste que no teníamos cara de rockeros y nos capoteaste con maestría, calando nuestras verdaderas intenciones. No importó: Bere y Mireya abandonaron cuerdas y teclado para vivir otras cosas. Nosotros continuamos la línea, aprendiendo de tu congruencia. Pero vino un picón de cresta que me ayudó a comprender la maquinaria que nos mueve. 

Sin carrera universitaria a la vista, a ti y a mi papá se les ocurrió un plan para ayudarme a retomar el rumbo: me ayudarías a buscar trabajo en Televisa, de lo que fuera, para que iniciara una prolífica carrera en esa empresa. Todavía, cuando estoy a punto de tomar una decisión importante, recuerdo las palabras que me lanzaste antes de llegar a la entrevista en la que me recomendarías. Con la mirada del gallo que enterró al pájaro, observando mis posibles titubeos y calcándome para siempre, me dijiste en una farmacia de Avenida Chapultepec: "Mira José María, creo que tú no le vas a entrar a la música o al arte en serio; mejor ponte a trabajar aquí y a ver cómo te va…" Eso lo cambió todo porque supe, al revisar tu vida, que también tuviste un encuentro con un gallo que, una noche de hace muchos años, te picó la cresta para siempre. Al otro día, yo tenía el trabajo del siglo: atendía una tienda especializada para bateristas. Apareció en mi camino, a dos cuadras del Parque España, mientras masticaba tus palabras. Juan José, ¿te acuerdas que sonreíste cuando me fuiste a visitar a un lugar lleno de tambores?

Confabulando a tus espaldas

En uno de nuestros mejores viajes a Guadalajara, recuerdo otro hecho que habla de tu bondad. Alonso encontró en una tienda de música un bajo "de batalla", que salía realmente barato. Como ya trabajábamos, él te pidió un préstamo para hacerse del instrumento. Estabas leyendo. No te gustó la idea. Como un mago que pretende desaparecer lo imposible, te deslizaste de la situación con mil aciertos. Como se acercaba mi cumpleaños, decidí pedirle a mi abuela un adelanto para dárselo a mi hermano. Así nos hicimos del bajo marca Zum. Por la tarde nos hablaste desde tu estudio, apenado, preguntándonos ciertos datos sobre el instrumento… Te escuché decidido a comprarlo, así que entre mis primas y Alonso armamos una historia para explicarte que yo se lo había comprado con lo de mi regalo de cumpleaños. Pediste un taxi de sitio –tus favoritos– y decidiste compensarme. Todavía recuerdo la entrada de Casa Lemus, uno de los almacenes musicales más importantes de Guadalajara. Todos te trataban de maestro, ofreciéndote las últimas grabaciones de los grandes de la música. Me tentabas con la mirada, pero yo ya estaba viajando sobre un set de platillos Paiste, de la mejor calidad. Te querías esconder entre las palabras. Me mostrabas hermosos instrumentos. Pasaron los minutos y sacaste tu tarjeta; me invitaste, derrotado, a escoger los platillos que más quise.

Querido Juan José

Durante tres años te estuvimos visitando en tu cama. Si me tocaba hacer una presentación en Guadalajara, me bañaba en tu casa para irme a "hacer ruido". Las palabras descansaban bajo una leve sábana, esperando la invitación de mi tía para reptar por la habitación. Eso es lo más importante que aprendí de ti: tu cabeza siempre estuvo más allá de tus hombros. Ahí te construiste un lugar mejor. La última vez que te vi, me preguntaste por la batería, viste fotos de tu Zapotlán –reconociendo sus rincones–, jugaste ajedrez con mi hermano y todavía tuviste tiempo de recitar a Pellicer. Juan José, ese día, en la cocina, viendo la ebullición de los alimentos, supe con certeza lo que era un Prodigioso miligramo. Gracias por sacarme del costal, con la increíble verdad de tus días.