La Jornada Semanal,  20 de enero del 2002                         núm. 359
Guillermo Vega Zaragoza
el cuento del domingo

El perro de Brasil 

 
“Bajo la tumescente luz roja del Atzimba” Javier conoce a Brasil, a quien le basta que un par de mililitros de alcohol en la sangre coincida con su orgasmo para demostrar las prodigiosas posibilidades pubococcígeas que, a sus cuarenta años, siguen permitiéndole preguntar a clientes y aspirantes a padrote: “¿Vamos a coger o te dan agruras?” Con habilidad y destilando su mala leche de narrador eficaz, Guillermo Vega abre y cierra este cuento del domingo bajo el vuelo de las pertenencias personales, súbitos cambios de vida, conductas que dan la impresión de no variar nunca y cíclicos estados de ánimo. 

A Jorge, mi hermano

Apenas había dado un par de pasos fuera del viejo edificio y Javier se detuvo a encender el último y arrugado Delicado sin filtro que le quedaba. Al momento de prender el cerillo y hacer casita con las manos para proteger a la llama de la herida del aire, escuchó a lo lejos una voz de advertencia: "¡Aguas!", a la que siguió un estruendo seco, metálico, y luego el ruido de piezas rodando y estrujándose bajo las llantas de los automóviles que pisaban el asfalto sin inmutarse. Desde la tienda de abarrotes salió un instantáneo coro de víboras incrédulas. Le dio una bocanada profunda al pitillo y al tiempo que expulsaba de su cuerpo el compuesto cancerígeno, entraron en sus oídos estas previsibles palabras: "¡Si prefieres irte con tu puto amigo, de una vez llévate todas tus chingaderas!" Lo que Javier no previó fue que el estruendo lo provocara la colisión de su videocasetera contra el pavimento. Entonces sí se encabronó. Volvió como un resorte sobre sus pasos y subió los cinco pisos de escaleras a grandes pasos, mientras seguía escuchando el sonido de objetos rompiéndose sobre la banqueta y los gritos afónicos de Brasil. No tenía caso preguntarse si estaba loca, era evidente que lo estaba, así que lo único conducente, como ya había sucedido antes, demasiadas veces para su gusto en casi seis meses, era sujetarla de los brazos, darle una buena zarandeada y propinarle un par de bofetadas para que se calmara. Ya en otras ocasiones había sido víctima de sus excesos: lo había dejado afuera, al cambiar la chapa de la entrada; luego, metió toda su ropa en blanqueador y tuvo que ir a trabajar con camisas y pantalones que hubieran sido la envidia de cualquier tránsfuga de Avándaro, pero ahora sí ya le había colmado el plato: a la video siguieron los discos, los casetes y los libros y era el turno de la ropa cuando trató de tomarla de los brazos, pero ella logró zafarse y no le quedó más remedio que jalarla de las largas y teñidas greñas, de las que se quedó con un racimo entre los dedos, y aventarla en dirección al cuarto de azotea que habitaban ambos. No quiso ni voltear hacia abajo, pero ya podía adivinar el rumor de la multitud que se arremolinaba ante la pequeña hecatombe de sus pertenencias sobre la banqueta. Entró a la precaria habitación para salir de inmediato, amenazado por la punta del largo cuchillo cebollero que blandía Brasil. "Ándale, cabrón, para eso sí estás bueno, para pegarles a las mujeres, pero conmigo te chingas, porque les voy a cortar los huevos a ti y a tu puto amigo." Sabía lo inútil y contraproducente que resultaría decirle que se calmara, por lo que sólo atinó a articular algo así como: "Sin huevos no te sirvo para nada", o por lo menos eso pensó que podía haber dicho cuando pudo por fin tragar la saliva que se le anudaba en el cogote. Brasil se le dejó ir encima y no supo cómo logró torcerle la muñeca y hacerle soltar el arma. Ya sin el cuchillo, le dio un empellón tan vigoroso que ella cayó de purititas nalgas sobre una cubeta llena de agua. Javier no pudo contener la risa mientras la veía cubrirse la cara con las manos y sollozar inconsolablemente, como una niña a la que le han ganado su lugar en los caballitos. "No te rías, cabrón, no te rías", y él risa y risa, recargado en las jaulas de la azotea. "Prefieres irte con tu pinche amigote el Jacobo y me dejas sola; prefieres irte con él y con tus putas", moqueaba abundantemente, para rematar al fin: "Son unos pirujos, putañeros, eso es lo que son." Ni forma de hacerle entender que el putañero era el Jacobo pero que él no, aunque el Jacobo fue el que se la presentó esa noche, hacía ya como seis meses, bajo la tumescente luz roja del Atzimba. "Esta es Brasil", le dijo el Jacobo. "Y a mí me dicen El Ronaldo", argumentó Javier, pero era evidente que ella no había entendido el chiste. "Ya en serio. ¿Cómo te llamas?", le preguntó mientras se sentaba en el regazo de Javier. "¿Eres mi amigo?", contraatacó ella y él asintió. "Entonces dime Brasil, porque así me dicen mis amigos." Brasil no era ya ni siquiera una belleza regular a sus cuarenta y dos años, pero tenía un culo hermoso y, como decía el Jacobo, cuando la fuerza mengua, para eso está la lengua, aunque ella sólo la utilizaba como último recurso, pues contaba con un arma letal. "Brasil tiene perro", era el mito dominante en el Atzimba y todo mundo parecía dispuesto a comprobarlo en cuanto se enteraba. Historias espeluznantes de hombres exhaustos y miembros exprimidos como limones, casi cercenados por la dentada vulva de Brasil. Lo que a nadie se le advertía era que, debido a una lesión cerebral, las tendencias destructivas de Brasil se activaban en cuanto un par de mililitros de alcohol entraban en su torrente sanguíneo y coincidían con el clímax de sus orgasmos. A veces a la cabrona de Brasil le salía un cabrón y medio, y a la noche siguiente llegaba con lentes oscuros y un ojo morongo, o el hocico reventado y un diente flojo, pero nunca se iban limpios los hijos de la chingada: al chico rato ya andaba realizando una molleja chapada de orégano o hasta chillones de auto con todo y bocinas. A pesar de todos estos antecedentes –pues era su amigo, su soul brother, su partner, y tenía que haberle advertido pero no lo hizo–, el Jacobo se la presentó. Javier le cayó tan bien a Brasil que le dijo que no le iba a cobrar si le disparaba otro trago. Es más, si le disparaba la botella hasta podía aspirar a padrotearla, porque a ella no le gustaban los cabrones que les pegan a las mujeres y él se veía buena onda, como que no era de ese ambiente, por lo que no sabía qué estaba haciendo con el ojete del Jacobo que siempre le quedaba a deber o quería coger de a gorrión. "¿Volando?", dijo él, candidatéandose para un vergazo en el hocico. "No, pendejo: gratis", rió ella y le reiteró la invitación: "¿Vamos a coger o te dan agruras?" Como el Jacobo bailaba con otra mujer en la desgastada pista del antro, no pudo pedirle dinero para el hotel, porque siempre que se iban de parranda el que pagaba todo era el Jacobo, que tenía un puesto de ropa en el mercado de la Guerrero y no le iba nada mal, mientras que a él le iba de la fregada con el puesto de jugos, así que terminó en el cuarto de azotea de Brasil. El perro de Brasil pudo hacer muy poco para mantener su reputación esa noche, pues al parecer estaba exhausto de tanto ladrido, por lo que a cambio la mujer se dedicó a contarle su vida. Nunca había conocido a su padre y su mamá la había dejado encargada con una tía, pero nunca volvió a saber de ella. La tía y las primas pensaron de inmediato que habían conseguido criada gratis y durante años les sirvió, hasta que conoció al Miguel, novio de una de las primas. Brasil, que todavía entonces no se llamaba Brasil, sucumbió ante la seducción del tal Miguel. Ella no entendía muy bien por qué le gustaba al Miguel, si siempre se había considerado fea y la prima era la más bonita de todas. Se lo preguntó al Miguel y le hizo la revelación: "Ay, mamacita, qué no te has visto las nalgotas que tienes." Así que de eso se trataba todo: nalgas matan carita. Todas las tardes, el Miguel iba a visitar a la prima, se besuqueaban y manoseaban y Brasil les servía refrescos y galletas. Como a las diez de la noche, el Miguel se despedía de la familia pero de mentiras, porque se metía de nuevo a la casa por la puerta de la cocina y subía al cuarto de Brasil para coger con ella hasta la madrugada. El cabrón Miguelito siguió con el negocio redondo –noviecita santa y cogida monumental por el mismo boleto– hasta que los descubrieron. Sucedió el mismo día que Brasil supo que tenía perro y dejó tan exhausto al Miguel que se quedó dormido y en la mañana la prima subió al cuarto para preguntarle algo. Brasil se encontró entonces en la calle, sin dinero, sin oficio ni beneficio. Hasta que conoció al Oso, su primer padrote, en la Terminal de Autobuses del Norte, cuando ella pensaba regresar al pueblo donde supuestamente había nacido su mamá. El Oso la indujo al vicio y la perdición y le enseñó a cobrar. Aunque la protegía y todo, también le daba sus buenos cabronazos, hasta que un día le pegó tan duro en la cabeza que se desmayó. Después de eso, cuando se emborrachaba se ponía muy loca, y se ponía aún más si tomaba y cogía al mismo tiempo. No le gustaba que el Oso le pegara tan seguido, así que un día decidió escaparse y por eso se cambió el nombre por el de Brasil, pues había una amiguita de las primas que así se llamaba y siempre le había gustado el nombre. El Oso nunca volvió a aparecer en su vida, a lo mejor se regeneró o lo mataron, pero nunca supo más de él. Los demás padrotes ya no importaban, pues muy pocos le soportaban sus violentos ataques y preferían salir huyendo. Así había pasado el tiempo, hasta que de pronto se encontró a los cuarenta años, toda jodida, en un cuarto de azotea, trabajando en una antro de quinta como el Atzimba, pero, "eso sí, con el culote intacto, cabrón, porque con este culo tengo para cogerte a ti y a todos los cabrones que me traigas", dicho lo cual se quedó dormida fulminantemente y casi tuvo que tirarla de la cama varias veces porque amenazaba con vomitarle encima. Pero al despertar, cerca del mediodía, Brasil fue otro país. Javier tuvo que pedir tregua a eso de las cuatro de la tarde para salir a refrescarse el aterido miembro en el agua de la pileta, ante la mirada indiferente de las vecinas que utilizaban los lavaderos, quienes ya parecían acostumbradas a este tipo de desfiguros. Regresó a la batalla y Brasil fue implacable. Pero él no se amilanó, hasta que, como en la canción del Sabina, los sorprendió la luna y ella dictaminó: "Te voy a hacer algo de comer", lo que en el ejército carioca equivalía a colgarle los galones de padrote hasta que ella quisiera o se aburriera, y seis meses después, era evidente que el aburrimiento se había instalado en ese cuarto de azotea, demasiado chico para que lo habitaran tres inquilinos. Alguien tenía que ahuecar el ala y Brasil ya había decidido quién. "Vete, vete, ya no quiero que vengas", pudo entender Javier entre los sollozos. "Pero si nada más voy un rato al mercado, a ver cómo anda el puesto, desde que ando contigo lo he descuidado mucho." Brasil le dijo que no le gustaba que se juntara con el Jacobo, porque sabía que era un cabrón que le presentaba viejas de otros antros y seguramente se iban con ellas, por eso ya no quería estar con ella como antes. "Pero es que nada más quieres estar coge y coge. A Jacobo hace mucho que no lo veo. Ya ni siquiera me invita a chupar", argumentó él. "Ahora sí la chingamos: puta y celosa", pensó que había pensado pero en realidad lo dijo en voz alta y ella se le aventó a la cara con las largas uñas por delante: "Puta, pero no por mi gusto, cabrón." Javier logró detenerla justo antes de que tuviera que engrosar las cuentas de un cirujano plástico. Brasil se volvió a sentar en el suelo de la azotea, que para entonces ya se encontraba desolada. "Ahí viene otra vez", pensó pero ahora no lo dijo, y se aprestó a escuchar una nueva perorata brasileña. "Todo eso ya me lo contaste como mil veces", dijo con fastidio Javier. "Pues esta es la última, cabrón, porque te me vas a la chingada con tu pinche amigote, que hasta puto ha de ser, porque no te deja ni a sol ni a sombra. Hasta videocasetera te regaló el hijo de la chingada, como si fueras su camote. A ver, ¿tú cuándo me has regalado algo, pinche ojete, muerto de hambre, juguero de mierda?" Decidió que era demasiado. Javier entró al cuarto, tomó la deshilachada colcha que medio cubría el manchado colchón de la cama e hizo un bulto con su ropa. En una bolsa de mandado metió las pocas pertenencias sobrevivientes al ataque brasileiro y salió sin hacer mucho caso de la retahíla de insultos, ruegos y más insultos que profería Brasil. En la calle, la gente se había dispersado ya. Cerrada la tienda de abarrotes. Sólo quedaban unos cuantos vestigios de la videocasetera sobre el pavimento. Todo le pareció extrañamente silencioso. Con temor, miró hacia arriba. Vio sus zapatos colgados del cable de la luz, balanceándose levemente. Los contempló unos instantes, amarrados de las agujetas, igualitos los dos, nada más que uno derecho y el otro zurdo, complementarios, precariamente pendientes de un hilo. "Chingada madre", dijo para sí. "Mis Delicados" y regresó sobre sus pasos.