La Jornada Semanal, 6 de enero del 2002                          núm. 357
Vilma Fuentes

La mujer y la escritura

Ilustraci�n de Margarita Sada
Vilma Fuentes nos recuerda que "la escritura no tiene sexo" y que ese raro privilegio, sólo compartido por los ángeles y las ideas, vuelve imposible y, sobre todo, irrelevante, averiguar si Las mil y una noches o las Cartas de amor de la religiosa portuguesa fueron escritas por un hombre o una mujer. A final de cuentas, como debe ser, lo importante está en las páginas, como lo han demostrado Sor Juana Inés de la Cruz, Rosario Castellanos, Elena Garro y varias otras autoras que Vilma Fuentes retoma para aportar datos a la incesante polémica que Flaubert resolvió de un solo tajo, de la mano de Madame Bovary.

Tal vez la causa inicial de lo que voy a decir es que yo soy mujer y soy escritora. Pero, ¿qué quiere decir ser mujer y escritora? La verdad, no conozco la respuesta, como tampoco sé qué significa ser hombre y escritor. Lo único que me parece menos oscuro es que escribo para tratar de hallar, de comprender, para intentar acordarme y, finalmente, para traer a la luz el sentido enigmático de mi vida y la de los otros, bajo el cual se esconde el de la muerte, la de los otros y la mía.

Porque, ¿qué es un libro �poema, novela o cuento� sino lo mejor que los hombres han podido encontrar para burlar, para desafiar a la muerte? Sí: los seres humanos somos efímeros, esto es seguro. También inmortales. Cuando leo los poemas de Sor Juana Inés de la Cruz me sorprende su belleza, su estilo, pero se me revela al mismo tiempo algo aún más misterioso. De pronto, a través de la lectura, me veo transportada a otra parte, en otro tiempo, otro lugar.

Y eso es un libro. Un viaje que desafía todas las leyes del tiempo y del espacio. ¿Un sueño? Quizás. "To die, to sleep, no more... Per chance, to dream..."

¿Es posible que las mujeres sueñen más que los hombres?

Cuando leo a Sor Juana, o a Emily Bronte, la fuerza que me arrebata es la que poseen la imaginación y el sueño.

Tan curioso como divertido es que las mujeres tenemos la reputación de mentir.

Una reputación que señala, al menos, que poseemos un talento particular. Los animales no mienten. Pero es raro que los animales escriban libros. No sabemos con exactitud quiénes son Homero ni Shakespeare. ¿Un hombre, una mujer? Sólo hay una certeza: ninguno era un animal. A veces es necesario mentir para encontrar el camino de la verdad. ¿Mentir? No. Inventar, crear. La verdad, la más verdadera de las verdades no podrá ser nunca sino un sueño.

Esto me devuelve a nuestro enigma: "La mujer y la escritura". Pero la escritura no tiene sexo. Comparte este privilegio con los ángeles. Y no tiene caso recomenzar el famoso concilio bizantino y discutir aquí, o en otra parte, sobre el sexo de los ángeles.

¿Quién escribió Las mil y unas noches? Nadie lo sabe y, por otro lado, no tiene importancia alguna. Es una obra anónima. Como los mejores libros. Los mejores son siempre anónimos. Pero no debo olvidar que, en Las mil y una noches, como quiera que sea la narradora de todos los cuentos es Sherezada. Vale la pena reflexionar sobre ello.

Un enigma no es una adivinanza. La adivinanza tiene una respuesta única, mientras el enigma, al revelarse, abre sus puertas para dejar el paso a nuevos enigmas.

La escritura es uno de esos remolinos cuyo misterio se ahonda entre más secretos parece revelar.

Por eso, quisiera recordar el enigma propuesto por las Cartas de amor de la religiosa portuguesa. ¿Su autor es un hombre o una mujer? Las polémicas se suceden desde el siglo xvii sin hallar una respuesta que, en el fondo, sería pobre frente a la variedad y riqueza de los argumentos. Que una monja enamorada haya escrito las famosas cartas o que un hombre hubiese inventado al personaje femenino y su correspondencia amorosa, tesis sostenidas durante más de tres siglos, nos extravían y nos conducen en el laberinto de la escritura. Una respuesta definitiva, ¿qué podría aportar de más al encanto de esas cartas y a la leyenda formada a su alrededor? Sería sólo poner un nombre al autor, decidir de manera simplista entre una dicotomía hoy sin interés y una tentativa para liquidar un mito que ya existe por sí mismo y donde el anonimato agrega la fuerza del enigma. Sería, en fin, concluir que un hombre sólo puede escribir como un hombre y, por lo tanto, describir sólo a los de su sexo; decir que una mujer no es capaz de meterse en una cabeza distinta a la de una mujer. Sería, en última instancia, la peor de todas, suponer que un hombre o una mujer no puede escribir sino desde su personal punto de vista. ¡Qué pobreza! De ser así, la literatura no existiría.

Si fue la monja Marina Alcoforado, reclusa en un convento de Lisboa, la autora de las Cartas, éstas fueron entonces escritas en lengua portuguesa y habrían vivido el viaje de una lengua a otra para aparecer públicamente en francés. Destino extraño el de una correspondencia íntima y, de alguna manera, semejante al de los libros sagrados Chilam Balam y Popol Vuh, destruidos y rescatados por los misioneros que, gracias a la memoria oral de los indios, les dieron una nueva vida con un alfabeto occidental y aparecieron en francés antes de ser traducidos al español. Pero las lenguas, los idiomas, tampoco tienen sexo.

Si el autor fue Gabriel-Joseph de Lavergues, conde de Guilleragues, quien en principio sólo fue identificado como el traductor de las Cartas, la mistificación adquiere una nueva máscara con la confusión de sexos y lenguas.

Sin embargo, no podemos olvidar que las Cartas de amor de la religiosa portuguesa fueron editadas en 1669 de manera anónima, acto simbólico de su extraño destino.

No sucede lo mismo con su contemporánea, Sor Juana Inés de la Cruz, nacida al otro lado del Atlántico en 1648. La vida de la autora mexicana es ampliamente conocida. Se sabe cómo y en qué situaciones escribió villancicos, letras sacras, autos, loas, comedias, sainetes, cartas y poemas filosóficos. Si fue difícil reunir su obra, dispersada durante dos siglos por la más despiadada censura, la del olvido, se conocen, al menos en apariencia, los momentos cruciales de su vida: nacimiento bastardo, estudios en la biblioteca de su abuelo, juventud y galanteos en la corte palaciega, enclaustramiento, vanidades, osadía literaria, polémicas, construcción de una obra que guía el amor del saber, abjuración de ella y consiguiente muerte.

Un viaje espiritual que va de la muchacha que escribe con petulancia y brillo los conocidos versos:

Hombre necios que acusáis
a la mujer sin razón,
sin ver que sois la ocasión
de lo mismo que culpáis...
O esos otros que dicen:
Ser mujer, ni estar ausente,
No es de amarte impedimento;
pues sabes tú, que las almas
distancia ignoran y sexo...
a la autora de "Primero sueño". La aventura del pensamiento de Sor Juana devora y da duración a la vida fugitiva de la mujer.

Ilustraci�n de Margarita SadaDe la crisálida a la mariposa, la cristalización del sueño: ese "Primero sueño", el poema al mismo tiempo más personal y universal de Sor Juana. Viaje espiritual que, como el de Ícaro, termina en caída, vuelo entre despeñaderos y precipicios. Soledad del alma hundida en sus pensamientos: visión de lo invisible, aquí y ahora, muy lejos del más allá, sea cielo o infierno.

"Como poema del pensamiento", nos dice Octavio Paz en su magnífico ensayo titulado Sor Juana Inés de la Cruz o Las trampas de la fe, "no hay nada parecido a Primero sueño hasta la aparición de Un coup de dés, que termina también con puntos suspensivos: ese quizá que dibujan, al rodar por el cielo, las estrellas de la constelación."

La mirada de Sor Juana ve el invisible tránsito entre el ser y el no ser: lo que es y deja de ser, lo que no es y llega a ser:

de este cuerpo eres el alma
y eres cuerpo de esta sombra.
Ser y no ser de la mujer que desaparece en ese viaje espiritual, de la monja que abjura y de la escritora que reniega de su obra para mejor renacer de sus cenizas.

¿No la llamaron en su época "ave fénix", pero también "décima musa"?

Pero, ¿qué significa ahora, ante la obra de Sor Juana Inés de la Cruz, ese tercer aspecto de su personalidad que, según Dorothy Schons, la representa como "la primera feminista de América"? Octavio paz señala al respecto: "Ya he indicado mis reservas sobre el uso de este término: en el siglo xvii no existían ni la palabra ni el concepto [...] También tuvo la temprana experiencia de la suerte de las mujeres que se quedaban en el mundo: el matrimonio, el concubinato o la prostitución."

Juana Ramírez de Asbaje escapó a estas tres suertes bajo el nombre de Sor Juana Inés de la Cruz y, a su efímera existencia, a través de una obra abjurada pero que se perpetúa más allá de su época y su condición mortal de mujer.

Muy distinto es el caso de doña Josefa Ortiz de Domínguez, apodada "la Corregidora", quien hace una breve pero decisiva aparición en la historia de la vida mexicana, incursionando en la escritura de la manera más curiosa. Como se sabe, todavía a principios del siglo xix era raro que una señora de alcurnia supiera leer y menos aún escribir. Pero esto no impidió a la Corregidora pensar. Acaso porque sabía leer.

Es aquí donde cabría preguntarse si la lectura no antecede a la escritura como un primer gesto del discurso organizado que conocemos como pensamiento.

Doña Josefa no sabía escribir: formar las letras para expresar una frase. El tiempo urgía: la conspiración de la independencia había sido descubierta y a la Corregidora no le era posible estirar los minutos para dibujar las letras, jeroglíficos abstractos, del alfabeto español y comunicar al cura Hidalgo la preciosa información que aún podría salvar los planes de los independentistas.

El ingenio le sopló una ocurrencia que hoy parece salida de un cuento de hadas y decide la historia de un país, del nuestro: recortar las letras impresas de uno u otro libro, apoderarse de ellas, robarlas y darles otro sentido al formar otras palabras. Aquéllas que necesitaba para expresar su propio pensamiento. ¿Acaso la lengua, la escritura y sus letras no eran y son de todos? La Corregidora no dudó un momento en ejecutar su idea, aunque tal vez la turbó la posibilidad de no conseguir unirlas, con rapidez, para leerlas ella misma y asegurarse que decían lo que quería. Pero, dejando atrás cualquier titubeo o debilidad femenina, reunió y pegó las vocales y consonantes, formó las palabras y dio sentido a la frase.

Así, sin saber escribir, doña Josefa escribió el mensaje que decidió el toque de campanas de Dolores y el anuncio de la independencia de México. Tal vez una memoria ancestral había recordado a la Corregidora que quienes inventaron los alfabetos a través de los siglos sabían leer. Y la lectura es el principio de la escritura.

Elena Garro, Rosario Castellanos y María Luisa Mendoza pertenecen a la última oleada de la generación de mujeres nacidas durante las tres primeras décadas del siglo xx que cambiaron en México, a veces sin percatarse, algo esencial y más profundo que la relación entre el hombre y la mujer: su visión del mundo y la actitud ante la existencia.

La generación de donde surgirá Elena Garro, extremadamente rica, marcada por la violencia de la guerra cristera, producirá extravagantes y originales, cierto, pistoleras y tequileras, pero también actrices, fotógrafas, pintoras, poetas, dramaturgas, novelistas y grandes musas. En este sentido, Elena Garro tenía razón cuando me dijo: "Fíjate, yo creo en una cosa muy triste: la gran literatura va con la gran armada. El escritor tiene entonces algo muy importante que cantar y contar. Me temo que del nuevo México que vi no voy a poder escribir nada porque me dejó hecha polvo [Elena se refería a su primer regreso a México en 1991, después de más de veinte años de destierro]. Tendré que remitirme otra vez a la provincia donde se guardan las cosas del pasado."

Elena olvidaba su pertenencia a la fastuosa generación de donde brotaron mujeres tan distintas, pero quienes supieron dar un nuevo giro a la historia de México e inscribir sus nombres en ella: Lupe Marín �modelo, esposa y madre de las dos hijas de Diego Rivera, más tarde compañera y musa del poeta tristemente suicida Jorge Cuesta�; las actrices María Félix y Dolores del Río; Lola Álvarez Bravo �fotógrafa de talla que supo enseñar a mirar con sus ojos las escenas de la vida mexicana�; Frida Kahlo �cuya pintura posee los peligros de una flor envenenada por la vida�; la poeta Pita Amor �modelo y musa, quien se sentaba semidesnuda en las piernas de Alfonso Reyes...

Tuve la suerte de conocer a Elena Garro uno de esos mediodías tórridos de la Ciudad de México, antes de las lluvias, a principios de 1967. Afinidades electivas o azar objetivo, ¿quién puede responder? El encuentro no cesaría, a veces contra mis deseos, en ocasiones a pesar suyo, sino con su muerte en 1998. Si acaso cesó... Pero esa mañana, no recuerdo si de abril o de mayo, manifestábamos frente a la embajada de Bolivia para protestar contra el encarcelamiento de Regis Debray.

Al principio no supe cuál de las dos rubias, que me agarraron como pretexto y rehén para dirigirse y cortarse la palabra entre ellas, era Elena Garro. Elena se veía tan frágil, tan dulce, tan joven... ¡Tan obediente! Ella: tan caprichosa, consentida, adorada y dorada como sus cabellos que centelleaban al sol los rayos cenicientos del oro. Parecía la hermana menor de la enigmática pareja que ya entonces formaba con Helenita, su hija.

Elena era todavía más un personaje de Fitzgerald, intocable como las mujeres de lujo del Gran Gatsby, que una de las insensatas y trágicas heroínas de sus libros. ¿Cómo hubiese podido adivinar Elena que la protagonista de su primera novela, Los recuerdos del porvenir �titulada con el nombre de una de esas cantinas donde la borrachera funde los sueños bajo la opaca irrealidad del pasado�, la perseguiría hasta verse encarnada en ella? Sin embargo, Elena sabía que una escritura verdadera, como la suya, es un acto criminal. Quien lo comete no puede sino repetirlo, así sea bajo otras formas, convertido al mismo tiempo en cómplice y rehén de ese pasado sin fin. O quizás, a semejanza de los enamorados de Lampedusa en El Gatopardo, Elena Garro había agotado la parte de dicha que le tocaba en suerte.

Elena me hizo conocer esa tarde, ¿de abril o de mayo?, las bambalinas de Palacio Nacional. Porque después del mitin, las Elenas me llevaron con ellas a discutir con el secretario particular del presidente de México en esos años. Esta escena, aunque recreada, la cuento en Flores negras �inútil repetirla. Esa misma tarde visité el caserón donde protegían a los perseguidos de la tierra: obreros, campesinos, guerrilleros o, a semejanza de su amigo Juanito de la Cabada, simples muertos de miedo �enfermedad considerada entonces por Elena como un virus contagioso del que se creía vacunada. Mansión que, menos de dos años después, deberían abandonar para emprender la tan larga fuga, acaso de ellas mismas, y el destierro en donde volveríamos a encontrarnos casi diez años después.

¿Había olvidado Elena que el miedo es una enfermedad contagiosa cuando ella misma atrapó el virus que la condujo al destierro?

No obstante, no las perdí de vista. 
O más bien, no me perdieron de vista. Me llegaban sus mensajes, primero a México, luego a París, desde Nueva York o Madrid, de un pueblo perdido o un hospicio, por los conductos más insospechables: un chofer de taxi chicano, un estudiante guatemalteco salido de prisión, un enfermero mulato, un poeta analfabeta, una peinadora sevillana. Los recados eran casi siempre desconcertantes, sin hilo entre ellos, sin trama. Como si Elena estuviera escribiendo la más disparatada de las novelas: su vida.

Una de esas noches claras de verano en París, al salir de una exposición de José Luis Cuevas, una cara transparente, desdoblada por otra como por un prisma, se pegó a la mía para preguntarme: "¿Te acuerdas de mí?" Dudé unos instantes antes de negar con la cabeza, avergonzada por mi mala memoria. Pero, ¿cómo reconocer a los fantasmas? Las Elenas estaban frente a mí, acosadoras, huidizas, en busca de reconocimiento y de olvido.

Frecuentarlas entonces era compartir su crimen. Como yo no sabía cuál pudieron cometer, las vi casi a diario durante más de diez años. Andamos huyendo, Lola había engullido a Elena y 
a Helenita. Lola era, desde luego, la gata. La favorita, la misma que se caería del tercer piso del magnífico departamento de la avenue Breteuil donde las Elenas se imaginaban vivir en la pobreza, y que, de la caída o del susto, comenzó a parecerse a su dueña: "Está tan loca como yo, anda espantada", decía Elena Garro, más bien jovial, como si constatara un signo hereditario favorable.

Muy rara vez, Elena evocaba sus recuerdos. Vivía en el remolino de un presente perpetuo que le engullía cada segundo.

Imaginativa y fantasiosa, Elena Garro creía en sus propias invenciones y muchas veces lograba que otros las creyeran, por absurdas o insensatas que fuesen. Poseía ese don de dar credibilidad a lo que relataba, condición inseparable de la escritura, pero que ella utilizaba en la vida diaria sin percatarse de la trampas que se ponía a sí misma. Perseguidora, se sentía perseguida. Acosada por sus fantasmas, Elena se volvía perseguidora: era entonces capaz de telefonear de larga distancia, durante horas, a medio México.

Ilustraci�n de Margarita SadaSi de costumbre la conversación, en principio con una sola de las Elenas, era al mismo tiempo con ambas, semejante a la traducción simultánea durante la cual se enciman las palabras en dos lenguas, las cosas se agravaban cuando la plática era telefónica. Al otro lado de la línea, era difícil saber con quién se hablaba, y no porque pudiesen confundirse las voces �pausada y socarrona la de Elena, aguda y precipitada la de Helenita�, sino porque, al arrebatarse la bocina del teléfono, cambiaban de opinión y tomaban la defensa de los argumentos de la otra, combatidos un instante antes.

En Elena Garro la verdad se deslizaba sin tropiezos a la ficción, como si en ésta encontrase fundaciones más seguras y visibles. No obstante, la ficción poseía en ella la densidad de lo verídico. ¿No me tocó enterarme de su muerte y verla resucitar ante mis ojos una mañana? De dolor o de pánico, Helenita había telefoneado a medio mundo en París para pedir ayuda. La embajada de México acababa de enviar un primer cheque con qué pagar el entierro, acaso el traslado de su cuerpo al país. Pero la Virgen del Pilar, a quien Helenita recurría con fe, acudió en su socorro una vez más para resucitar a Elena.

No creo que Garro mintiese. Tampoco era mitómana. Decía la verdad que ella veía y supo hacer ver a los otros a través de sus diferentes escritos, donde lo invisible se vuelve visible, lo imaginario cobra el cuerpo de las cosas reales y la mentira es barrida por la fuerza de la verdad y la fe.

Platicar con Elena era un placer: poesía el sentido de la réplica que aparece en sus obras de teatro y les da la agilidad del movimiento escénico. Las frases de Elena en la conversación, pronunciadas muy quedo, con un tono dulce que parecía brotar de la boca de un ángel y un acento provinciano que supo conservar toda su vida, eran rápidas y de una crueldad sibarita. Como sin querer, a pesar suyo, de manera casi ingenua, las frases de Elena se disparaban con una fuerza irreprensible que hacía estallar en carcajadas a sus interlocutores, quienes no podíamos ver de la misma manera a la persona asesinada por las palabras tan dulcemente feroces de Garro.

Durante su larga estancia en París, Elena me habló en repetidas ocasiones de su Historia de la revolución soviética, un libro que la obsesionaba y hubiese querido terminar antes de su muerte. "Durante las noches, como no puedo dormir, me la paso leyendo a los rusos. Es tan abracadabrante esa Historia... Tengo tantas notas que sólo de verlas me mareo. Pero quiero acabarlo antes de morir. Es un libro visto por las dos partes, la destruida y la que tomó el poder." Me enseñaba entonces las amarillentas fotografías del zar y su familia, la de la princesa Natacha, su preferida, más manoseada que las otras, de tanto mirarla en sus noches de insomnio. No creo equivocarme si digo que a Elena Garro le fascinaba más la parte destruida que la que tomó el poder.

Algunas veces, cuando se sentía en confianza porque estábamos solas, iba a buscar a su recámara dos o tres fotografías de la princesa rusa asesinada junto con su familia y otras tantas de Greta Garbo. "Obsérvelas bien, son la misma persona. Natacha sobrevivió a la matanza y se escondió bajo el nombre de Greta Garbo. Por eso siguió ocultándose después tras unos anteojos oscuros. Estaba asustada. Imagínate, si la descubren los soviéticos, la matan." Todo el trabajo de Elena estaba encaminado a demostrar que Greta Garbo era Natacha. Pero yo no podía dejar de volver la cabeza hacia la copia amplificada de una vieja fotografía tomada en el lago de Chapultepec y mirar el rostro de una jovencita rubia, rodeada por Octavio Paz y otros amigos, tan parecida a la princesa rusa como a la Divina. No sé si Elena era consciente de esa triple semejanza. Alguna vez la hice reír de placer al hablarle del aire de familia que había entre las tres, pero me respondió que ella nunca fue más que una mocosa afeada por el susto. Sigo pensando que si Natacha, Greta y Elena se parecían físicamente cuando jóvenes, al menos según el testimonio de las fotografías, Elena Garro terminó por ser una y otra de tanto pensar en ellas.

En el fondo, su Historia de la revolución soviética era autobiográfica.

Si la escritura no tiene sexo, no puede escapar al sello de quien la escribe y, menos aún, a la lengua donde echa raíces ni a los orígenes del autor.

La literatura de Rosario Castellanos, nacida en Chiapas, encuentra en la tradición indígena, tanto prehispánica como actual, la vida que da cuerpo a los personajes de Balún-Canán "Nueve estrellas", su novela más conocida y la que mejor caracteriza su escritura. Balún-Canán es el nombre que según la tradición dieron los antiguos pobladores mayas al sitio donde hoy se encuentra Comitán.

Pero la tradición indígena se ha entretejido con la colonial. De ahí los enfrentamientos y también las complicidades entre dos civilizaciones que a veces terminan por tener la misma cara, un solo rostro doble.

Como Balún-Canán. Siguiendo y persiguiendo el meandro de sus recuerdos de infancia, los más viejos, Castellanos relata la lucha cotidiana entre indios y blancos. Los primeros agazapados en la oscuridad y el silencio, esperando su hora, la vuelta de un tiempo acabado donde vuelvan a reinar sus dioses y sus mitos. Los segundos, encaramados en el pedestal del nuevo Dios, al cual confían una suerte amenazada por el murmullo que anuncia su pérdida. Una niña escucha con temor los relatos de su nana indígena y espera con angustia su primera comunión. Alrededor de ella y su hermano menor crecen las sombras de los rumores, las leyendas, los espantos, las historias de blancos asesinados, el terror de la madre que ve en peligro la vida de sus hijos a pesar de la fuerza de su fe. La transgresión, contra la familia y el orden de la religión católica, la nueva, se cumplirá a través de un acto sacrílego, cometido en un estado de posesión, contra toda fuerza de voluntad individual. Si es una novela notable por sus cualidades literarias, lo es también por su sentido profético. Augurio de revuelta y revolución, de regreso y renacimiento. Rosario Castellanos pudo haber alcanzado la edad suficiente para escuchar los estallidos de Chiapas que anunciaban en su novela a través de las voces calladas de sus personajes.

Una vida amorosa en apariencia oscura, en realidad apasionada al extremo de hacer vacilar su lucidez �como lo muestran sus cartas de amor a Ricardo Guerra, publicadas por la revista Proceso�, se refleja a lo largo de su poesía. Burlona, irónica, a veces sarcástica, sobre todo con ella misma, lúcida siempre, Rosario Castellanos inscribe sus poema en la tradición más clásica y cruda de la lengua española. Presta su voz, deliberada, sarcásticamente, a las solteras y las solteronas, las madres solteras, las abandonadas, las esposas con hijos entre las patas, las que provocaron el divorcio de una mujer más joven, ninguna viuda. Escritura afilada que profundiza y duele. Rosario Castellanos no narra su experiencia y narra su vida. La otra vida, la ajena, la propia.

En "Pequeña crónica", dice:

Entre nosotros hubo
Lo que hay entre dos cuando se aman:
Sangre del himen roto. (¿Te das cuenta?
Virgen a los treinta años ¡y poetisa! 
Lagarto.)...
Nada, en fin, que un buen baño no 
borre. 
Y me pregunto
Con qué voy a escribir, entonces, 
nuestra historia...
María Luisa Mendoza, más conocida como "la China", es la única viva de las mujeres y escritoras de quienes hablo. Nació en 1930. En Guanajuato. Nunca podrá escapar a esto. Un destino duro, mocho, recargado de velas y veladoras, supersticiones y paganismo. La China se adhiere a la tradición colonial barroca más rebuscada, loca y desalmada. ¿Mujer? Ciertamente. ¿Escritora? Seguro. Pero a través de su voz oímos a Sor Juana y a Góngora, a Quevedo y al Quijote. No a Cervantes. Demasiado directo, claro, lúcido. María Luisa Mendoza transgrede la razón. Y la sinrazón que a mi razón se hace. Gracias a su escritura se reconstituye un universo que, en los sótanos de la independencia, México se vuelve México.

Si la China Mendoza, como Rosario Castellanos, se apoya de manera deliberada en voces femeninas, esto no significa que dé una prioridad a lo que algunos militantes querrían llamar una escritura feminista. Al contrario, sus mujeres escapan siempre a tales clasificaciones. Y cuando hay una "narradora", ésta bien podría ser un "narrador". Más Sancho que Quijote, sabedora de dichos, proverbios, juegos de palabras, adivinanzas, cantinelas y cantos, Mendoza reconstruye el México de la memoria que terminamos por recordar al leerla. Y gracias al doble giro barroco de una escritura moderna y de la tradición gongorina en que se inscribe, las novelas de la China Mendoza rescatan la voz a la vez oculta y sensual del español.