Jornada Semanal,  6 de enero del 2002                       núm. 357


La Carmelita y el orgasmo

En 1976, la pequeña compañía teatral de la Casa del Lago, dirigida por Nicolás Núñez y Eduardo Ruiz Saviñón, puso en escena una obra titulada Sabaoth, la muerte en la literatura hispánica. El terrible nombre del señor de los ejércitos servía de lazo de unión entre los textos dramáticos y líricos que formaban la obra. Utilizamos fragmentos de autos sacramentales de Calderón de la Barca, sonetos de Quevedo y de nuestra Sor Juana, poemas de Santa Teresa de Jesús, Villaurrutia y Gorostiza, un fragmento de La barca del infierno de Gil Vicente y una escena de Luces de Bohemia de Valle-Inclán. Patrocinados por uno de esos organismos echeverristas, el Consejo Nacional para la Cultura y Recreación de los Trabajadores (la idea no era mala, pero muy pronto se hundió en la confusión y en la pura verborrea), estrenamos la obra en un enorme auditorio de Ciudad Sahagún ante un público de obreros muy amable y receptivo, a pesar de las dificultades que pasaba para entender el lenguaje de los autos sacramentales y de la mayor parte de los poemas. La puesta en escena de Nicolás y Eduardo es, por muchas razones, memorable, pero no ha sido recogida en los recuentos del teatro universitario por la sencilla razón de que en ellos sólo figuran los caciques teatrales y algunos, muy pocos, de sus adláteres, alicuijes y achichincles. Eduardo cuidó los temas musicales (rock de gran calidad en su mayoría) y se hizo cargo de la iluminación (todos lo reconocen como un iluminador excelente) y Nicolás, con gran paciencia y talento, buscó la unidad en el trabajo actoral. Helena Guardia, Patricia Bernal, Alejandro Camacho, José Ángel García, Nicolás Núñez y este cómico viejo y bazarista, interpretamos los papeles del bien armado collage.

Tuvimos una breve temporada en la Casa del Lago y viajamos a España como una especie de avanzada de la apertura de relaciones con el reino (poco después de nuestra gira se efectuó en México la emocionante ceremonia que puso fin a tantos años de relaciones con la República en el exilio. Años de fidelidad, de lealtad y de compromiso con la legalidad española). El pri, dirigido por el brillante Porfirio Muñoz Ledo, cubrió los gastos del viaje internacional; una fundación socialista alemana, dirigida por un astuto grillo a la mexicana, Dieter Koniecki, pagó los hoteles, la comida y otros pequeños gastos; el Instituto de Cultura Hispánica se encargó de los viajes por la península y el Partido Socialista Obrero Español organizó la gira y armó el aparato publicitario. Le costó trabajo hacerlo, pues apenas había salido de la larga clandestinidad y los Pactos de la Moncloa estaban dando sus primeros pasos. Curiosamente, el polifacético apoyo que recibimos fue una especie de metáfora del inteligente pacto que abrió los caminos de la transición a la democracia en un país que acababa de salir de los largos años del autoritarismo rociado con agua bendita del pavoroso caudillo que, para firmar las sentencias de muerte por garrote vil, ponía la mano sobre el brazo incorrupto de Santa Teresa de Jesús y miraba con sus ojillos de zorro gallego al Cristo que presidía su escritorio de verdugo.

Llegamos a Madrid el 20 de noviembre de 1976 en el vuelo de Iberia, aquel famoso "alpargata fligth" amenizado por la mala leche y la mucha edad de las asistentes de vuelo que, durante el largo trayecto, nos mostraban algunas de la facetas de la rudeza y el ánimo cascarrabias de una buena parte de los peninsulares. Liberamos en la aduana el enorme baúl (parecido al de las viejas compañías de cómicos de la legua llamadas "bululú") que contenía nuestro vestuario y algunos elementos de escenografía y, en tres taxis, la emprendimos rumbo al Hotel Gran Vía. Al llegar a la ciudad nos llevamos un susto mayúsculo, pues las calles estaban llenas de camisas azules, banderas de España, banderines de Falange Española, gallardetes tradicionalistas, boinas rojas de requetés y de pelayos y de toda la parafernalia del fascismo peninsular que ya estaba en vías de convertirse en pintoresco. Los energúmenos (de muy buenas familias, por cierto) cantaban el "Cara al sol" y el himno tradicionalista, y gritaban interminables franco franco francos y arribas españas. Todavía eran muchos los que se reunían frente al Palacio de Oriente (año con año la turba decreció hasta que acabó por borrarse completamente), y a fe mía que daban miedo sus desplantes, "actitudes viriles" y chacotas cuartelarias (la última fue la del carabinero Tejero gritando "se sienten, coño", en el Congreso de los Diputados. Fue el postrer intento del Parque Jurásico peninsular para interrumpir el proceso de la transición. De nada le valió). Nos metimos al hotel e intentamos dormir en medio de la garrulería reaccionaria.

La gira comprendió Madrid (actuamos en el pequeño teatro del Colegio Mayor de Guadalupe, dirigido en aquellos años por Emiliano Moreno), Segovia, Sevilla y Salamanca, y la prensa se ocupó muy poco de nuestro sospechoso (por sus variados patrocinios) periplo por colegios mayores y auditorios escolares. Sin embargo, los jóvenes que estaban en los primeros asomos del llamado "destape", mucho agradecieron nuestras intenciones renovadoras y un poco pornográficas.

En Salamanca tuvimos una función en el Colegio Mayor de Santa Teresa, dirigido por unas amables Carmelitas. Poco antes de levantar el telón, nos preocupamos mucho por su posible reacción de disgusto ante una de las escenas de la obra, aquélla en la que Santa Teresa (interpretada por Helena Guardia, actriz de gran sensibilidad) decía su "vivo sin vivir en mí", en el silencio de su celda. Las ideas de los directores se basaban en la escultura de Bernini, El éxtasis de Santa Teresa y en su conjunción de la experiencia mística con la orgásmica. Esta circunstancia despertó nuestro temor de ofender a las simpáticas monjas. Al terminar la obra nos ofrecieron una merienda de chocolate con picatostes (de nuevo confirmé que los españoles nunca han sabido hacer un chocolate de verdad. Esta deficiencia crónica es, sin duda, una retorcida forma de la venganza de Moctezuma). Me acerqué a la directora y la encontré muy contenta y dicharachera. Al intentar disculparme por nuestras audacias escénicas, la Carmelita me paró en seco con un "nada, hijo, que en esos momentos nuestra Santa Madre debe haber sentido algo parecido a un orgasmo". Nada pude decir, pero esa noche pensé que la transición era ya un hecho curiosamente presidido por el espíritu de la democracia, por el instinto de placer de Freud y la función del orgasmo de Reich.
 
 

Hugo Gutiérrez Vega
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